por Jean Robert *
I.
Antropología de la violencia
Mientras se acumulan las amenazas ecológicas y se vuelve a agudizar la pretendida “crisis económica”, se vislumbran señales y oyen rumores de que el país se está hundiendo en una violencia que se hace progresivamente guerra.
Por otro lado, los programas de televisión
y las revistas presentan héroes que viven una violencia peor que la real, sólo
que ellos dominan los peligros con sus poderes tan excepcionales como irreales.
Mientras tanto, en nuestras casas urbanas, la mayoría del tiempo, todo es
normal, terriblemente normal.
Hay una disonancia cognitiva, vivida como
un miedo difuso, entre la normalidad de la mayoría de los días y el horror que realmente
sufre todo el tiempo una minoría; un horror que amenaza a los días de todos. Este
miedo tiene como tela de fondo amenazas de guerra y crisis que se conjugan con
la violencia de los sueños prefabricados por la industria del show. Privilegiados
los que logran mantener una distancia entre su normalidad y la realidad: es
como si vivieran a salvo de
O quizás los verdaderos privilegiados sean
los que pueden soñar sus sueños en
medio de la tormenta. Esos sueños no son
de poder, no son de heroicas victorias sobre enemigos que encarnarían el mal
absoluto. Son de construcción de un mundo en el que quepan muchos mundos.
Quizás estén haciendo historia. En cambio, el privilegio de los privilegiados
normales es mantener la historia a raya.
Los tiempos incitan a una reflexión sobre
la presencia del mal en la historia. Durante el primer milenio cristiano, esta
presencia del mal en la creación ha sido el gran misterio de los teólogos, el mysterium iniquitatis. Luego, durante el
segundo milenio, este misterio dejó progresivamente de interpelar a los
cristianos. Con el auge del domino tecnológico del mundo, dejo de ser misterio
y se volvió problema. Fueron tiempos de lo que Ivan Illich – que, cuando quería
practicar lo que llamaba “criminalidad lingüística”, hablaba en alemán - ha
llamado Entbösung[1], extirpación del sentido del mal o “dediabolización”. Hoy en
cambio, asistimos a un retorno del misterio del mal. Pero, mientras el primer
milenio preguntó “¿por qué el mal, en la creación de Dios?”, la pregunta del
tercero será más bien: “si el mal no es un problema
del que aun no se encontró la solución,
entonces, ¿qué es?”
Las sociedades anteriores a la moderna
tenían mitos. Los mitos limitaban y encauzaban los sueños. La sociedad moderna
no tiene mitos en este sentido. Sólo pretende oponer la razón al sueño. Pero
nada en la imaginación limita el sueño de la razón cuando, según la frase de
Goya, “produce monstruos”.
Tradicionalmente, el mal podía ser un
desastre natural o la violencia humana: una catástrofe como un terremoto, o la
guerra. Hoy, se ubica cada vez más en el sueño de la razón y sus monstruos.
Quizás las catástrofes “naturales” y la violencia
específica de nuestro tiempo sean engendros de esos monstruos.
Buscando esbozos de respuestas a la
pregunta “¿qué es el mal?”, me dirigí a la obra frecuentemente inspiradora de
Jean-Pierre Dupuy, un filósofo que, de joven, fue uno de los más destacados
economistas matemáticos de Francia. Interpretaré libremente un pequeño libro que
publicó exactamente un año después del 11 de septiembre 2001, Avions-nous
oublié le mal? Penser la politique après le 11 septembre (¿Habíamos
olvidado el mal? Pensar la política después del 11 de septiembre)[2]. El objetivo de este
libro, nos dice su autor, es modesto:
Quisiera recordar lo que antiguamente se sabía: que el mal no
es solamente una categoría moral, propia del juicio normativo. Es también un
principio explicativo. Hay un poder causal del mal, irreductible a la lógica
del interés. Bajo la forma del resentimiento, de la envidia, de los celos y del
odio destructor, el mal puede adquirir un poder considerable, aplastando a su
paso todo lo que, manteniendo a los hombres a distancia los unos de los otros,
les permite vivir juntos[3].
