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martes, 16 de febrero de 2021

LAS AGUAS ARQUETÍPICAS Y LA GLOBALIZACIÓN DEL DESVALOR

por Jean ROBERT

Escuela de Arquitectura

Universidad de Morelos, México (1999)

Hace algunos años, un personaje nuevo hizo su aparición en el espacio público. En las calles, en los autobuses y en las aulas se empezaron a observar hombres y mujeres con una botella en la mano, bajo el brazo, o saliendo de la mochila. No estoy hablando de los amigos de la botella de mi juventud, de los que llamamos en México los teporochos y que los franceses llaman clochards. No, el nuevo dependiente de la botella es generalmente abstemio. Lo que trae consigo como un indispensable vademecum es agua, en una botella de plástico. Mientras que el teporocho tradicional hacía prosperar las vinaterías y las destilerías, éste deposita tributos a los pies de la Compagnie Générale des Eaux y de sus equivalentes. En México, varias empresas con nombres evocadores de una pureza arquetípica compiten para obtener sus favores: el Agua de los Volcanes, el Agua de los Ángeles, la Purísima.

El nuevo dependiente de la botella, por cierto, no apareció por generación espontánea. Durante la primera mitad del siglo XX, varias generaciones de europeos y norteamericanos aprendieron a abstenerse de beber agua a menos que viniese de un grifo aprobado. «Los ciudadanos demandaban, sobre todo, que se les abasteciese de ‘agua para beber sin gérmenes’ cuando abriesen sus grifos»1 . Hoy, piden agua libre de contaminantes químicos -incluso los que se usan para matar a los microbios y otros bichos, tanto en el agua como en el suelo-. La transición del grifo a la botella de plástico en las preferencias expresadas por los consumidores es el signo de una nueva mutación. El que no podía beber agua si no venía de un grifo certificado -y que tampoco podía defecar sino en un recipiente irrigado por niágaras de la misma agua aprobada- demandaba que la administración del agua fuese tomada en mano por robustas administraciones públicas. ¿Pero, qué pide el que no puede beber agua que no provenga de una botella sellada?

Esta nueva figura tiene valor de emblema. Un emblema es una figura que resume una lección. ¿Qué nos dice el amigo de la botella de plástico?, ¿cuál es su lección? Nos sugiere dos cosas:

1. Que el agua de boca distribuida por los servicios públicos ya no es potable. No discuto aquí la cuestión de saber si aún corresponde o no a los criterios de potabilidad establecidos por expertos. Digo que el nuevo botello-dependiente manifiesta su creencia deque el agua distribuida por los servicios públicos ya no se puede beber. Un sociólogo se interesaría aquí en un fenómeno de pérdida de credibilidad y, por ende, de legitimidad. Los nuevos amigos de la botella deslegitiman los servicios públicos de distribución de agua potable. Al mismo tiempo, plebiscitan un proyecto de privatización del agua.

2. Para ellos, el agua dejó de ser lo que había siempre sido: un bien esencialmente gratuito. La nueva dependencia entroniza un concepto conforme a los nuevos rezos de la economía: ¡Que el agua de boca sea un bien económico como la Coca Cola o la gasolina! ¡Que, al igual que éstos, el ‘agua natural’ sea un producto industrial!

Como todo estudiante de economía lo aprende desde las primeras páginas de sus libros de texto, decir bien económico es decir bien escaso, económico y escaso son, prácticamente, palabras sinónimas. Si les recuerdo que la escasez es el axioma fundamental de la economía moderna, es porque quiero distinguir la privatización del agua moderna de algo más profundo: su ‘economización’, su inmunodeficiencia adquirida a la lógica económica, es decir, su sujeción construida a la ley de la escasez. En otras palabras, no opongo aquí los términos de una disyuntiva, sino dos disyuntivas que generan dos tipos de debates muy distintos. El primero gira alrededor de la pregunta: ¿debe el agua ser administrada pública o privadamente?, mientras que el segundo parte de una pregunta sobre la naturaleza del agua: ¿es el agua un patrimonio común, esencialmente gratuito y libre, o un recurso económico más, sometido a las leyes de hierro de la escasez? Es el segundo debate el que me parece esencial. Una vez establecidos sus términos, queda por ver si puede abarcar la cuestión de la administración de parte de este bien común.

Imaginen que en este encuentro no el agua, sino el transporte estuviera ‘a debate’. Caigan en mientes que todos nosotros nos disputemos para saber si el transporte de personas debe ser privado (carro, como el los EEUU) o público (como las ‘uauas’de Cuba)2 . La tensión sube entre los partidarios de los transportes públicos y los que prefieren entregarse a los transportes privados en una cabina afelpada. Las pasiones llegan a un paroxismo cuando alguien, tal el niño del cuento de Andersen, dice: «Pero, momento, ¿no están olvidando que el hombre es un ser naturalmente dotado de dos piernas que no sólo puede usar para empujar un acelerador, sino también para caminar?».

El pie es la medida natural de toda movilidad autónoma: sobre mis pies, voy adonde quiero, a mi ritmo y como quiero, parándome en el camino para saludar a un amigo. Ahora bien, ¿cómo medir con esta ana la provincia de la movilidad humana llamada transporte de personas, es decir, una forma de movilidad en la cual no soy dueño ni de los itinerarios ni de los horarios? La única forma de hacerlo es definir criterios de diseño negativos, definir políticamente los límites críticos dentro de los cuales el transporte motorizado de las personas deja abierta la posibilidad de caminar.

