por Karen Blixen*
Hace poco, un entrevistador me preguntó si –después de haber
pasado muchos años, sintiéndome como en mi casa en más de un país y entre
distintas razas, y pasando por rachas de buena y mala suerte– sería capaz de
resumir los sucesos y las experiencias de mi vida en lo que suele llamarse un
lema.
Hizo bien, a mi modo de ver, en hacer esta pregunta a una
persona de mi generación. Pienso que la idea de lo que puede llamarse un “moto”
está muy lejos de las mentes de los jóvenes de hoy. Oteando el panorama, y
pasando de una época a la siguiente, llego a la conclusión de que esta idea
específicamente –el lema, el motto,
la palabra, le mot– es uno de esos
fenómenos de la vida que han perdido valor. Para mis contemporáneos, el valor
del hombre estaba en su nombre; e
incluso era la mejor parte del hombre, y se elogiaba a una persona afirmando
que he was as good as his word, esto
es, que su palabra, su lema, eran la mejor garantía.
Posiblemente será muy difícil para la generación joven darse
cuenta de hasta qué punto nosotros vivíamos en un mundo de símbolos. En este
momento podríamos extender ante nosotros un objeto cualquiera, una pieza de
tela, por ejemplo, y tratar de llegar a un acuerdo por definirla y situarla. Un
joven o una joven, me diría: “Tú puedes dar a este objeto el nombre que te
plazca, pero en realidad será sin razón, porque, a efectos prácticos, no es más
que una bandera, y vale tanto o cuanto la yarda”. Y, entonces, la persona que
ha crecido en un mundo de símbolos protestaría escandalizada: “¿Pero qué
quieres decir? Te equivocas de medio a medio. Esto que tenemos ante nosotros
es, en realidad y a efectos prácticos, un objeto de un poder tremendo. Ponlo a
prueba y verás cómo congrega en su torno a cien mil personas y las pone en
marcha. Es the Stars and Stripes, es the Old Glory, es los mismísimos Estados
Unidos de América del Norte.
Los niños de mi tiempo, hasta los de casa grande, tenían muy
pocos juguetes. Las tiendas de juguetes eran casi desconocidas; los modernos
juguetes mecánicos, que actúan sin ayuda de nadie, apenas habían hecho todavía
su aparición. Claro que uno podía comprarse un caballito de juguete, pero, en
términos generales, los niños de entonces teníamos más cariño, por poner un
ejemplo, a una estaca nudosa seleccionada por nosotros mismos en un bosque. No
éramos observadores natos, como parecen ser hoy en día los niños por su propia
voluntad; ni tampoco éramos utilizadores, como hoy en día se enseña a ser a los
niños; éramos creadores. Nuestro bastón nudoso, a efectos prácticos, se parecía
más a Bucéfalo, a Seipner el de las ocho patas, o al mismísimo Pegaso, tanto
por los caballos de fuerza que generaba como por su aspecto mismo, que
cualquier magnífico caballo de juguete, por muy bien adornado que estuviese y
por elegante que fuese la tienda donde había sido comprado.
De parecida manera, nos gustaba dar nombres a las hazañas, a las épocas, a los trabajos, izando sobre ellos nuestras banderas en forma de lema, proclamando al mundo entero lo que la tal empresa se esforzaba por ser: In hoc signo Vinces. La palabra, el mito, el lema, eran aquí el disparo de partida, el programa, el resumen. Existían antes de la actividad o el hecho que simbolizaba, y permanecían incluso cuando estos habían llegado a su fin; eran el versículo inicial: “En el principio era el verbo”. Y la afirmación final, el sagrado Amén, así sea.