Don Jean-Pierre es un distinguido profesor que, durante años enseño una parte del año en Paris y la otra en Stanford y que ahora investiga, escribe, piensa desde su casa parisina. Elaborada en una calma difícil de imaginar en el México actual, su reflexión sobre una violencia no experimentada en persona puede permitirse el lujo de asentarse en los fundamentos antropológicos del mal. En la primera de las tres partes de este ensayo, presentaré, o más bien interpretaré la reflexión de Dupuy sobre la percepción de mal y sus causas por los pueblos mal llamados primitivos. Para ellos, el mal es una reciprocidad negativa cuya característica es la inmediatez. En cambio, la buena reciprocidad siempre es diferida.
Cuando
el objeto que motivó el conflicto desaparece
Dos hermanos se pelean por una manzana.
No está bien, pero tampoco está muy mal. Un ladrón pasa y se come la manzana,
pero los hermanos siguen peleando: ahí empieza la espiral del mal. En toda
rivalidad, puede haber un punto de no retorno a partir del cual el objeto de la
contienda se esfuma pero la contienda sigue. De ahora en adelante, cada
adversario estará tan fascinado por el otro que olvidará su interés propio.
Observará los gestos y los movimientos del otro, tratará de adivinar sus
intenciones, se adelantará a sus subterfugios, en breve, lo imitará de tal manera que cada uno se volverá
espejo del otro. El motivo ya no es obtener el objeto inicialmente deseado por
ambos, sino impedir que el otro lo obtenga y, más allá de su desaparición, infligirle
daños. Esa lógica de agresión y represalias, de represalias por las represalias
es la lógica que analiza Dupuy. En esta forma del mal, la más perversa e
insidiosa parece decir Dupuy, los rivales se vuelven dobles miméticos en la
misma medida en que crece la violencia. El corolario es que cuando una
contienda dura mucho tiempo sin resolución, cada adversario se vuelve parecido al
otro y el objeto inicial de la pelea se hace secundario. Ya no se trata de
obtener la manzana, sino de destruir al otro. Eso tiene como consecuencia que
ya no se puede definir la lucha como un conflicto de intereses. Si el interés
fuera verdaderamente el motivo de la pelea, hubiera inevitablemente un momento
en que los contendientes se darían cuenta de que la persecución de la pelea
causaría a ambos un daño mayor que su abandono. La lógica del interés
recomendaría dejar de pelear y compartir la manzana o, si un ladrón se la
comió, hacer borrón y cuenta nueva. Conclusión: entre más dura un conflicto y
crece su violencia, tanto más difícil es definirlo como un conflicto de intereses, ya que el objeto inicial probablemente se
esfumó y que sólo queda la voluntad de dañar.
Esta frase es correcta aún tomando la palabra
interés en su sentido moderno de fin
egoísta. Pero lo es a fortiori si se
toma en su sentido original. La palabra interés deriva del verbo latino inter-est (está entre - los hombres).
Usado en primera persona, inter-sum,
tiene el sentido de yo concilio (puntos de vista), participo, me importa. En
términos platónicos, se podría traducir como “soy el tercer elemento que
permite la unión armoniosa de dos otros”. Históricamente, la palabra interés tiene un sentido prácticamente
opuesto a su acepción egoísta y bancaria moderna. Pelear más allá del punto de
posible conciliación es destruir el mundo, el “entre nosotros” que es la trama
del tejido social que nos permite cohabitar en un mundo común. Desarticularlo
es autodestructivo, pero es también cometer crímenes contra terceros inocentes,
es decir personas que “no teniendo cartas en el asunto”, sufren las
consecuencias de la pelea. Por ejemplo: los “daños colaterales” de la guerra de
Calderón[4].