Análogamente, les propongo considerar que el agua natural, el agua que fluye libremente y es gratuita, sobre todo para el pobre, es la piedra de toque de todo debate sobre la distribución de agua. Entiéndanme bien: lo que propongo es una verdadera inversión institucional. Los botello-dependientes empiezan a ver el agua a través de sus gafas de consumidores: prestan al agua natural las características del agua embotellada, por supuesto... ¡natural! que consumen. Donde confunden dos especies de agua, dos substancias heterogéneas, tenemos que distinguir. Mi propuesta es establecer criterios de diseño negativos de los proyectos de abastecimiento de agua.

La relación entre marcha a pie y transporte es el paradigma de toda relación entre un modo autónomo y su contrario, un modo heterónomo de producir. Ya entendieron que la movilidad heterónoma es aquella parte de la movilidad humana sometida a la ley de escasez, es decir a la economía. La economía trata de la provincia heterónoma de la productividad humana. En última instancia, el valor del transporte, y por ende su costo, se puede relacionar con los quanta de energía necesarios. Pero, cuando camino, no estoy aplicando quanta de energía metabólica a la producción de kilómetros. Estoy ejerciendo una libertad elemental, la primera de las libertades civiles. Los fisiólogos pueden naturalmente argüir que, en las células de mis músculos, tienen lugar transformaciones físico-químicas que se pueden comparar con los procesos termodinámicos en una máquina de vapor, por ejemplo. Pero esta comparación es, en el mejor de los casos, una metáfora, en el peor, una analogía apremiante. No me dice nada de la naturaleza humana elemental de la caminata: mi autonomía, mi libertad.

Reivindico aquí la libertad civil elemental de saciar la sed sin recurrir a H2O entubado, embotellado, desinfectado. El agua natural, libremente accesible y el H2O procesado industrialmente se relacionan como el modo autónomo y el modo heterónomo de saciar la sed.

Imaginen una distopía en la cual toda movilidad se evaluaría según el criterio de la energía implicada. Sería un mundo en el cual no se podría caminar, donde las vías de circulación estarían hechas para vehículos, en la cual las ciudades ya no tendrían aceras transitables y la caminata no serviría para llegar a ninguna parte, sino sólo para llenar vehículos. Sería un mundo en el cual todo quantum de energía suplementaria destinada a mover gente en ataúdes de ruedas destruiría primero una porción adicional de libertad de caminar, para luego contribuir a paralizar los mismos sustitutos heterónomos a la movilidad autónoma. Sería también un mundo en que toda circulación estaría sometida a las leyes de hierro de la economía. No queremos tal mundo. Queremos un mundo donde el caminar quede libre. ¿Pero, queremos un mundo donde toda el agua disponible esté entubada o embotellada, o donde sea gratuita y mucha agua corra libremente? Si optamos por el segundo término de la alternativa, tendremos que reconocer en carne propia, y luego, expresar públicamente, el que la política de entubamiento y de embotellamiento del agua, más alla de ciertos niveles críticos de entubamiento, puede destruir la capacidad autónoma de saciar la sed.

El gran historiador de la economía Karl Polanyi ha mostrado, en La gran transformación, cómo el movimiento de los cercados en Inglaterra, y pronto en toda Europa, ha precedido la institución de una sociedad regulada por el mercado -es decir por la ley de la escasez-. El movimiento de los cercados transformó las tierras comunes y dedicadas a actividades de subsistencia en campos reservados a la producción de valores económicos. Cercar la tierra para transformarla en recurso económico -en campos bardados para la producción de lana, por ejemplo- es hacer dos cosas:

1. transformar un bien otrora común en un recurso para la producción de valores;

2. impedir un derecho atávico: el libre acceso a los campos o a las fuentes.

La primera cosa instituye el valor, mientras que la segunda destruye la capacidad innata de preparar comida o saciar la sed sin recurrir a los valores de mercado. En palabras de Ivan Illich, en el orden filosófico, la segunda cosa, la desvalorización de una capacidad natural, es primero. El ‘desvalor’ -la desvalorización de capacidades de acción autónoma, de libertades civiles elementales ancladas en la cultura- precede la constitución del valor. Hoy, la toxicidad del agua entubada es el desvalor que paraliza una libertad elemental y abre mercados para nuevos ‘valores’. Sin este desvalor originario, las compañías empaquetadoras de ‘agua de los ángeles’ y ‘de los volcanes’ no tendrían ningún ‘valor’ que ofrecer y las aguas embotelladas no podrían competir por el monopolio de la satisfacción de la sed. 

Cuando un bien económico o escaso prevalece sobre todas las alternativas no escasas, podemos decir que este bien ejerce un monopolio radical sobre la satisfacción de una necesidad o de un deseo. Utilizo aquí otro concepto acuñado por Illich. El monopolio radical nace de algo estructuralmente semejante a un cercado. El cercado instituye lo que el filósofo Michel Serres llama la lógica de la ventanilla: ¡hagan cola para pagar sus derechos de residencia y de agua aprobada!, pero antes, ¡pónganse por favor ojeras para no ver que el mundo está esencialmente abierto para ser habitado y que las aguas naturales fluyen libremente! Es de estas ojeras de las que quiero hablar, en la esperanza que pueda incitarlos a la desobediencia cívica.

«Un hombre sediento puede desear una bebida no alcohólica, fresca y gaseosa, y verse limitado en la elección por haber una sola marca, pero queda libre de apagar su sed bebiendo cerveza o agua. Sólo cuando su sed se traduce, sin otra posibilidad, en la necesidad apremiante de comprar obligadamente una botella de determinada bebida, se establece el monopolio radical. Yo entiendo por este término, más que la dominación de una marca, la de un tipo de producto. En este caso, un proceso de producción industrial ejerce un control exclusivo sobre la satisfacción de una necesidad apremiante excluyendo en este sentido todo recurso a las actividades no industriales.