Y es que la palabra, tomada tan en serio, es una cosa muy
poderosa. Uno escoge su lema y lo manda grabar en su sello, pero, en un decir
amén, el lema le sella y le marca a uno. En mi país hay familias del campo que
han vivido durante siglos bajo la influencia de un lema. He conocido a miembros
de ellas pertenecientes a diversas generaciones y he comprobado que eran
distintos entre sí de muchas maneras, pero el sello, la marca, influía por
igual en cada uno de ellos. La gente que ha vivido bajo el signo de NObilis est Ira leonis tendrá otro
aspecto e incluso otros instintos que los que vivieron bajo Amore non Vi. Yo estoy emparentada, y
soy amiga, de gente vieja y joven de una familia cuyos miembros han nacido y
crecido bajo el lema “And Yet” [Y de todas formas], o sea: “Quand Meme”, y todos ellos eran gente
recia, con la que resultaba difícil discutir.
Ahora bien, pasando revista a estos lemas de mi propia vida,
que he seleccionado en distintas épocas para mí misma, y a los que siempre he
considerado como propiedad mía, aunque lo más probable es que yo misma acabase
siendo propiedad suya, me siento como si estuviera paseando a la zaga de
Jacques:
El mundo entero es
un escenario,
y todos los hombres
y todas las mujeres
son meros actores.
Tienen sus
apariciones y sus mutis;
y cada uno, en su
tiempo, hace muchos papeles,
sus acciones
abarcan siete edades.
O, como en mi propio caso, cinco edades solamente.
Denys Finch-Hatton, mi amigo inglés en África, solía reírse
de mí, llamándome “Gran emperador Otto”. Y es que
El gran emperador
Otto
No acababa de
decidirse por un lema.
Vacilaba entre
“L’état c’est moi”
e “Ich dien”. [Yo sirvo]
En mi caso concreto, Denys daba por supuesto que el primer
lema expresaba mi actitud para con la gente y el segundo mi estado mental en
mis tratos con los indígenas, y es probable que tuviese razón.
Para la niñita que era yo cuando vivía en la casa de mi madre, el dilema del gran emperador Otto era realmente la riqueza, la abundancia de posibilidades. En los viejos cuadernos de ejercicios que acumulan ahora polvo en los desvanes se ven muchos lemas escritos con lápiz azul y rojo. Y el que yo encuentro con más frecuencia es esta meritoria máxima. Essayez! [Inténtalo] Hay otros lemas, en latín, idioma que, por desgracia, ya he olvidado, como el que proclama: “Con frecuencia en apuros, pero nunca asustada”; y pienso que esos lemas los escribiría yo estando poseída por algún tipo de amargura o rebelión contra los poderes supremos que dominan al niño: serían, sin duda, nuestras niñeras, porque yo, por mi parte, nunca he ido al colegio, pero en casa tenía institutrices, razón por la cual pienso que soy completamente ignorante en muchas cosas que todo el mundo sabe. Así y todo, esas mujeres, jóvenes o viejas, eran ambiciosas; a la edad de doce años se nos ordenaba escribir un ensayo sobre Racine, tarea, por cierto, que aún hoy en día me intimidaría, y traducir La Dama del Lago, de Walter Scott, en versos daneses, y durante muchos años después de tal trance, yo y mis hermanas recordábamos todavía pasajes enteros de ese poema. Otros lemas, más adecuados a mis circunstancias actuales que para la niña de once o doce años que los escribió, me imagino que se me ocurrirían, más que nada, por la belleza de las palabras que contienen, como éste: Sicut Aquila juvenescam. [Como águila joven]
Pienso que sería a la edad de diecisiete años, al salirme
con la mía e ingresar en la Real Academia de Copenhague, cuando las ricas
posibilidades se fundieron en una sola y escogí el siguiente lema, que fue el
verdadero lema de mi juventud:
Navicare necesse est, vivere non est necesse!
Fue Pompeyo quien lanzó esta audaz orden a sus tímidos
marineros sicilianos, que se negaban a navegar contra la tormenta y el mar
abierto para traer trigo a Roma.
La verdad que no es un lema muy original; son muchos los
jóvenes que, sin duda, lo habrán elegido. En sus corazones el ansia y la
voluntad de osar estarán al acecho de la palabra que les impulsará. A mí se me
ocurrió como la cosa más natural del mundo considerar mi avatar vital en
términos de navegación, porque mi casa está situada a apenas cien yardas de
distancia del mar, y todos los veranos de mi juventud mis hermanos iban en bote
por los canales entre Copenhague y Elsinore.