Las reflexiones de Dupuy sobre el sentido
de la palabra interés se inspiran en la obra de Hannah Arendt, particularmente
en La condición humana[5] donde ella define el
interés literalmente, como lo que, interponiéndose entre los hombres, impide
que caigan los unos sobre los otros. Escribe:
Vivir juntos en el mundo implica esencialmente que un mundo
de objetos se encuentra entre los que tienen este mundo en común, como una mesa
se encuentra entre todos los que se sientan alrededor de ella; el mundo, como
todo “entre-dos”, relaciona y separa al mismo tiempo a los hombres.
El sujeto del verbo interest es el mundo común con sus objetos. Ninguna sociedad primitiva ha pretendido eliminar toda violencia. Pero ésta no debe rebasar el punto en que los contrincantes pierden su interés inicial y sólo persiguen la derrota del adversario. Hay que encontrar un término para definir el tipo de mal que se manifiesta cuando este punto de involución ha sido rebasado. Propongo llamarlo el mal diabólico, porque define una situación en que cada contrincante parece obedecer a una voluntad contraria a sus intereses propios y, más aun, a esta condición del estar juntos a la cual alude el verbo latino interest. Es el momento en que “el sueño de la razón produce monstruos”. Es el punto a partir del cual los contrincantes parecen obedecer – no, obedecen - a una voluntad “diabólica”, con o sin comillas. Si el mal diabólico carece de motivaciones, es que se ha perdido el sentido inicial de la contienda, su objeto. Carente de objeto bien definido, la contienda se ha vuelto una locura destructora de la que todos los no-contrincantes podemos ser los “daños colaterales”.
Para tratar de explicar este mal fuera de
todo límite, Dupuy empieza por referirse a un texto clásico de la antropología,
el Ensayo sobre el don de Marcel Mauss[6]. Publicado en 1924, este
ensayo ha dado lugar a interminables controversias que se persiguen hasta
nuestros días y de las que, en los años 1950, surgió en gran parte el
estructuralismo antropológico. Marcel Mauss retoma una conversación que el
etnólogo americano Elsdon Best sostuvo, a principio del siglo XX, con el sabio maori
Tamati Ranapiri. “Le hablaré del hau
(dice Tamati, aludiendo a una palabra que significa viento), pero no es el viento
del bosque, el que mueve las hojas de los árboles”. El hau es una corriente que circula en sentido contrario al de los
dones, que se acumula temporalmente en quien da, pero que se agota si deja de
dar. Si yo le hago un don, usted no debe, ni devolverlo rápidamente, ni devolvérmelo
a mí, porque el hecho de haberle regalado algo me carga de un hau que atraerá otros dones. Según
Tamati Ranapiri, el hau es una
propiedad inherente a las cosas dadas que hace que tienen que ponerse en
circulación en un circuito jamás acabado de dones y contra-dones. En otras
palabras, el hau es la “fuerza” que
impulsa las cosas dadas a cambiar de manos, a ser intercambiadas.
Claude Levi-Strauss reprocha a Mauss el haberse
dejado mistificar por el indígena.
El hau no es la
razón última del intercambio. Sólo es la forma consciente bajo la cual los hombres
de determinada sociedad, donde el problema tenía una importancia particular,
han aprehendido una necesidad inconsciente
cuya razón está en otra parte[7].
Según
Levi-Strauss, esta realidad subyacente tiene que buscarse en estructuras
mentales inconscientes a las que el lenguaje y las relaciones de parentesco pueden
dar acceso. El intercambio de dones es producto de estas estructuras mentales,
entre las cuales Levi-Strauss da gran importancia al principio de reciprocidad.
El intercambio no es un edificio complejo, construido a
partir de las obligaciones de dar y de devolver mediante un cemento afectivo y
místico. Es una síntesis inmediatamente
dada a y por el pensamiento simbólico[8].
Entra en escena Pierre Bourdieu[9]. Denuncia el “error
objetivista de Lévi-Strauss”. Sin embargo, empieza por admitir el principio de
reciprocidad que, según Levi-Strauss, es “una ley fundamental y objetiva del
espíritu humano”.