Es así como los transportes pueden ejercer el monopolio de la circulación»3 .

... o el agua embotellada, cualquiera que sea su marca y los saborizantes o desinfectantes con los que se mezcla, sobre la satisfacción de la sed.

Los pobres son los primeros en sufrir por la transformación del agua en un valor económico. Son los más golpeados por el desvalor que precede al valor: cuando están privados de acceso al agua libre y gratuita, los servicios hacia sus barrios son los primeros en estar interrumpidos. Cuando no hay agua en las tuberías de distribución y los pozos están contaminados, compran agua de camiones cisternas y la pagan hasta diez veces más que los ricos, como lo hacen en las barriadas de Lima.

Empujada por megámetros de tubos, la mayor parte del agua que el hombre moderno usa y ‘consume’ -¿se dan cuenta que la palabra quiere decir ‘quema’?- no es menos un producto industrial que los antibióticos, el cemento o la gasolina. Para distinguirla de lo que todas las culturas definían, de diversos modos, como ‘agua’, llamémosla H2O, agua reducida a su mera fórmula química. El agua y H2O son substancias muy heterogéneas. Cada idioma tiene una palabra para hablar de la substancia que sacia la sed, corre en los ríos, purifica los cuerpos y las almas. En español, esta palabra es ‘agua’.

Entre más largos los tubos, más indiferente se hace el H2O entubado a sus orígenes o ‘fuentes’. Un líquido que no evoca manantiales, que no hace soñar en aguas fluyentes o durmientes, que no cae del cielo ni surge del suelo está, literalmente, desprovisto de lugar: sólo es ‘de todas partes’ siendo ‘de ninguna parte’. Tal fluido, que no corre en cascadas ni brota de las profundidades de la tierra apenas merece ser llamado ‘agua’. Reducida a su función científica, técnica y económica, escapa a la imaginación, que se vuelve impotente a darle forma. Es agua castrada de sus poderes de evocación mitopoéticos. Ya no es el determinante del aquí.

Estoy aquí para cuestionar el monopolio radical de los productos entubados y embotellados sobre la satisfacción de la sed, sobre todo cuando estos productos son designados por nombres homónimos del agua burbujeante que brota de las fuentes naturales, abajo de los volcanes nevados o en la profundidad de los bosques. Cuando ‘lo natural’ se vuelve eslogan publicitario, se falsifica el lenguaje. Esta homonimia es engañosa: deberíamos reservar el término ‘agua natural’ para hablar de la substancia que brota de los manantiales y fluye libremente en las corrientes de agua.

Quiero analizar el peso que este monopolio radical haría inevitablemente pesar sobre la percepción pública, y por ende, sobre las políticas del agua. El monopolio radical empieza en la imaginación, en la incapacidad adquirida de imaginar agua que no sea H2O procesado industrialmente. Nuestras ojeras son el desvalor originario. Desobedecer al mando de ceguedad puede empezar por una vuelta a la historia. Ivan Illich insta a los historiadores a iniciar la historia aún no escrita del agua:

«Siguiendo río arriba las aguas del sueño, el historiador aprenderá a distinguir el vasto registro de sus voces. Conforme su oído se entone con la música de las aguas profundas, oirá un sonido discordante que es ajeno a las aguas y reverbera por las cañerías de las ciudades modernas. Reconocerá que el H2O que gorgotea por las tuberías de Dallas no es agua, sino una materia que la sociedad industrial crea. Se dará cuenta de que el siglo XX ha realizado una metamorfosis grotesca del agua en un fluido con el cual las aguas arquetípicas no se pueden mezclar»4 .

Los borborigmos en la tubería de las ciudades son un sonido muy ajeno a los burbujeos de las aguas arquetípicas. Las aguas arquetípicas son purificadoras, incluso lavan los muertos de sus recuerdos, estas memorias que sólo los poetas pueden oir por fragmentos al borde de los pozos y de los manantiales. Las aguas industrialmente procesadas, cuyo sonido reverbera en las cañerías, no purifican, antes de haber sido, ellas mismas, lavadas, tratadas a costos crecientes. Son las ‘cenizas’ reprocesadas del agua que ‘consumimos’, es decir que ‘quemamos’. Las aguas que necesitan ser lavadas son amargas, «como las lágrimas», dice Adolf Muschg, y añade: «sabemos que las lágrimas, a veces, queman»5 .

El agua, por su naturaleza fluida y ubicua, es renuente a la distopía que trato de conjurar. Establecer un monopolio radical sobre el agua es ‘un crime de lèse-nature des choses’, un crimen de lesa-naturaleza de las cosas. Esto lo demuestra la historia.

Hablar del agua históricamente es hablar de la historia de los lugares. Gaston Bachelard tomó muy en serio la correspondencia entre agua y lugar. Reconoció lo que me atrevo en nombrar ‘el poder topogénico’ del agua. Según él, el agua, imaginada en forma distinta en cada lugar, encarna la manera como la materia es imaginada en este lugar, en este tiempo. Esta ‘imaginación de la materia’ es histórica: épocas diferentes imaginan la materia en formas distintas. Sería un error pensar que la materia es de por sí muda y sólo adquiere un significado cultural al recibir una forma, o que la imaginación de cada época viste una materia inamovible en ropajes -o formas- que corresponden a su estilo. Bachelard atribuyó tal poder a la imaginación que le permitió engendrar la materia misma, es decir no sólo la forma, sino también la substancia -the ‘stuff’- de las cosas. Para él, la imaginación tiene dos aspectos: uno formal y otro material. La forma y la materia de nuestras representaciones no pueden ser separadas, una no puede ir sin la otra6 . La naturaleza de la materia agua, como de toda materia, es histórica. La historia del agua es un magma fluido de imágenes, topoi y temas que perduran por siglos, parecen entremezclarse, y, como el agua misma, eventualmente desaparecen y aparecen otra vez, sorpresivamente, bajo sus viejos colores. No es fácil, para el historiador, acordar su instrumento con un objeto que es erróneamente tomado por una substancia a-temporal y a-histórica7 . No es fácil, para el hombre moderno, cuya civilización material lo hace depender de torrentes de H2O tratado, abrir sus oídos al viejo poder mitopoético del agua.

