por Juan Gorostidi Berrondo*
Con la irrupción de
la pandemia del coronavirus, podría parecer que el único tema relevante que
satura hoy la realidad es el de nuestra salud (“la salud, por fin, es lo
primero”), pero me temo que no van por ahí los tiros –aunque pudieran ir.
Por eso, no me referiré aquí a las
noticias que llenan nuestras tertulias –virtuales–: la pandemia, el
confinamiento y el resto de medidas adoptadas en el estado de excepción –nada
virtuales–; con ser todo ello sumamente interesante y necesario, sino que
apuntaré al debate siempre pendiente sobre la enfermedad y los cuidados, sobre
la salud y su gestión individual y colectiva.
Mi primera referencia obligada es un
texto que Iván Illich publicó en 1975 titulado Némesis Médica[i]. Como director del CIDOC
en Cuernavaca, México desde 1966[ii], reunió y elaboró una
gran cantidad de información en torno a los pilares estructurales de la
sociedad industrial (la escuela, el sistema sanitario, el transporte, etc.). Su
libro Némesis, comenzaba con estas
palabras: “La medicina
institucionalizada ha llegado a convertirse en una grave amenaza para la salud”[iii].
Unas palabras que hoy serían consideradas como señal obvia de desvarío, y quien
las pronunciara sería expulsado de cualquier foro de discusión pública. Sin
embargo, aquel libro obtuvo un eco muy notable en la época y fue traducido a
muchos idiomas.
Doce años más tarde, Illich escribió una suerte de
autocrítica aún más sorprendente e inquietante: “En los países desarrollados,
la obsesión por la salud perfecta se ha convertido en el factor patógeno
predominante”[iv].
No la intervención médica, como había afirmado anteriormente, sino “la obsesión
por la salud perfecta”. ¿Es que está mal preocuparse por la salud?, ¿no es la
salud lo primero?... Obviamente, la clave de esta afirmación está en la palabra
“perfecta”.
Intentando hacer un camino de vuelta a aquellas
afirmaciones escandalosas –una invitación a escucharlas, cuanto menos–,
comencemos por la industrialización. La implantación de la sociedad industrial ha ido convirtiendo en inviable
cualquier otra forma de vida. Los pocos que renuncian más o menos coherentemente
a ella son vistos como los monjes que en la antigüedad se retiraban al
desierto: pájaros de mal agüero que claman por nuestra conversión ante la inminencia
del Apocalipsis. Todo es ya “industria”: la agricultura y los viajes, la
sexualidad y el arte. Y con industria decimos aquí actividad mercantil
capitalista: nada vale si no es mercancía (“valor de cambio”), incluidas las
formas de cuidado individual y comunitario de la salud, las contingencias ante
la vejez, la enfermedad y la muerte. El nombre de esa gran industria de la que
todos dependemos es “Sistema Sanitario”, y la medicalización de la salud es
quizá la transformación más profunda de este proceso, porque nos toca en lo más
íntimo, lo más vulnerable, el núcleo mismo de la condición humana –mortal.
La milenaria búsqueda de inmortalidad física ha pasado así, de ser el sueño
de unos pocos alquimistas chiflados, a convertirse en la fantasía más
generalizada; incluso a una reivindicación “razonable”. Como en su día ocurrió
con el “derecho a la felicidad” inscrita en la Constitución de la Nueva Arcadia
o Estados Unidos de América, si la lógica dominante actual continuara
imponiéndose, el “derecho a la inmortalidad” entraría a formar parte de los
derechos irrenunciables, dejando definitivamente atrás las fantasías de
inmortalidad en un Más Allá ultraterreno.
Illich hablaba en los 70 de tres niveles de iatrogénesis o efecto patógeno de la intervención médica: la “iatrogénesis
clínica”, o los efectos directos de la intervención de los clínicos; la “iatrogénesis
social” que fomenta una sociedad enferma, multiplicando exponencialmente la
demanda del papel de paciente; y la “iatrogénesis estructural”, que destruye el
potencial humano para afrontar su singularidad vulnerable y las artes de vivir
con dicha fragilidad, incluyendo la enfermedad y la muerte.
¿Qué quiso decir doce años más adelante con aquella frase desconcertante de
que “el principal agente patógeno de nuestros días es la búsqueda de un cuerpo
sano”? Me parece que en los tiempos presentes estamos en mejores condiciones de
comprender su alcance. En las décadas que siguieron a aquellas primeras
afirmaciones de Illich (“el más profundo y coherente de los críticos de la
modernidad” según Giorgio Agamben), muchos volvieron a crear campos
enfrentados, esta vez en el terreno de la salud y del resto de las
instituciones diseccionadas por el equipo de Cuernavaca. Todavía se hablaba de “Medicinas
Alternativas” frente a “Medicinas Institucionalizadas”, pero el buldócer de la
industrialización desbarató esos frentes imaginarios. E, incluso los que nos
resistíamos a la medicalización, terminamos aceptándola como inevitable y
asumiendo sus logros: tratamientos exitosos de enfermedades mortales, aumento
de la esperanza de vida, etc. Los “sistemas médicos alternativos” se volvieron
en seguida “complementarios”: espacios para el tratamiento de algunos de los
efectos secundarios de la “verdadera medicina científica” para los que podían permitirse
el lujo de pagárselos –los pobres siguen haciendo cola en los ambulatorios– o,
cuanto menos, para reducir el nivel de estrés.