Pero duda de que esta constituya
toda la verdad sobre el intercambio primitivo. Los indígenas no ignoran
absolutamente esta verdad, pero se la ocultan porque, según Bourdieu, el saber
sobre ella es letal, ya que equipara el intercambio a la violencia. Razona
según las líneas siguientes: Veamos la obligación de recibir y la obligación de
devolver. Consideradas juntas en el esquema de la reciprocidad, llevan a una
contradicción, ya que el que devolvería sin plazo el objeto recibido rechazaría
de hecho el don. El intercambio sólo puede fungir como intercambio de dones a la condición de disimular la
reciprocidad que sería su verdad objetiva. En otras palabras, hay que
introducir el tiempo y el espacio. Es lo que hace Tamati Ranapiri al insistir en
que el objeto recibido no se tiene que devolver rápidamente, ni al que lo dio. El
don y el contra-don deben diferir tanto
en el tiempo como en el espacio. Solo la reciprocidad
diferida puede permitir que un acto aparezca
como un don sin cálculo. La diferencia –
en el sentido doble de lo que es distinto y lo que difiere o dilata – sería lo
que permite disimular la obligación de reciprocidad y hacer aparecer cada don
como un acto de generosidad desinteresada. Pero, para Bourdieu, la reciprocidad
diferida tampoco es el fondo del asunto, sino una finta. Sugiere que se simula la
generosidad desinteresada porque se quiere recibir más dones y honores, esos
atrayendo a su vez más dones. Para Bourdieu, lo que gobierna al mundo es la ley
del interés (en el sentido vulgar, no etimológico e histórico) y esa ley no es
bella y menos digna de darse en espectáculo. La reciprocidad diferida no sería más que una manera de
disimular la ley egoísta del interés. En todo su razonamiento, Bourdieu parece
ignorar el sentido histórico de la palabra interés.
El mismo año en que Bourdieu publicó su Esquisse, Marshall Sahlins publicaba Stone Age Economics[10]. Según Sahlins, no hay ninguna razón de ocultar el principio de
reciprocidad, cuyo aplazamiento en la reciprocidad
diferida no es en absoluto una tergiversación de su naturaleza. El hecho de
diferir el contra-don no es una negación de la verdad sino un “corte epistémico”
que permite distinguir el don de la violencia. La realidad con la que el
intercambio de dones tiene que
diferir es warre. Warre es la forma en que los
contemporáneos de Thomas Hobbes escribían la palabra war, la guerra.
Sahlins la conserva para recordar el sentido que se le daba entonces. “Warre”
no es una guerra particular, sino una disposición a la violencia comparable a
la tendencia del mal tiempo a la lluvia. En tiempo de “warre”, yo tiendo a
pensar que el desconocido encontrado en el camino me matará si no lo mato
antes, una situación que recuerda el famoso “estado de naturaleza” de Hobbes de
la que sólo el contrato social permite salir. La práctica del don es en cierta
forma “el contrato social de los primitivos”; para ellos, todo trato es un tratado de paz. Intercambiando dones en vez de golpes, declaran la
guerra a la guerra y logran cambiar el clima social. René Girard apoya la
interpretación de Sahlins equiparando la reciprocidad
no diferida a la violencia:
…la reciprocidad … se vuelve visible “acortándose”, para
decirlo así . Deja de ser la reciprocidad de los buenos modales, sino que se
vuelve la de los malos, la de los insultos y golpes, de la venganza y de los
síntomas neuróticos. Es por eso que las
culturas tradicionales no quieren esta reciprocidad demasiado inmediata[11].
Para los “primitivos”, la
reciprocidad diferida es la buena reciprocidad. La reciprocidad directa es el
mal, la violencia. Sin diferencia ni hecho
de diferir, el tejido social se derrumbaría en resentimientos y luego en
violencias.