En una edad de ciencia y de tecnología, el redescubrir la verdad histórica de la percepción material exige una disciplina. Es esta disciplina la que contribuyeron a definir los grandes fenomenólogos. Alfred Schutz, por ejemplo, la llama la reducción fenomenológica. Consiste en poner metódicamente entre paréntesis todos los conocimientos escolares abstractos, todo el bagaje de fórmulas y certidumbres sin cuestionar heredado en una vida de aprendizaje vicario del mundo. Para volver a la esencia de las cosas, a su sentido profundo o, para hablar como Merleau-Ponty, a la primacía de la percepción.

Lo que les propongo aquí, es someter la percepción del agua a una reducción fenomenológica. Lo que debemos poner entre paréntesis son todos aquellos conocimientos que equiparan el agua concreta de nuestro valle, agua dotada de un sabor único, con el H2O de los químicos y de las cañerías urbanas. Sólo mediante esta disciplina podremos reabrir nuestra percepción a la naturaleza genuina -a la esencia, dice Schutz, a la imaginación, dice Bachelard- del agua concreta.

Según Bachelard, la vivacidad de nuestra imaginación de la materia puede ser reforzada por el conocimiento del agua. Había nacido en una parte de la Champagne notable por sus manantiales, sus ríos y sus valles -en Vallage, nombrada así porque ahí confluyen tantos valles-. Su imagen preferida de la materia era el agua fluyente. El agua que brota de las profundidades era, para él, la portadora de los recuerdos. Le recordaba primero Vallage -el hogar- donde la materia nunca es abstracta, sino siempre encarnada en una matriz de suelo, de agua, de aire y de piedra y de luz:

«Pero la región que llamamos hogar es menos extensa que la materia; es de granito y de suelo, de viento y de sequedad, de agua o de luz. En ella materializamos nuestros ensueños, a través de ella nuestros sueños reciben su verdadera substancia. De ella solicitamos nuestro color fundamental. Soñando por el río, dediqué mi imaginación al agua, al agua clara y verde, el agua que vuelve la pradera verde. No puedo sentarme al lado de una corriente de agua sin caer en un profundo ensueño, sin rememorar mi felicidad juvenil... No necesita ser la corriente de mi región. La misma memoria fluye de todas las fuentes»8 .

Los antiguos mexicanos representaban un lugar habitado mediante un jarro boca abajo del cual fluía agua. El jarro simbolizaba un cerro o un monte que, pensaban con justeza, guardaba agua durante la temporada seca. La gente se establecía en la base del cerro, ahí donde se encontraban los manantiales. Quizás ya no creamos, como ellos, que el agua irriga el suelo a través de una red de finas arterias, ni que el agua del mar llega a las tierras altas por estas arterias9 . Lo que atribuían al suelo y al poder de los montes, lo atribuimos más bien a la atmósfera y a poder del calor solar. Yuxtaponiendo los pictogramas de agua (atl) y de cerro (tepetl), los antiguos mexicanos formaban el signo de un lugar habitado, in atl, in tepetl (esta agua, este monte), o, simplemente, altepetl10. Según las crónicas, es la expresión que usó Moctezuma cuando, luego de su primer encuentro en Ixtapalapa, tomó a Cortés de la mano y le dijo: «Ven conmigo y ve tu atl y tu tepetl», aludiendo así a la resplandeciente ciudad de Mexico-Tenochtitlan11. En el México contemporáneo, el sufijo toponímico -tepec recuerda que, para que sea habitable, toda aldea, poblado o ciudad necesita su jarra de agua viva.

En el Japón moderno, la palabra fu-do designa la más íntima de las experiencias espaciales, para la cual el japonés se prepara mediante un baño purificador y vistiendo su kimono. El ideograma fu-do no es otra cosa que la yuxtaposición de los signos para el aire (fu) y para el suelo (do). El fu-do es más que el hogar, el espacio doméstico en el sentido restrictivo occidental. Y sin embargo, ninguna otra palabra se refiere mejor «al lugar que llamamos hogar». Existe un fu-do de la casa, pero también del barrio, de la ciudad, y del Nipón entero. El fu-do es el lado introvertido de la experiencia espacial, en contraposición con los lugares abiertos en los cuales uno encuentra extraños, gente desprovista de fu-do.

Antes de 1603, inicio del período Edo, eran los signos para agua y suelo (sui-do) los que designaban el corazón indescriptible de las experiencias vernáculas, y el mismo término adquirió un sentido filosófico en los siglos ulteriores12. Y los japoneses modernos embroman a sus conciudadanos de la isla de Okinawa, porque nombran este corazón íntimo del espacio fu-sui, aire-agua, lo que viniendo de un pueblo marítimo, no ha de sorprender. En Japón, la experiencia más íntima del habitar tiene el nombre de la matriz de aire, de agua y de suelo que da a cada lugar particular su clima específico13.

En la Grecia antigua, Hestia y Hermes eran los dioses de la cohabitación amigable que, según un himno homérico, «vivían entre las bellas moradas de los hombres». Hestia expresaba la estabilidad del fogón, cuya piedra estaba firmemente arraigada en el suelo, en el centro del megarón. Hermes, el dios de los umbrales y de los horizontes, era fluido como el agua o el metal líquido al cual dio su nombre romano: hydrargyrium, argentum vivum, o mercurio14.

