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miércoles, 19 de agosto de 2015

El intelectual inorgánico

por Josep Barnadas
Acaba de fallecer en Cochabamba el historiador Josep Barnadas –boliviano, por elección– cuyo gran aporte a la historiografía boliviana han de saber destacarlo sus colegas y amigos… con un fragmento de sus textos menos conocidos va mi homenaje al pensador independiente e irreverente que también fue:

II
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“Hay que empezar recordando que en la figura del intelectual andan mezcladas dos tradiciones antagónicas: por un lado, la del intelectual alérgico al poder (siempre “demoníaco”), develador teóricamente incorruptible de los abusos del Poder establecido: su figura-símbolo puede ser Socrates; por otro, la del intelectual uncido al carro de los poderosos, portavoz y escriba de los gobernantes, una de cuyas encarnaciones locales podemos ver en Fernando Diez de Medina. La coexistencia de ambas tradiciones ya nos impide mitificar la figura del intelectual, como si históricamente sólo hubieran existido intelectuales independientes, críticos, intachables, marginados por el Poder o, incluso, perseguidos por éste a causa de su autoridad moral ante la sociedad. Este cliché apologético sólo ve un lado de la medalla.
“La verdad es que el poder ha sido siempre una de las grandes tentaciones del intelectual: también aquí se puede traer a colación aquellas palabras satánicas de la tentación de Jesús. “Todo esto será tuyo si, postrándote me adoras” (Lc 4,7). El Poder (me refiero al político), cualquiera que sea su contenido, orientación y carácter, tiene varios motivos para ir detrás de los intelectuales.
“En primer lugar, ve en ellos el medio de darse cierto barniz de “ilustración” y “cultura”: acaso no les pida acatamiento; basta con que se sientan a gusto bajo su manto, con que no despotriquen contra él, con que difundan una “imagen” favorable; el Poder se siente halagado siempre que puede aparecer como mecenas del pensamiento y de las artes.
“En segundo lugar, en la medida en que el Poder aspire a “ideologizar su dominio sobre la sociedad, sabe que esta “teoría” le ha de venir de los “pensadores”. Por lo tanto, hay que conquistar siquiera algunos de ellos para que empleen sus fuerzas en tal tarea.
“Por fin, el Poder necesita que alguien legitime su situación. En la antigüedad lo ha solido hacer la religión, a tono con el carácter social de la fe; cuando la cultura se ha secularizado, el cometido ha pasado a los intelectuales. Habrá que crear una “filosofía de la historia” para hacer creíble la “voluntad de poder” (Nietzsche), “la lengua siempre ha sido compañera del imperio” (Nebrija), el “destino manifiesto” (O’Sullivan), el “interés estratégico del proletariado” (Lenin), la “vanguardia de la Revolución” (Marx – Engels) o lo que sea.
“Visto desde el otro lado, también al intelectual le interesa el poder. Y le interesa por dos razones fundamentales: por vanidad y por eficacia. Su peculiar autoconsciencia exacerbada tiende a hipertrofiar su afán de protagonismo. El intelectual se siente líder; por tanto, no está hecho para seguir a la masa, sino para conducirla. Si el Poder le ofrece la oportunidad (o le hace siquiera creer en ella) de alcanzar aquella relevancia y audiencia, es probable que encuentre pocas resistencias. Porque, además, quien quiera que crea poseer cierto “mensaje salvador” para la colectividad buscará la forma de anunciarlo, de multiplicarlo, de implantarlo, de hacer prosélitos. ¿Qué más puede desear cuando un poder le ofrece oficializar su propio pensamiento; cuando pone a su disposición toda la infraestructura de un Estado?
“Claro que conviene aclarar que en estos tratos suelen introducirse —han de introducirse— elementos de contrabando; ya por principio se trata de una relación turbia, basada en un presunto malentendido por doble partida: ambas partes esperan aprovecharse del otro, ambas lo saben y éste es el único interés que tienen en el pacto. Por lo que se refiere al intelectual, acalla sus escrúpulos diciéndose que así “introducirá” sus ideas, que es lo que le compete. (La Historia nos enseña que, por lo general, es el Poder quien se aprovecha del intelectual; o si pierde terreno, corta el nudo por lo sano y le da un puntapié). ¿En qué consiste el quid pro quo? Si en un principio y en teoría el Poder ofrece al intelectual oficializar su pensamiento, en realidad el Poder desliza siempre algún factor propio, cautivada la libertad del intelectual con la euforia de la perspectiva de protagonismo y de eficacia, cuando aquél advierte que se está manipulando su mensaje según los intereses del Poder, ya suele ser tarde para echar marcha atrás y poner las cosas en claro: habiendo hipotecado su libertad, resultaría sorprendente que ahora pusiera en peligro el éxito de la operación por la salvaguarda de aquella; pero si de todas formas fuera capaz de hacerlo, el Poder no tendrá ninguna dificultad de desprenderse de él, como pieza inútil; siempre encontrará al siguiente “intelectual de turno”, que aguardaba su ocasión y el juego vuelve a comenzar. Al Poder nunca se le acaba el censo de intelectuales deseosos de ser eficaces.