Dejemos a Dupuy la palabra final de esta
sección:
El resentimiento, esta forma última del mal como lo vio Kant,
es precisamente lo que queda cuando nada, ningún interés por el mundo se
interpone más entre los seres, impidiéndoles “caer los unos sobre los otros”[12].
II. El bien y el mal en
la polis griega
Para los filósofos antiguos, como
Sócrates, Platón y Aristóteles, el mal es simplemente la ausencia del bien, la absentia boni, por lo que el mal sólo se
puede definir a partir del bien que no es. Es el nivel cero de la ética.
La polis
– la ciudad griega - era por excelencia el lugar en que podía florecer el bien
bajo la forma de la philía, la
amistad. Otro concepto, más filosófico, del bien era la eudaimonía. La palabra se entiende como felicidad, pero sería más
correcto entenderla como “plenitud de ser”. Eu
significa bueno y daimon espíritu
protector, inspiración espiritual, pensamiento creador. Ser feliz es tener un
buen daimon. Para los antiguos
griegos, la eudaimonía era el bien
supremo y el fin perseguido por la filosofía práctica, que incluía la ética y
la filosofía política. A su vez, la eudaimonía
requería como condición la aretè.
La palabra suele traducirse por “virtud”, pero aretè no es una virtud cristiana. Quizás se debería entender como
“virtud-de-carácter”. Cada actividad tiene su propio conjunto de “virtudes”, su
propia aretè. Se podría decir que aretè es la excelencia, o mejor la
calidad deseable en cierto contexto. Philía,
la disposición a la amistad, era una virtud de los ciudadanos de Atenas o la
celeridad es una aretè del caballo. Se
podría decir también que la capacidad de amistad era una condición del ser
“buen Ateniense” y que la celeridad lo es del ser “buen caballo”.
A partir de ahí, los filósofos griegos se
dividen en dos tendencias: los que, como Aristóteles, dicen que aretè es una condición necesaria, pero
no suficiente de la eudaimonía porque
existen otras condiciones como la belleza o la buena salud y, por otro lado,
los que afirman que es una condición necesaria y suficiente. Si entendemos eudaimonía
como felicidad, no podemos rechazar la opinión corriente según la cual la
felicidad tiene que ver con la satisfacción de los deseos. Pero, argumentan
ciertos filósofos, si la virtud requiere la supresión de algunos deseos,
entonces, la virtud no sería para los hombres fuertes. Es para resolver esta inconsistencia
que Aristóteles introdujo la noción de una “virtud de justicia”, estado del
alma innato en los hombres justos. En épocas posteriores, la escuela de
Un concepto formulado claramente en música
domina estas preocupaciones de la filosofía práctica: el de la justa proporción
(logos) de la armonía, de la proporcionalidad (analogía). Sólo las cosas contenidas por un límite o fin (peras, fin en el doble sentido de la
palabra) pueden ser proporcionadas y armoniosas, por lo que los griegos
rechazaban toda idea de in-finitud o apeiron
(ausencia de peras). Imaginar el apeiron hubiera sido un monstruoso sueño
de la razón. La proporción requiere diferencias entre sus términos, pero en
cierto margen de similitud. Por ejemplo, el tercer término proporcional, esa
“más bella de las ligas entre dos elementos” debe tener algo en común con cada
uno de ellos y, al mismo tiempo, ser diferente. La amistad sólo puede florecer
dentro de este margen. Hombre libre ateniense, escogeré mis amigos entre los
hombres libres de Atenas. Griegos de otras ciudades pueden convivir con
nosotros mediante el respeto de ciertas prescripciones rituales y legales:
deben por ejemplo tener una suerte de fiador ateniense, el prostates, el que “se para frente” a ellos. Si las respetan y pagan
tributo, los podremos aceptar como “los que viven con (met) nosotros en
nuestra casa (oikos)”, los metoikoi o “metecos” y, a condición de que
hablen buen griego, entablar prudentes relaciones de amistad con ellos.