En toda la historia, el agua ha sido la gran hacedora de comunidades. Siempre de nuevo, gentes de orígenes diversos aprendieron a compartir las mismas fuentes y a cohabitar al lado de los mismos ríos y, por el acto de concluir acuerdos, pusieron las bases de una comunidad. Al establecer los límites de sus derechos mutuos al agua, los que viven río arriba y los que beben río abajo, los que lavan su ropa en el lado derecho, y los que se bañan en el lado izquierdo, los que abrevan sus caballos en la fuente común y los que usan sus aguas para irrigar sus hortalizas, la costumbre preparó el lecho de la política y de la ley. 

El agua es la substancia de los lazos comunitarios originales. Es la sangre de las tribus Peuhl del Sahel, que se juntan una vez al año alrededor de pozos salitrosos y danzan sin fin, cantan y platican hasta que sus rebaños estén saciados, sus jóvenes casados y sus viejos acuerdos confirmados. Los derechos al agua de los pueblos que vivían entre el Tigris y el Eufrates son quizás los más antiguos ejemplos de pensamiento legal. El agua confrontaba a la gente con cuestiones de vida y muerte sobre la equidad, la justicia distributiva y, antes de ello, sobre derechos inenajenables de acceso a los manantiales, a los lagos y a las orillas de los ríos. En el orden de las prioridades, los derechos de acceso se situaban río arriba en relación con los otros. Las cuestiones de justicia distributiva sólo tenían sentido mientras el agua era personificada en el lugar concreto en que brotaba del suelo y -antes de toda justicia distributiva- la costumbre protegía la libertad de acceso del más débil a estos puntos. Las formulaciones más antiguas de los ámbitos de subsistencia comunes se referían al acceso a los pozos y manantiales.

No se requiere ahondar mucho en las profundidades de las bibliotecas para descubrir que todas las tradiciones evitan cuidadosamente tratar el agua elemental como un solitario, como lo hacemos cuando la nombramos ‘H2O’ y la separamos de su matriz original con la ayuda de interminables tubos. El agua arquetípica de las tradiciones es inseparable de varias matrices, aquí de suelo y de aire, ahí de madera y de tierra, o quizás de humedad y de viento, de luz y de sequedad. En contraposición con todas las tradiciones, la civilización occidental, en un esfuerzo fáustico, ha desincrustado el agua de su matriz climática local original. El viejo Faust, so pretexto «de pisar tierra libre con hombres libres» quiso apresar las aguas. Para este fin colonizador, se valió de una tecnología guerrera encarnada en los espíritus Habebald -Tenpronto-, Haltefest -Agarrafirme- y Eilbeute -Apurabotín-. Rehusó ver que venían del diablo.

Tal es, creo, el meollo de la crisis del agua que enfrentamos. Frente al espejismo fáustico de la tecnología moderna, recobrar algo de la esencia genuina del agua -de su elementaridad, de su poder mitopoético- se vuelve un imperativo ecológico primordial. La piedra angular de una inversión institucional de las políticas del agua es un reavivamiento de la filosofía natural del agua, una tradición no-fáustica, no-prometéica que, según Hartmut Böhme, dió sus pautas a la filosofía occidental desde los presocráticos hasta Goethe15.

Para entender filosóficamente la naturaleza del agua, tenemos que entender sus dos características aparentemente contradictorias. Es fluida y ubicua, pero es también limitada. Fluidez que niega toda frontera y carácter limitado: ¿no nos enfrentamos a un dilema insuperable, una contradicción en los términos, un oximoron?

El límite natural de toda matriz de suelo y de agua, de todo clima local, de toda cuenca coincide aproximadamente con la cresta natural, evidente o imperceptible a la vista, llamada ‘parteagua’. El parteagua en un concepto-horizonte, como el horizonte mismo. Define una cuenca única, con su ‘clima’ particular.

Los conceptos-horizonte funcionan como formadores del campo empírico. Se puede decir que son mojoneras cognoscitivas y perceptuales que conforman el marco de la experiencia. Tienen la misma configuración epistemológica que el horizonte. El horizonte se distingue de los otros confines y límites, por ejemplo de la frontera. No es fijo, sino que depende del sujeto. El horizonte es un confín que se define por su centro, ahí donde estoy parado, el lugar donde el centro del mundo está bajo mis pies. En palabras de Albrecht Koschorke16, es el mediador de la relación entre lo visible y lo aún invisible, pero sólo desde un punto de vista subjetivo. Así el horizonte hídrico que delimita un clima local. Es el mediador entre el agua que podemos percibir como nuestra, y reconocer su sabor único, desde el punto de vista de un habitante de tal valle, de tal ‘matriz de suelo, de agua y de aire’ por una parte y, por otra parte, el agua sin fronteras que, aspirada por el sol, sube al cielo, se vuelve nube, lluvia, nieve, hielo, hace crecer los bosques, lava los muertos de sus memorias y, finalmente, «fluye de todas las fuentes». No por nada Hermes, fluido como el agua, era también el dios de los cruces de caminos y de los confines, del horizonte y de las tumbas, presidía a los encuentros con extraños y llevaba las almas al inframundo. Alrededor de cada valle, de cada cuenca, un horizonte hídrico, tan fluido como Hermes, mediaba entre las aguas cósmicas y el agua del lugar que llamamos hogar.