A los jóvenes, que tienden a pensar en paradojas, la paradoja de Pompeyo –pues ciertamente lo es, ya que el objeto de aquella importantísima travesía a Roma era conservar la vida y, de todas formas, el que no está vivo no puede navegar– se les presenta como la auténtica, clara lógica de la vida misma. Para mí no hay brújula más infalible que el brazo extendido de Pompeyo, y por él regí yo mi vida con irresistible confianza, y si cualquier persona, por prudente que fuese, hubiera insistido en decirme que mi lema no tenía ningún sentido común, seguramente le habría contestado: “¡No, pero tiene sentido divino!”, añadiendo también, quizá: “¡Y marítimo!”.
En alas de esta tormenta volé, en la víspera de la primera
guerra mundial, hasta África. Por entonces yo estaba prometida con mi primo,
Bror Blixen; un tío de ambos había llegado de un safari de caza mayor que le
llevó a lo que entonces era el Protectorado del África Oriental Británica, y
desplegó ante nuestros admirados ojos un espejismo de tremendas posibilidades
agrícolas en esas tierras. Y, en el auténtico espíritu de Pompeyo: “labrar la
tierra es necesario, vivir no”, nos pusimos en marcha.
La verdadera sencillez de corazón hace surgir a veces inesperada tolerancia en las fuerzas que dirigen el universo. La diosa Némesis misma se siente inducida por esa sencillez a mostrarse más suave. La diosa podría muy bien haberme respondido: “Muy bien, de acuerdo, haz lo que quieras: ¡Adelante, date a la vela y renuncia a vivir”. Pienso que ésta fue la respuesta que dio al Holandés Errante. Pero para mí su respuesta fue distinta: “¡Dios te ayude, tontísima!, yo misma dirigiré tu vela, yo misma dirigiré tu timón, y te enviaré a plena vela, hacia la vida!”. Y así, bajo la bandera de mi primer lema, me di a la vela hacia el corazón de África y hacia una Vita Nuova y lo que acabó siendo para mí mi verdadera vida. África me recibió y me hizo suya, y tan a fondo lo hizo que, inconscientemente infiel al lema que nos había unido, lo cambié por otro.
La familia inglesa Finch-Hatton tiene por lema en su escudo:
Je responderay, o sea: “Responderé”.
Y lo tienen desde hace mucho tiempo, tengo entendido, ya que está escrito en un
francés muy antiguo; y también hace ya mucho tiempo que Hatton Garden, en
Londres, ya no es un jardín; y se sabe desde hace mucho tiempo de uno de los
miembros de la familia, favorito que fue de la Reina Isabel, que
Sir Christopher Hatton bailaba
muy graciosamente, eran bellas sus formas y muy dulce su rostro.
Pero, a pesar de todo, acabó muy mal, porque se apoderó de
él el demonio.
Tanto me gustaba ese lema que un día le pregunté a Denys,
que era anterior a mí como pionero en África –aunque nosotros, los colonos
llegados a África antes de la primera guerra mundial, nos considerábamos como
una familia, una especie de nuevos tripulantes del Mayflower–, si le importaría que lo usase también yo, y él,
generosamente, me lo regaló y hasta mandó hacer un sello con él. Ese lema era
para mí muy significativo, y por muchas razones, dos sobre todo:
La primera de las cuales era la gran importancia que daba a
la idea misma de responder. Y es que la respuesta esa algo más raro de lo que
habitualmente se piensa. Y hay mucha gente muy inteligente que no tienen
respuestas en su ánimo, de modo que cualquier conversación o correspondencia
con ellos no es más que un doble monólogo: ya podéis pegarles, o pagarles, da
igual, porque el eco que les arrancaréis será el mismo que arrancaríais a un
tarugo de madera. O sea, que no vale la pena seguir hablando con ellos.