Aristóteles, por ejemplo, que tuvo excelentes amigos, era “meteco” en Atenas
pero había sabido sobrellevar esta condición respetando sus limitaciones.
Se ha dicho que
El mundo griego: un mundo armonioso y
voluntariamente limitado en el que era prácticamente imposible establecer una
amistad con un forastero. En este mundo, el mal es la ausencia de felicidad, de
virtud, de proporción y armonía, ó es hybris,
insolencia, orgullo desmedido, violencia, descuido de los límites de la
condición humana y desprecio por el “inter-est” que florece dentro de esos
límites. La reciprocidad directa – correspondiendo al estado de xenos – sólo se practica con gente, en
una forma u otra, distante. Cada mal
es la ausencia de un bien y sólo puede definirse como tal.
III. Lo peor: la
corrupción de lo mejor.
Al abordar esta tercera parte del ensayo,
recomiendo al lector guardar en la mente la ambigüedad de los mal llamados
primitivos respecto a la reciprocidad que, para ser buena y aparecer gratuita,
debe ser diferida. También se aconseja
recordar que, para la mentalidad clásica, particularmente en Grecia, los males son
plurales –no existe el concepto del mal
– y sólo se pueden entender como la ausencia de diversas formas de bienes y
virtudes.
Ésta última sección trata a la vez de la
posibilidad de un don más allá de toda obligación de reciprocidad y, por otro
lado, de la aparición de un mal que no es la simple ausencia del bien, sino un
abismo tan profundo como es noble y elevada la nueva posibilidad de una gratuidad
radical[13], más allá de toda
obligación y de toda ley. Sin embargo, no pretendo interpretar esta nueva
posibilidad con categorías antropológicas o históricas, porque las trasciende
tanto en el bien como en el mal.
Ivan Illich, cuyo pensamiento intentaré
seguir lo más fielmente posible, retoma, para expresar la corrupción de esta
innovación, un viejo adagio del primer
milenio cristiano: corruptio optimi quae
est pessima: una corrupción de lo
mejor que es lo peor. Una nueva posibilidad de libertad cuya traición es peor
que cualquier forma anterior del mal. Tengo en mi mesa un libro titulado The Rivers North of the Future. The Testament of
Ivan Illich as told to David Cayley[14]. Cayley es un periodista
canadiense que realiza entrevistas de pensadores que son difundidas por
En el
curso de una de nuestras últimas conversaciones, evocamos al Samaritano – un
Palestino que no adoraba a Dios en el Templo de Jerusalén – que ve a un judío
tendido, herido, al lado del camino y se vuelve hacia él. Como el Samaritano,
somos criaturas que sólo pueden encontrar su perfección al establecer una
relación. Esta relación parece arbitraria en ojos de cualquiera, salvo del
Samaritano mismo, porqué él responde al llamado del judío golpeado. Pero esta
relación, tan pronto se ha establecido, puede ser rota y denegada. Una forma de
infidelidad, de desprecio, de frialdad que no
existía antes de que Jesús lo revelara se ha vuelto posible. Antes de esta
revelación, el pecado, en este sentido, no existía: sin el vislumbre de la
mutualidad, la posibilidad de su denegación y destrucción era impensable. Una
nueva forma de lo que debe o debería ser fue establecida. Este “debe ser” no
está ligado a ninguna norma; tiene un telos.
Está orientado hacia alguien, alguien carnal, pero no según una regla. Hoy en
día, las personas que se ocupan de ética o de moralidad se han vuelto incapaces
de dejar de charlar sobre normas. Para ellas, el “debe ser” tiene que estar
encadenado en “normas”[17].