¿No están entre los más hipocondríacos muchos de los obsesionados por la
salud perfecta que cuestionan la “Medicina oficial” y pasan de una a otra forma
de “terapia complementaria”? Pienso que Illich se refería también a eso cuando,
a finales de los 80, hablaba de ese “nuevo agente patógeno”: unos y otros
tratando desesperadamente de negar la fragilidad, la condición humana mortal e
incluso nuestra naturaleza corporal. Por eso, es quizá tan revelador que,
tras todas las alarmas encendidas por la crisis ecológica, la de los refugiados
o la inminente Gran Recesión económica, sea una pandemia protagonizada por un
virus la que genere el escenario justo de la nueva Realidad para Occidente[v]. Un Occidente que comienza
en China, el único imperio que desarrolla hoy una biopolítica eficaz y
contundente[vi].
Lanzar al aire estas preguntas, y retomar y actualizar las propuestas de
Iván Illich es quizá lo más ingenuo e inverosímil que podamos plantearnos en el
estado de pánico general que se avecina, pero no creo que haya cuestión más
urgente: entablar de verdad una discusión sin limitaciones sobre la salud y la enfermedad
en tiempos de excepción apocalíptica.
*Juan Gorostidi Berrondo, marzo de 2020
[i] Némesis Médica, la expropiación de la salud se publicó en
castellano por Seix Barral en 1975. En 2006 se volvió a editar dentro del
primer volumen de sus Obras Reunidas
publicadas por Fondo de Cultura Económica de México.
[ii] El Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) fue un centro de investigación creado en 1966 para
impartir cursos de lengua y cultura hispanoamericana a los misioneros
norteamericanos que acudían al sur para contrarrestar la ofensiva evangélica. Paradójicamente,
se convirtió durante diez años en un lugar de convergencia de grandes
pensadores como Paul Goodman, Erich Fromm, Peter Berger, Paulo Freire o Sergio
Méndez Arceo, que pusieron el foco en los pilares de la sociedad industrial.
Iván Illich fue el principal impulsor de este lugar. Había sido cura en el
barrio puertorriqueño de Nueva York y director de la Universidad Católica de
Puerto Rico, con cargo de obispo. A finales de los 60 pidió la dispensa para el
ejercicio profesional sacerdotal por sus desavenencias con la jerarquía
católica, pero él se consideró siempre sacerdote. Falleció en 2002.
[iii] Y continúa: “El impacto del control profesional sobre la medicina,
que inhabilita a la gente, ha alcanzado las proporciones de una epidemia. Iatrogénesis, el nombre de esta nueva
plaga, viene de iatros, el término
griego para médico y genesis, que
significa origen.
[iv] Y continúa: “El sistema médico, en un mundo impregnado de ideal
instrumental de la ciencia, crea sin cesar nuevas necesidades de atención
médica. Pero cuando mayor es la oferta de salud, más son las personas que
tienen problemas, necesidades, enfermedades. Todos exigen que el progreso ponga
fin al sufrimiento de sus cuerpos, que mantenga el mayor tiempo posible la
frescura de la juventud y prolongue la vida hasta el infinito. Ni vejez, ni
dolor, ni muerte. Olvidando así que esta rebelión es la negación de la propia
condición humana”. (Escribir la historia del cuerpo. Doce años después de
Némesis Médica y La obsesión por la salud perfecta, un factor patógeno predominante).
[v] En el sentido que ha dado a esta cuestión Santiago Alba Rico en sus
dos recientes artículos Apología del contagio y ¿Esto nos está pasando
realmente?
[vi] Un análisis revelador sobre esta cuestión es el que hace Luca Paltrinieri
en su Prueba general para un Apocalipsis
diversificado (“Prove
generali di apocalisse differenziata”): “China está construyendo el futuro
post-apocalíptico del mundo: un futuro basado en la planificación del
crecimiento económico y la domesticación del espíritu animal del mercado, un
modelo de gobierno absolutamente no democrático orientado hacia el dominio del
mundo; una biopolítica que responde a estos criterios, fundada sobre el control
total, la población disciplinada pero también, al mismo tiempo, en la extensión
de la protección social y sanitaria de sectores cada vez más amplios de la
población. Lo realmente inédito en China es la idea misma de tomar bajo
responsabilidad del Estado la salud de la población, cuestión que genera una
nueva demanda, creciente y explosiva de asistencia sanitaria, que antes corría
a cargo de la familia, la aldea o, simplemente, no existía.
En un contexto en el que el coronavirus representa una
amenaza de desbordamiento para las estructuras sanitarias y hospitalarias aún
frágiles pero en vías de construcción, el enclaustramiento permite contener la
epidemia bajo ciertos límites, apoyándose en la estructura de un estado
“autoritario” –si es que esta palabra tiene algún sentido en China– sin
construir ningún “estado de excepción”. Los mismos chinos parecen conscientes
que esto no es más que una nueva etapa en la construcción del porvenir de China
como única potencia mundial”.
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