La idea de que un confín estructuralmente semejante al horizonte delimita y conforma el estilo hídrico de cada lugar habitado es el primer marco epistemológico de la experiencia del aquí. Mientras existía este límite fluido, el oikos podía ser articulado con el cosmos: todo lugar habitado era un oikos en un cosmos. Y la morada común de los hombres -la ecumene- tenía límites que bastaba con no rebasar para mantener el equilibrio ecológico. La geografía antigua era una ‘ecología’.

Los conceptos-horizonte definen el ámbito de un saber local. Pero surge, con la ciencia moderna, el ideal de una forma de conocimiento que transcienda todas las fronteras para acercarse a una verdad ilimitada, sólo accesible desde un punto de vista imaginario infinitamente alejado de todo contexto particular de la experiencia. Con ello aparece, por primera vez, el ideal de un conocimiento -y de una visión- desprovisto de horizonte. El concepto ingenieril del agua (H20, entubable, transvasable y transportable a voluntad) es el resultado histórico de esta visión. La huida hacia el horizonte -asalto conquistador de todo confín pensable, transgresión de todos los límites- parece ser la modalidad fundamental de la experiencia moderna del espacio y también inspira, hoy, la mayor parte de las políticas del agua. Potencialidad culturo-histórica estrepitosamente ensalzada por el Siglo de los Descubrimientos, la conquista de todo horizonte terrestre nos deja con contradicciones y dificultades mentales elementales. Como disolución de los últimos confines, las inminentes ‘crisis globales del agua’ obedecen a la dinámica del horizonte en la cultura de Occidente. Para el ‘filósofo del agua’, las crisis de la ‘globalización’ pertenecen a este registro.

Los horizontes hídricos (‘parteaguas’) y el poder mitopoético de las aguas arquetípicas se articulan como contenedor y contenido: el agua (que tiene un sabor único en cada región) sólo es fuente de mitopoiesis cuando está contenida en una matriz material concreta, limitada, dotada de horizonte.

Como dicen los chinos, estamos en un momento de peligro y de opción. O, para hablar griego, estamos en una krisis. La palabra crisis quiere decir, originalmente, momento de necesaria decisión. Los que preferían hablar latín hablaban de bivium, de vía a dos opciones, de bifurcación. In bivio stamus: estamos en un momento de decisión. Bajo pesadas capas de certidumbres tecnocientíficas, la percepción del agua como bien común y gratuito es aún remotamente parte de la imaginación pública, como lo es el aire. Es un fundamento de lo que E.P. Thompson17 podía aún llamar ‘la economía moral’ del pueblo y que prefiero llamar el ethos de la subsistencia, porque para mí, la economía moderna ha roto toda liga con lo que Aristóteles llamaba oikonomía, la administración de la casa. Vemos hoy claramente, en los campos de ruinas de la ilusión del desarrollo18 y del progreso19, en los basureros ubicuos de la sociedad industrial, que la economía ya no puede ser la administración de la casa, que era limitada, sino que es la globalización del desvalor. Por esto, no puedo más asociar la economía con ningún sentido local, limitado de lo bueno. Pero admiro la intuición de Thompson: antes de que Marx se dedicara a canalizar los reclamos de la clase trabajadora en demandas de apropiación del (plus)valor, las protestas populares se dirigían principalmente hacia las embestidas contra la subsistencia. Por ejemplo, mujeres y hombres frecuentemente vestidos de mujeres, armados de guadañas y de hoces paraban los convoyes que llevaban trigo de la región hacia los graneros reales, donde iba a ser transformado en harina y luego en pan para los soldados. Vendían el trigo a los vecinos al precio local y entregaban el dinero al convoy. Con gran rigor histórico y abundancia de ejemplos, Thompson compara el reclamo masculino de apropiación del valor generado por el trabajo (en el tiempo de Marx) con la defensa, encabezada por mujeres, de la subsistencia local, dos o tres generaciones antes de que el Manifiesto comunista permitiera a hombres expulsados de sus pueblos por el Movimiento de los Cercados, a jefes de familias hacinadas en los nuevos suburbios industriales de las ciudades de Inglaterra reconocerse como proletarios, es decir como la nueva clase universal «cuyos intereses coinciden con los de la humanidad entera». No cabe duda que Marx proveyó generaciones de luchadores con un mito de dimensiones escatológicas. Marx creyó tan firme como ingenuamente en la realidad del Valor, se imaginó capaz de mandar a los luchadores allá donde había algo que compartir, donde estaba el ‘montón de bienes’, el Valor, es decir el Trabajo y sus productos. Con esto, redujo la lucha al campo de la economía, tal como la definieron los pioneros de la tradición liberal. Como lo vió tan lúcidamente Louis Dumont, Marx fue el pensador heterodoxo pero fiel al dogma fundamental -la escasez- que necesitaba la tradición liberal para salvarse de sus contradicciones. En su teoría, ‘l’économique’ confirma su supremacía sobre el conjunto ideológico moderno20. Después de sus vacilaciones iniciales, acabó por postrarse frente al ídolo que pretendía conjurar por su risa juvenil: la esfera económica, el reino de la escasez. Su solemnidad científica le impidió ver que el valor es la vegetación artificial que crece después de que la ola del desvalor arrasó los modos de subsistencia anclados en las culturas. 

¿Qué estilo de lucha queremos? ¿Seguiremos reclamando la apropiación del Valor, es decir de mayores cuotas de valor-trabajo, encarnado por ejemplo en H2O entubado, tratado, embotellado y desinfectado, o, como los hombres vestidos de mujeres de Thompson el trigo local, defenderemos los manantiales, los ríos y lagos de nuestros valles? ¿Pretenderemos abrir, como lo hacen los ricos, el grifo del tubo que llega a nuestra casa, o reclamaremos el control de aquellos otros tubos que se llevan el agua de nuestros ríos y de nuestro subsuelo hacia las canalizaciones de la ciudad vecina? ¿Queremos unirnos a la Internacional de los que reclaman más Valor Entubado, o queremos conservar, libres y gratuitas, las aguas de nuestra cuenca?