III
“Hoy vivimos un momento de profundo desprestigio de los intelectuales orgánicos, incluso de aquellos que se pusieron al servicio de la idea teóricamente más noble: la instauración de una sociedad sin clases. Naturalmente, su desprestigio no les viene de la nobleza de su ideal, sino de su falta de lucidez (si no en el momento de entrar en el convenio, sí en muchos momentos posteriores). La gente ha aprendido a desconfiar de tales “lobos con piel de oveja”, si no son algo peor. La reiterada experiencia de cómo el Poder ha amordazado su espontánea rebelión —obedeciendo a algunos de sus movimientos reflejos— contra las “aventuras de la dialéctica” (Merleau – Ponty), ha quitado sistemáticamente credibilidad a la fórmula, en general.
“En consecuencia, si la figura del intelectual ha de reconquistar su autoridad moral (en realidad, no es el intelectual como tal que la ha perdido, sino su modalidad “orgánica”), sólo lo podrá hacer por la vía de una defensa encarnizada de su independencia. Y a fe que ésta pide pagar un alto precio, empezando por renunciar a la eficacia obsesiva (entendida como fin en sí) y, por ello, condicionante.
“En efecto, el intelectual no puede supeditar su pensamiento a los módulos de la aceptación social (si es que entendemos la eficacia como acogida de un pensamiento en una sociedad). Y menos todavía puede hacer de esta aceptación la guía que dicte los pasos a su pensamiento (invirtiendo/pervirtiendo su propia razón de ser originaria: en lugar de guiar es guiado por la sociedad!). El intelectual ha de plantearse las cosas al revés: arriesga su existencia en la fe que pone en el valor de las cosas que tiene que decir. Y solo en la medida que este pensamiento toque algunas de las cuestiones candentes de la sociedad a la que se dirige, tendrá eficacia. Es decir, la eficacia no debe planteársela como una ecuación funcional a una determinada moda manipulable (enrolándose a ella), sino como su adhesión a unas convicciones substantivas, por las que está dispuesto a jugarse la vida (y no en el sentido “heroico” de ser víctima de la violencia que mata, sino en el sentido de que subordina a aquellas convicciones la aceptación de cualquier oferta de la violencia que compra, a lo largo de su vida).
“Cuando uno reflexiona sobre el montaje que las sociedades modernas han hecho de las funciones intelectuales (tanto en el régimen capitalista como en el socialista), parece que la postulación del intelectual inorgánico se vuelve imperativa. Y traeré una sola razón para sostener mi posición: si la existencia del intelectual (como referente que otorga credibilidad a su pensamiento) ha de suscitar alguna brizna de esperanza, si ha de contribuir a salvaguardar un último recuerdo de la dignidad humana, amenazada por el despotismo y la informática, en sus lectores: debe boicotear sistemáticamente el juego de los autocalificados “ejecutivos de la cultura”, burócratas, que han demostrado su “benevolencia” ofreciendo puestos de trabajo para los “creadores”.
“Sabiendo la maldita cosa que le interesa a la sociedad industrial lo que puede ofrecerle un intelectual honesto, a éste no le queda otra salida que responder con la misma moneda, dejando así siquiera claro que no participa de aquellas reglas de juego, como desesperado testimonio de un resquicio de rebeldía y de aprecio de la persona libre.
“¿Donde queda entonces la eficacia de marras? En la medida en que esta no equivale a acogida, el intelectual no ha de vivir pendiente ni angustiado por ella. La verdadera eficacia consiste en decirle a sus semejantes lo que éstos necesitan que alguien les diga y nadie les dice (y aun acaso, no quieran oír), por más que sus contemporáneos lo lapiden. Si acertó en sus palabras, ya se encargará la terca realidad de abrir los ojos a los recalcitrantes. El intelectual habrá aportado lo único que su calidad de tal le pedía: dejar un testimonio de sensatez en un mundo que parece haberse vuelto loco”.
(…..)
Josep Barnadas, Ginebra, 26 de marzo, 1983
Fragmento extractado de “El intelectual inorgánico”, en Autos/actos de fe,Colección Historia Boliviana, Cochabamba, 1983, p. 25-32

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