En los largos valles de las llanuras africanas me seguían y
me rodeaban dulces ecos, como emitidos por una tabla de armonía. Mi vida
cotidiana estaba allí llena de voces que respondían inaudiblemente; jamás hablé
sin recibir respuesta; y hablaba libremente y sin ataduras de ningún tipo,
incluso estando en silencio. Una explicación de cosa tan extraña podría ser que
yo vivía entonces a tremenda altitud: seis mil pies por encima del nivel del
mar, o sea, como si dijéramos, en el mismísimo tejado de la tierra, donde el
aire pasa por ser el elemento dominante y a veces le convierte a uno en arpa
eólica.
Otra posible explicación podría ser que yo allí estaba en contacto con
los indígenas africanos y con la caza mayor africana. Siempre he querido muchísimo
a los animales, y encontrarme de pronto con ellos en su propio territorio, no
introducidos desde fuera en la existencia humana, toparme inesperadamente con
un rebaño de cebras o de grandes antílopes y oír desde mi cama el lejano,
potente rugido del león cazador, me hacía sentirme como vuelta a esos días
felices en que Adán daba nombres a los animales del paraíso. A los indígenas de
África les veía ahora por primera vez, pero, a pesar de todo, entraban en mi
vida a modo de respuesta a alguna llamada de mi propia naturaleza, a sueños de
mi infancia quizá, o a poesía leída y amada hacía mucho tiempo, o a emociones e
instintos muy hondamente arraigados en mi mente, porque siempre he tenido la
sensación de parecerme a los indígenas mucho más que los otros blancos del
Protectorado. Desde el primer día de nuestro encuentro surgió entre ellos y yo
una comprensión tan honda que bien puedo decir que mi amor por ellos, sea cual
fuere su sexo, su edad, su tribu –pero en particular, con los masai, la tribu
guerrera, que eran mis vecinos, con el río de por medio–, era una pasión tan
fuerte como cualquier otra que yo haya sentido en mi vida. Las figuras oscuras
que me rodeaban me respondían, incluso sin necesidad de hablar, con sus
movimientos suaves, silenciosos, y con sus miradas serenas y agudas. Y cuando
estábamos juntos a solas, el eco se hacía más fuerte. He estado a veces en
safari, muy lejos, a cien millas de cualquier otro blanco, a solas con mis
compañeros indígenas fundiéndome con mi entorno, con el paisaje, con los
animales, y con seres humanos, y con las horas del día y de la noche.
Sensación, por cierto, que se intensificaba cuando los indígenas nos daban a
nosotros, los blancos, nombres indígenas, caracterizándonos con palabras de su
propio idioma. La mayor parte de esos nombres eran nombres de animales, aunque
ésa era una regla llena de excepciones; por ejemplo, a uno de mis vecinos,
persona muy poco sociable, le pusieron de nombre sahani modya, lo que quiere decir un plato o tapadera, y a mi amigo
sueco Eric von Otter le pusieron el bonito nombre de resarci modya, o sea, un cartucho, porque nunca necesitaba más para
tumbar a cualquier res de caza. Mi marido y yo eramos wauhauga, o sea, los gansos salvajes. Más tarde, cuando vivía yo
sola en la finca, mi viejo escopetero somalí, después de regresar a su país, me
escribió una carta dirigida a “la Leona Blixen”, y comenzaba así: “Honorable
Leona”, razón por la cual todos mis amigos de la colonia comenzaron a llamarme
la leona. Yo estoy muy segura de que, al menos para las mujeres, la existencia
de ecos en su vida es una fuente de felicidad, o bien es conciencia de pingües
recursos. Aconsejo a todos los maridos: responded a vuestras mujeres,
inducidlas a responderos.
En segundo lugar, el lema de Finch-Hatton me gustaba por su
contenido ético. Responderé de lo que digo o hago; responderé a la impresión
que cause. Seré responsable.