En el Samaritano, no hay
ninguna expectativa de reciprocidad. Hizo un don sin ninguna obligación de
contra-don. Siendo tan pequeño el “país entre el río y el mar” - que es cómo
los palestinos y los judíos llaman a su tierra cuando reconocen que la tienen
en común – no es imposible que un Palestino y un judío que hubieran vivido tal
encuentro se hubieran vuelto a ver. Pertenecían a dos etnias emparentadas separadas
por una larga historia de fingida ignorancia mutua y de resentimientos
recíprocos. Cada uno estaba ligado por un deber de lealtad a su pueblo. Imaginemos
que se crucen en el mercado de Jerusalén. El judío no le debe absolutamente nada
al Palestino que le hizo la gracia de mirarlo a los ojos y de levantarlo. Al
cruzarse, pueden fingir no reconocerse, el primero por no romper con su deber
de lealtad étnica, el segundo para no causar perturbación. Pero pueden también
intercambiar un guiño de connivencia. O quizás algunas palabras valientes:
“¿donde nos podemos ver secretamente?”, por ejemplo. Todo cambiaría entonces,
al afirmar ambos que escogieron ser amigos a pesar de todas las normas
contrarias: al afirmar que son libres.
Al realizarse, esta posibilidad cambiaría lo que inter-est, lo que “se encuentra entre” hombres separados por
lealtades étnicas opuestas; los uniría en una amistad inventiva y peligrosa. Lo
que Illich llama específicamente el pecado es la traición de esta posibilidad
de libertad. No es siquiera su fingida ignorancia en un encuentro casual, sino
el cierre voluntario de la posibilidad abierta por el Samaritano.
Hemos hablado sobre el pecado como un
nuevo tipo de mal que proyectó su sombra sobre la posibilidad cristiana de
hallar a Dios en el rostro del Otro. Esta nueva clase de amor hizo posible una
nueva clase de traición, muy personal, y demandó una práctica inédita de perdón
mutuo y comprensión entre aquellos que aceptaron este evangelio. Durante los
siglos VI, VII y VIII, el pecado se asoció con hacer penitencia. Luego, en el
siglo XII,
No dispongo del espacio necesario
para abordar estos tres temas de la constitución de occidente sobre la traición
íntima de la libertad abierta por el Samaritano: 1. la legalización del pecado
como un crimen; 2. la historia del juramento y su sustitución por el contrato, la
historia del matrimonio como la del intento de formalizar un contrato de
amistad perpetua; 3. la forma en la que la institución de la confesión llevó a
interiorizar en la “consciencia” la confusión entre el bien y lo legal,
contribuyendo así a establecer los cimientos sobre los que se construirá el
Estado moderno. Sólo puedo remitir al lector a la traducción del libro de
Illich y Cayley en preparación en la colección Conspiratio, de la editorial Jus,
colección dirigida por Javier Sicilia.
Para terminar, quiero ilustrar la
corrupción de lo mejor en un aspecto de está traición llamada oficialmente ayuda y normalizada en programas de desarrollo. El autor es una amiga
alemana de Ivan Illich – y mía -, Marianne Groenemeyer[19]. Si el medioevo normalizó
la traición íntima a la libertad de la amistad en criminalización del pecado, la época moderna se deshizo del
concepto de pecado e institucionalizó la traición que representa. La ayuda que
los países ricos “prestan” a los pobres es radicalmente opuesta al acto de
libertad del Samaritano. La instancia auxiliadora moderna no mira a los que
pretende ayudar sino que les imputa necesidades[20] conformes a lo que ella
necesita. Según Groenemeyer,
…uncir ayuda y amenaza va en contra del sentido común sólo
porqué, a pesar de múltiples instancias históricas en contra, el grato sonido
de la idea de ayuda ha sobrevivido en la consciencia de la gente común. Así la
ayuda le parece tan inocente como siempre, aunque hace mucho que ha cambiado de
color y se ha convertido en un instrumento del perfecto – es decir, elegante –
ejercicio del poder. La característica del poder elegante es que es
irreconocible, oculto, sumamente inconspicuo. El poder es verdaderamente
elegante cuando, cautivados por la ilusión de [su] libertad, aquellos sometidos
a él niegan tercamente su existencia. Como se mostrará, la “ayuda” es muy
similar. Es una manera de mantener un mendrugo en las bocas de los subordinados
sin dejar que sientan el poder que los guía. En breve, el poder elegante no
fuerza, no recurre ni a las porras ni a las cadenas; ayuda. Imperceptiblemente
el monopolio del estado sobre la violencia se transforma, a lo largo del camino
de una inconspicuidad creciente, en un monopolio del estado sobre el cuidado,
por lo cual se vuelve no meno poderoso, sino en vez de ello, más globalmente
poderoso.