Hemos exhumado debajo de capas sucesivas de conocimientos escolares -es decir: económicos, sometidos a la ley de la escasez- una percepción para la cual ya no hay nombre. Esta percepción se encarna por ejemplo en las aguas arquetípicas, que ciertos de ustedes, menos asolados por el Desvalor -o capaces de quitarse las ojeras- saben aún diferenciar de H2O. El borrar de la memoria colectiva los nombres de esta percepción fue otra finta del Desvalor. Querer revivirlos sería quizás aventurado, pero, ¿por qué no prestar un oído a los historiadores que los exhuman de las crónicas? Commons, wastes, open fields, gli usi civici, mir, die Allmende, Marknutzungen, Almeinde, Algme, allmaenning, alminding, talvera, tournière, communaux, gemeentegronden: todas estas venerables palabras inglesas, italianas, rusas, alemanas, alemánicas, noruegas, catalanas, francesas, holandesas -y muchas otras más-, con sus variaciones semánticas locales, nos remiten a espacios que no son ni ‘privados’ ni ‘públicos’ en el sentido moderno. La dualidad moderna ‘público-privado’21 opone la esfera privada del consumo doméstico al espacio público de la circulación de los recursos22. En cambio, la realidad que designan estas palabras olvidadas se encontraba más allá de los umbrales domésticos, pero no estaba dedicada a la producción y circulación de recursos económicos, sino a actividades autónomas de subsistencia. Era la encarnación espacial del ancestral ethos de las subsistencia, cuya primera regla era -más que ‘ayudar’le- asegurar los medios de sustento del más debil. Según el common law inglés, el que construía su casa en una noche en un ‘commons’, de tal manera que humo salía del nuevo techo en la mañana y daba a pensar que había dormido ahí con su mujer, aseguraba sus derechos de posesión sobre el lugar. Y el poeta catalán Joan Bodon canta:

«Es sus la talvera qu’es la libertat

D’aurièra en aurièra porta la vertat».

¿Y en castellano? En Castilla la Vieja, existía, en cada pueblo o ciudad, un campo común, abierto a todos los vecinos, que no se labraba pero en el que cada uno podía apacentar su vaca o sus cabras, recoger leña y abastecerse de agua. Como este terreno común estaba situado a la salida del pueblo, tenía el nombre latino de exitus, que se transformó en ejido. En México, cuando el General-Presidente Cárdenas pretendió revivir la comuna india, el altepetl, no se atrevió a darle su nombre nahuatl -en la ‘lengua de los brujos’- y la llamó ejido, palabra pulcra dotada del ‘prestigio’ cultural de las cosas de España.

Cuando hacía yo algo de periodismo en el Gallo Ilustrado de mi amigo Gustavo Esteva, tratamos de acuñar un término moderno para la realidad cuyos múltiples nombres han sido borrados por la ideología moderna. La designamos, faute de mieux, por el término de ámbitos de comunidad.

Los linderos que contenían el agua arquetípica de las tradiciones tenían la misma escala, de hecho frecuentemente coincidían con los que marcaban la extensión de los ámbitos de comunidad que rodeaban a cada pueblo. Las aguas arquetípicas y las reglas de acceso común a las fuentes tenían la misma matriz mitopoética, estaban arraigadas en la misma tradición oral. En cambio, por construcción del concepto, H2O sólo puede ser escaso y distribuido por tubos.

Defender la gratuidad elemental del agua es defender en un mismo movimiento los ámbitos de comunidad en los cuales todos pueden acceder a las fuentes y reivindicar el poder mitopoético de las aguas arquetípicas. Sería vano separar estas dos luchas, asumir una y dejar la otra. Insisto: el proyecto de recobrar los ámbitos de comunidad es inseparable del de recobrar algo de la percepción, local, diferente en cada valle, en cada oasis, de las aguas locales, cuyo sabor compartido -a veces áspero, otras, como en el Sahel, salitroso- define un ‘nosotros’.

Ahora bien, vivimos en un mundo en que Superbomba y Megadrenaje han borrado los parteaguas naturales. Mientras la primera expropia el agua común de los más pobres y la manda hacia la cuenca de la gran ciudad vecina, el segundo, so pretexto de eliminar las aguas negras del alcance de las narices delicadas, las riega sobre los mismos campesinos que la ciudad expropió del agua de sus manantiales. No sé como llaman a esto aquí, pero en México, se llama «el canje de aguas blancas por aguas negras, ‘fértiles’». Este canje se practicó con los cultivadores periurbanos de todas las grandes ciudades de la República, hasta que, alarmado por una incipiente epidemia de cólera, el gobierno prohibió todo cultivo regado con aguas negras.

Hasta que el cólera u otro espectro lance la señal de que «es demasiado tarde», las políticas del agua ignorantes de los parteaguas hacen parecer irrelevantes las cuestiones cruciales de los límites y de la escala. El alejamiento de los puntos de descarga nos vuelve ciegos a las consecuencias de nuestros actos diarios más humildes, destruyendo -otra finta del Desvalor- la posibilidad de controles locales. Hay asbesto en el aire que respiramos, flúor y cloro en el agua que bebemos, heces en la ensalada y metales pesados en nuestros huesos.

Si no libramos una batalla por la gratuidad de principio del agua local, limitada y libre, mañana, tendremos que defender la gratuidad del aire.