No consigo explicarme del todo la coincidencia que existe
entre respuesta y responsabilidad. Los que me escuchan, muchos de quienes, sin
la menor duda, están más versados que yo en etimología, podrán quizá explicarme
esto. La misma relación existe en todos los idiomas que conozco, y en danés
respuesta y responsabilidad son la misma palabra. Es triste observar, en una
colonia, hasta qué punto gente que, en su patria, se atenía estrictamente a una
norma ortodoxa de conducta, cambia de actitud en cuanto se ve en un ambiente en
el que nadie puede pedirle responsabilidades: se siente inmediatamente libre de
toda atadura ética. Es muy buena cosa en tales casos, yo diría que lo es en
cualesquiera casos, llevar ese lema: Je
responderay, en la sangre.
Si yo ahora, después de abandonar esas felices llanuras de
caza, tuviese que aconsejar a alguien que anda buscando lema, le diría que Je responderay es un signo muy favorable
bajo el que vivir. Cuando rememoro mis casi veinte años en África, siento que
el hecho mismo de que todo cooperase para el bienestar de un ser humano
demuestra claramente que ese ser humano amaba de verdad a Dios.
Los que hayan leído mi libro Lejos de África recordarán, de todas formas, que este estado de cosas no duró en mi caso. Cuando, en los años treinta, bajaron los precios del café, no tuve más remedio que renunciar a mi finca. Volví entonces a mi país, que estaba a la misma altura que el nivel del mar y demasiado lejos de los ecos de la llanura africana para poder oírlos desde allí, lejos de los grandes, salvajes, bonachones habitantes de esas llanuras, y de las oscuras, afables figuras de los manyattas, que se hundían en el horizonte todo en torno a mí. Durante esa época mi existencia carecía por completo de sentido. A lo largo de mi vida me había ocurrido con frecuencia imaginarme cosas y encontrar, en cierto modo, difícil hacerlas realidad. Pero aquí era justamente al revés, porque, por todas partes, las cosas se hacían reales por sí solas, y con gran insistencia, por cierto, y sin que me fuese posible en absoluto imaginarlas.
En tales circunstancias fui encerrándome en el silencio. Y
es que, desde cualquier punto de vista que se mirase, yo no tenía nada que
decir.
Y, sin embargo, me era necesario hablar. Porque tenía que
escribir mis libros.
Durante mis últimos meses en África, a medida que se me iba
haciendo más evidente que no iba a poder conservar mi finca, comencé a escribir
por la noche, aunque sólo fuese para olvidarme de tantas cosas como tenía que
pensar y repensar cien veces durante el día, y abrirme otros horizontes
mentales. Los refugiados que tenía yo en mi finca habían cogido para entonces
la costumbre de acercarse a mi casa y sentarse sobre la hierba en torno a ella
y estarse así en silencio horas y horas, como en espera de ver cómo iban
desarrollándose las cosas. Y yo sentía su cercanía más como un gesto de amistad
que como un reproche, pero, en todo caso, con suficiente peso para impedirme
dedicarme a cualquier actividad exclusivamente mía. Ellos, por su parte, no se
iban de allí, para volver a sus chozas, hasta el anochecer. Y yo entonces me
quedaba sola en mi casa, o quizá en compañía de Farah, mi servidor
infaliblemente leal, siempre quieto y envuelto en su largo y blanco ropón
árabe, siempre apoyado contra la pared, y entonces comenzaban a aparecer
figuras y voces y colores llegados de muy lejos, o de ningún sitio, como
enjambres en torno a mi lámpara de parafina. Fue allí, y entonces, cuando
escribí dos de mis Siete cuentos góticos.
Bueno, ahora me encontraba de nuevo en mi vieja casa, con mi
madre, que recibió a la hija pródiga con todo el calor de que su corazón era
capaz, pero sin darse cuenta de que para entonces yo ya tenía más de quince
años y durante dieciocho me había acostumbrado a una vida de excepcional
libertad. Mi vieja casa era un sitio encantador y habría podido vivir en ella
tomando las cosas como viniesen, en una especie de dulce idilio, pero lo malo
era que no acababa de ver ningún futuro ante mis ojos. Y además estaba sin
dinero. Mi dote, por llamarla de alguna manera, se había ido en la compra de la
finca, y era mi deber para con la gente de la que dependía el hacerme una vida
tolerable en mi país. Esos cuentos góticos estaban exigiendo ser escritos, y lo
primero que exigían era un lema para el libro que iban a llenar. “¡Danos”, me
gritaban, “un signo con el que…” –bueno, no con el que conquistar nada, porque
no estaba yo entonces para conquistas, pero si– “con el que correr, con el que
movernos!”.