A los
casi veinte años de que fueron redactadas esas líneas, hubiera que corregirlas
en el sentido de que, en casi todos los países, el poder del estado vuelve a
retomar su cara de violencia brutal en los lugares donde lo considera necesario
sin dejar su “elegancia” en otras partes.
.
* Jean Robert, artículo aparecido originalmente en Revista Conspiratio N° 13, 2011
[1] Ivan Illich y David Cayley, La
corrupción de lo mejor es lo peor, México: Jus, colección Conspiratio,
traducido del inglés por Gabriela Blanco, en preparación, capítulo 15: “Hoy, vivo en un mundo en el cual el
mal ha sido remplazado por el desvalor.
Nos enfrentamos a algo que, en alemán, lengua tan propensa a las combinaciones
de palabras, he podido llamar Entbösung,
“dediabolización”. Cuando la lancé en Alemania hace unos veinte años, esta
palabra hizo reír”.
[2] Montrouge, 2002.
[3] Op. cit., p. 31.
[4] “Detour and Sacrifice. Ivan Illich and René
Girard”, Lee Hoinacki and Carl Mitcham, ed., The Challenges of Ivan Illich,
[5] 1958 [« The Human Condition », Chicago : The University of
Chicago Press, ]
[6] « Essai sur le don : Forme et Raison de l’échange dans les
sociétés archaïques », Année
Sociologique, 2e série, 1924, 24.
[7] Claude Levi-Strauss, “Introduction à
l’oeuvre de Marcel Mauss”, M. Mauss, Sociologie
et anthropologie, Paris : PUF, 1973 [1923, 24]
[8] Ibid. p. XLVI
[9] Esquisse d’une théorie de la
pratique, Genève: Droz,
1972.
[10] Aldine Atherton, 1972., traducido como Economía de
[11] René Girard, Le bouc émissaire, Paris: Grasset, 1982, p. 25.
[12]Jean-Pierre Dupuy, Aurions-nous oublié le mal ?, op. cit., p. 30.
[13] Ivan Illich y David Cayley, “Gratuidad”, La corrupción de lo mejor es lo peor, México, ¿,? Jus.
[14] Toronto: House of Anansi Press, 2005, traducción al español por
publicarse en las ediciones Jus, colección Conspiratio.
[15] “En los ríos al norte del futuro / echo la red que tú, / con vacilaciones,
cargas de sombras grabadas en piedra”, Paul Celan, traducido del alemán al
inglés por Mushka Nagel , A Voice… Translations
of Selected Poems by Paul Celan,
Orono, ME: Puckerbrush Press, 1998, p. 83.
[16] El Soneto 94 de Shakespeare retoma la misma
idea: “For sweetest things turned sourest by their deeds;
Lilies that
fester smell far worse than weeds”.
[17] Ivan Illich y
David Cayley, La corrupción de lo mejor
es lo peor, op. cit, en preparación en la editorial Jus. Colección Conspiratio,
capítulo 15: “El principio del fin”. .
[18] Ivan Illich y David Cayley, La
corrupción de lo mejor es lo peor, op. cit., por publicarse en
Jus/Conspiratio, México, Capítulo 15. .
[19] Marianne
Groenemeyer, “Ayuda”, en Wolfgang Sachs, comp., El diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como
poder,
[20] Ver Ivan
Illich, “Necesidades”, en El diccionario
del desarrollo, op. cit., p. 157-175.
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