Benjamin Ward Richardson, discípulo de Edwin Chadwick (padre del primer drenaje general de Londres) es también conocido por un libro de propaganda higienista, Hygeia, utopía de una ciudad en la cual cada habitante mandara sus excrementos, con diluvios de agua, a un gran caño público. Este mismo Richardson era también presidente de una asociación de abstemios: para él, descargar los intestinos en agua potable y abstenerse de tomar vino eran dos actos cargados del mismo sentido moral: vivir higiénicamente. Esta moral decimonónica es aún la que predica una coalición cuya izquierda abarca numerosas ONG y cuya derecha es simbolizada por la Compagnie Générale des Eaux -la mayor empresa entubadora y embotelladora de agua potable del mundo-.

He iniciado esta plática poniendo en relieve la inmoralidad de ‘la botella’. Lo he hecho respecto a otra ‘botella’ y con motivos diametralmente distintos, a los de los higienistas del siglo pasado a quienes debemos la civilización del W.C. Hubiera podido empezar donde acabo: cuestionando la moralidad del W.C., el ‘guater’ como decimos en México. Pero, ¿quién, aquí, que no cague en agua potable, se atreverá a lanzar la primera piedra?

¡Salud!


NOTAS

1 IVAN ILLICH, El H2 O y las aguas del olvido, México: Joaquín Mortiz, 1993, p. 117.

2 JEAN-PIERRE DUPUY Y JEAN ROBERT, La traición de la opulencia, Gedisa, 1984. Jean Robert, Le temps qu’on nous vole. Contre la société chronophage, Paris: Seuil, 1980. (traducción al castellano disponible pero aún inédita).

3 IVAN ILLICH, La convivencialidad, México: Posada, 1978, p. 106, 107.

4 IVAN ILLICH, El H2O y las aguas del olvido, loc. cit., p. 17, 18.

5 ADOLF MUSCHG, Der Mesch folgt dem Wasser, en Die Tageszeitung, Berlin: World Media, 30 de mayo 1992.

6 BARBARA DUDEN, Geschichte unter der Haut, Stuttgart: Klett-Cotta, 1987. Una ‘historia bajo la piel’ que toma en serio un tema apenas tratado por los historiadores: la percepción del interior del cuerpo. Ver también: Jan Hendrik van den Berg, Het menselijk lichaam. Een metabletisch onderzoek, Nijkerk, Países Bajos: Callenbach, 1959 y --, Metabletica of de leer der veranderingen. Beginselen van een historische psychologie, Nijkerk: Callenbach, 1974. Su ‘metablética’ o ‘ciencia de los cambios’ es también una fenomenología de la construcción cambiante de la materia (y del cuerpo) en la imaginación. 

7 BARBARA DUDEN, Geschichte unter der Haut, loc. cit.

8 GASTON BACHELARD, L’eau et les rêves: essai sur l’imagination de la matière, París: Corti, 1956. En español: El agua y los sueños, México: Fondo de Cultura Económica, 1958. 

9 JOHANNA BRODA, The Great Temple of Tenochtitlan, Center and Periphery: the Aztec World, Berkeley: University of California Press, 1987.

10 CAYETANO REYES, El altepetl y la reproducción de la cultura nahua en la época colonial, Zamora, Michoacán, México: El Colegio de Michoacán, s.f.

11 MIGUEL LEÓN PORTILLA, Los antiguos Mexicanos a través de sus crónicas y cantares, México: Fondo de Cultura Económica, 1961.

12 YOSHIRO TAMANOY, ATSUCHI TSUCHIDA Y TAKESHI MUROTA, Towards an entropic theory of economy and ecology, en Economie Appliquée, Vol. XXXVII, 1984, No 2, p. 279- 294.

13 AUGUSTIN BERQUE, Espace et Société au Japon: la notion de fûdo, en Mondes asiatiques, no 16, invierno 1978-1979, p. 289-309. Tesuro Watsuji, Climate and Culture, a Philosophical Study, título original: Fudo, Tokyo: Printing Bureau of the Japanese Government, 1961 (puede ser obtenido también en Greenwood Press, Londres).

14 JEAN-PIERRE VERNANT, Hestia-Hermès. Sur l’expression de l’espace et du mouvement chez les Grecs, en L’Homme, Revue française d’anthropologie, III, 193, p. 12-50.

15 HARTMUT BÖHME, Umriss einer Kulturgeschichte des Wassers. Eine Einleitung, en --, comp., Kulturgeschichte des Wassers, Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1988.

16 ALBRECHT KOSCHORKE, Die Geschichte des Horizonts. Grenze und Grenzüberschreitung in literarischen Landschaftsbildern, Mónaco, Alemania: Suhrkamp, 1990.

17 E.P. THOMPSON, The Making of the English Working Class, New York: Random House, 1966.

18 WOLFGANG SACHS, comp., The Development Dictionary. A Guide to Knowledge as Power, Londres: Zed Books, 1992. Traducción española: Diccionario del Desarrollo, Lima: PRATEC, Proyecto Andino de Tecnologías Campesinas, 1996, o Cochabamba, Bolivia: CAI, Centro de Aprendizaje Intercultural, 1997.

19 JOSE MARÍA SBERT, Progress, en Wolfgang Sachs, The Development Dictionary, loc. cit.

20 LOUIS DUMONT, Homo aequalis. Genèse et épanuissement de l’idéologie économique, París: Gallimard, 1977.

21 GIANOZZO PUCCI, Acqua risorsa o gratuita maraviglia? Unicat Extracts, 1991. El ensayo siguiente no es más que un largo comentario de este artículo: Jean Robert, Water is a commons, México: HIC, Habitat International coalition, 1994.

22 VANDANA SHIVA, Resources, en Wolfgang Sachs, comp., The Development Dictionary, loc. cit.



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