Inesperadamente, y como por sus propios pies, cayó sobre mí
el tercer lema de mi vida. En aquel momento no comprendí su sentido, lo que él
hizo fue apoderarse de mí, así, sin más.
En la avioneta en la que yo volaba con Denys sobre África
sólo había sitio para dos personas, el pasajero que se sentaba delante del
piloto, sin otra cosa que aire en torno a él. Allí no podía sentirse uno otra
cosa que un personaje de Las Mil y una
noches, cruzando los cielos sobre las palmas de un Djinn. Por la mañana, o
por la tarde, cuando no había que tener miedo al sol, solía quitarme el casco
de aviadora y el fuerte aire africano me cogía por el pelo y me echaba la
cabeza hacia atrás de forma que me resultaba difícil no perderla. Bueno, pues,
ahora, en Dinamarca, me estaba ocurriendo lo mismo, arrebatada por una corriente
de vida que parecía saber lo que me estaba pasando, aunque yo misma no lo
supiese.
Lo que pasó fue que yo había leído en los periódicos algo
sobre una expedición científica francesa cuyo barco se hundió a la altura de
Islandia con su bandera ondeando bien alta, y ese barco se llamaba Pourquoi pas?, ¿por qué no?
Ahora bien, ese lema me pareció tener todos los ingredientes
de una buena paradoja, y no consigo explicar con palabras su verdadero
significado. Pero funcionaba. Era animador e inspirador. ¿Por qué? es, en sí,
una especie de lamento, un grito que sale del corazón; es como si sonase en el
desierto y como si, en sí mismo, fuese negativo, como si fuese la voz de una
causa perdida. Pero si se le añade otra negativa, el pas francés, el “no”, la patética pregunta se vuelve respuesta,
orden, llamada de brutal esperanza.
Bajo este signo –sintiéndome en aquel momento muy dubitativa
sobre el asunto, como en manos de un espíritu gozoso, pero exigente– terminé mi
primer libro. Y bien puede afirmarse que mi tercer lema se cierne sobre todos
mis libros. Y se cernerá, pienso yo, sobre cuantos libros escriba en lo que me
quede de vida.
Mi amigo de África, Hugh Martín, cuando le mandé mi primer
cuento para que me diese su opinión, me respondió con unos versos de Kipling:
El Viejo Hornos le
dijo a todo el Atlántico:
¿dónde aprendió
Frankie su oficio?
Porque a mí me
persiguió
con una vela mayor
de tres rizos
todo en torno al
Cabo de Hornos.
Y el Atlántico
respondió: No se lo enseñé yo.
Mejor será que
preguntes al viejo Mar del Norte.
A mí me persiguió
con velamen de lo más corriente
Alrededor de
Hornos.
Hubiera podido hacer mía esta respuesta. Por aquel entonces
yo no tenía maestro o consejero; no tenía, por aquel entonces, quien me
enseñase o aconsejase. Se apoderó de mí, acuciándome, el barco francés hundido
en el frío mar a la altura de Islandia: Pourquoi
pas?
“Ellos tienen sus salidas y sus entradas…” Lo mismo les pasa
a los programas y a los lemas. Pero en las buenas comedias una salida, un
mutis, no es lo mismo que una desaparición, pues, incluso después de su última
salida, el personaje sigue formando parte de la comedia. El siguiente lema de
mi vida entró en ella muy silenciosamente, como el cambio de las estaciones que
nadie quiere realmente cambiar.
Una vieja ciudad inglesa tenía tres murallas en torno a
ella. En cada una de estas murallas había un portón, y sobre cada portón había
una inscripción. Sobre el primer portón se leía “Sé audaz”, sobre el segundo “Sé
audaz”, sobre el tercero “No seas demasiado audaz”.
¿Les parece esto una derrota a mis oyentes? Pues para mí no
lo es. Una persona que, como Mussolini, ha declarado: “Non amo i sedentari”, “no
me gusta la gente sedentaria”, se dará cuenta del mejor momento para escoger
una silla y sentarse en ella, confiando en que “los árboles, dondequiera que te
sientes, se concentrarán en sombra”. El deseo de imponer tu voluntad y tu ser
al mundo y de convertir al mundo en tu propiedad se convierte en ansia de
aceptar, de entregarte al universo: Hágase Tu Voluntad. ¿Quién de los dos es
más auténticamente audaz? Yo he sido muy fuerte, insólitamente fuerte para ser
mujer, he sido capaz de andar o cabalgar más que la mayor parte de los hombres.
He curvado un arco masai, y en un momento de arrebato me he sentido de la
sangre de Ulises. Y sigo sintiendo el placer de haber sido fuerte; mi debilidad
actual es consecuencia de haber sido fuerte en otros tiempos. Nietzche ha
escrito: “Yo digo que sí a todo, y he sido un luchador, de modo que algún día
podré bendecir con mis brazos”, y esta última actitud no contradice a la
anterior, sino que es consecuencia de ella.
¿Es capaz un ser humano, consciente de la eternidad que hay
a sus espaldas y delante de él, de apreciar completamente el valor de la hora que
pasa? ¿Una hora contemplando el bosque o el mar u oyendo música, una hora
pasada en conversación con amigos? Como el pájaro del poema, posado en una frágil
rama que él sabe que no le sostendrá, es también consciente de que tiene alas
que podrán sostenerle cuando llegue el momento, podré decir yo, ciertamente: Pourquoi pas? El lema anterior sale,
hace mutis, pero sigue sosteniendo al nuevo.
He venido a Norteamérica bajo este signo: “Sé audaz. Sé
audaz. No seas demasiado audaz”.
Posiblemente me hubiera gustado venir antes,
en los años en que la necesidad de navegar estaba más clara que la necesidad de
vivir. Y, sin embargo, pienso que esto no es una derrota, sino que quizá sea, a
su manera, una broma. Posiblemente fuese buena cosa para mí, en este momento, y
mientras os estoy hablando, que alguien me aconsejara no ser demasiado pomposa,
ni, menos, demasiado audaz.
Terminaré esta charla sobre los lemas de mi vida con un
breve cuento que me contó un amigo.
Un viejo mandarín chino gobernaba el país durante la
infancia de un joven emperador. Cuando el emperador llegó a la mayoría de edad,
el viejo le devolvió su anillo, que a él le había servido como emblema de su
autoridad de regente, y le dijo lo siguiente a su joven soberano:
“A este anillo le he añadido una inscripción que Vuestra
Majestad quizá encuentre útil. Es para leerla en momentos de peligro, duda y
derrota. Es para leerla, también, en momentos de conquista, triunfo y gloria”.
La inscripción decía: “También esto pasará”.
Esta frase no se ha de entender en el sentido de que, al
pasar, tanto las lágrimas como la risa, tanto las esperanzas como la
desesperación desaparecerán en un vacío. Lo que significa es que todo acabará
siendo absorbido en una unidad. Y no tardaremos en ver todo eso como parte
integrante del conjunto del hombre o la mujer.
En los labios del gran poeta, el pasar adopta la forma de
una grande y armoniosa belleza:
No hay en él nada
que se extinga,
pero sufrirá un
cambio marino,
tornándose en algo
rico y extraño.
Podemos servirnos de estas palabras –incluso cuando estamos hablando
sobre nosotros mismos– sin vanagloria. Cada uno de nosotros siente en su
corazón la inherente riqueza y extrañeza de una sola cosa: su propia vida.
* Autora danesa de Siete
cuentos góticos (1934) y otros cuentos clásicos modernos publicados tempranamente bajo el seudónimo de
Isak Dinesen. El presente ensayo integra una colección de textos en prosa
publicados en castellano con el título de “Ensayos completos”, Madrid: Editorial Losada, 2003 (p. 363 - 378)
No hay comentarios:
Publicar un comentario