por Jean Robert [1]
Derechos de autor: Sylvia Marcos
En Némesis médica, libro publicado en 1976, Iván Illich escribió: “Los agudos problemas de personal, dinero, acceso y control que acosan a los hospitales en todas partes pueden interpretarse como síntomas de una nueva crisis en el concepto de la enfermedad. Esta es una crisis verdadera porque admite dos soluciones opuestas. La primera consiste en aumentar la medicalización patógena de la asistencia a la salud, expandiendo más aún el control clínico de la profesión médica sobre la población deambulatoria. La segunda es una desmedicalización crítica, científicamente justa del concepto de enfermedad” [2] .
Algo del análisis de la crisis de la medicina hospitalaria de finales de los años setenta puede aplicarse al examen de la crisis de la economía. De esta última, también puede decirse que es una crisis verdadera porque 1) admite dos actitudes políticas opuestas y 2) vuelve anticuadas la mayoría de las ideas corrientes sobre lo que verdaderamente es la economía. Las dos políticas opuestas frente a la crisis de la economía son, por un lado, un incremento patógeno de la dependencia de la gente hacia los mercados y, por otro, una renuncia selectiva, progresiva, crítica y científica a ciertas mercancías y a algunos servicios.
La crisis de la medicina hospitalaria de hace treinta años desembocó en la transformación de la medicina en un sistema biomédico tentacular y en el aumento concomitante de la medicalización patógena de la sociedad y de los costos médicos. Mi esperanza se funda en mi convicción de que la crisis actual de la economía es una invitación a la segunda opción política.
Pero el autor de Némesis médica insistía también en que “la epistemología médica es mucho más importante para la solución sana de esta crisis que la biología y la tecnología médica”. En analogía, pienso que la epistemología y la historia de la economía son hoy mucho más importantes que toda la micro y la macro economía. La crisis es un momento en el que debemos plantear preguntas radicales sobre las certidumbres poco cuestionadas que sirven de axiomas a los teoremas sociales que servían de guías a las prácticas durante el periodo que se acaba ante nuestros ojos.
Tener miedo al miedo
De dos cosas una: la crisis o es una incitación al miedo, al pánico que el capitalismo requiere para efectuar los reajustes estructurales sin los cuales no logrará sobrevivir o es una oportunidad de tocar fondo, es decir, de cuestionar a fondo ideas recibidas demasiado tiempo como verdades intocables. Quiero, primero, reflexionar sobre la segunda opción que, contrariamente a la primera, es verdaderamente política. Tocar fondo quiere decir tocar dolorosa y a veces gozosamente la percepción de lo concreto –no solamente de lo duro—que se vuelve ganarse la vida, sino también del suelo, de los otros elementos y de la posibilidad, siempre abierta, de la convivencialidad. Significa limpiar la mirada de espejismos y quizá de un exceso de abstracciones, pero también recordar que, en épocas no muy lejanas y en muchísimos lugares del campo mexicano, la gente extraía directamente de la tierra, de las aguas y del aire la mayor parte de lo necesario para su subsistencia. No solitariamente, sino solidariamente.
Acabo de escribir una palabra muy desprestigiada por los economistas: subsistencia. En una primera aproximación, llevar una vida de subsistencia es cultivar lo que uno come y comer lo que uno cultiva. Donde hay tierra, agua y sol y, pienso yo, buena convivencia, casi siempre puede hacerse una vida de subsistencia en plena tierra o en macetas. No requiere títulos de primaria ni de licenciatura y aún menos de doctorado, pero exige conocimientos apropiados al lugar, adecuados a su clima y en armonía con la cultura particular de ese suelo, esa agua y ese sol, llamémosle saberes de subsistencia.
Pero, ¿no suele decirse del que cultiva lo que come y come lo que cultiva: “el pobre, apenas logra llevar una vida de subsistencia”? Los más empecinados promotores de este deprecio son los economistas. Pero, ¿acaso los economistas entienden lo que desprecian? ¿Existe, para ellos, un “fondo” de la economía que pueda tocarse, una base concreta que la relacione con actividades que permitan comer, vestir y abrigarse? La respuesta de los economistas es: la economía es un juego que debería permitir a todos ganar el dinero necesario para obtener la “canasta básica”, a pocos llevar una vida de lujos y a poquísimos ostentar una riqueza que ninguna sociedad del pasado pudo siquiera haber soñado. No tienen dificultad en reconocer que eso es injusto, pero arguyen que hay que distinguir cuidadosamente la cuestión de la justicia de la de la eficacia [3] de la economía. Es esta última cuestión que, a los economistas, les interesa. Ven la economía como una lotería, pero, dicen, “seamos realistas: hay un nivel de injusticia óptimo en el sentido de que, de haber menos injusticia, la situación de los ciudadanos más pobres sería peor de lo que es bajo el supuesto óptimo de la injusticia” [4]. Esto dicen los economistas.
Pero vayamos por pasos: hay dos argumentos en lo que acabo de escribir, dos argumentos que es importante diferenciar. El primero dice: de acuerdo, el sistema económico es injusto, pero un poco de injusticia sirve para incrementar la producción de tal manera que algo de la extrema riqueza de los más ricos se filtrará hacia los pobres, lo cual queda por ver. El segundo argumento es más importante, pero menos evidente.
En la sociedad económica moderna uno generalmente produce una cosa para obtener otra. Quiero una canasta llena para mi familia al final de la quincena. Pero para obtenerla lleno papeles en una oficina o trabajo en una fábrica de armas o de cigarros. En palabras precisas: sólo obtengo la canasta de mi familia mediante un rodeo. Aún más que la injusticia, el “rodeo de producción” caracteriza a la economía moderna. Jean-Pierre Dupuy escribe al respecto: “Algunos trabajan, por ejemplo, en la producción de instrumentos de muerte con el fin de obtener un ‘valor’ –su salud—que habría podido producir de manera autónoma, llevando una vida más sana e higiénica” [5].
El “rodeo de producción” –dar pasos atrás para brincar mejor o sembrar parte de los granos en vez de comerlos—es inherente a la inteligencia humana, pero todo indica que la finalidad de la sociedad industrial ya no es la producción en sí, sino la producción de rodeos de producción, es decir, la producción de “trabajo” o, mejor dicho, de “necesidad de trabajo”. Si es así, añade Dupuy, la sociedad se volvió estúpida a fuerza de inteligencia. Antes del otoño pasado, tanto la injusticia inherente a la economía como el alargamiento de “los rodeos de producción” se justificaban con el argumento de que, al crecer el montón de dinero, de bienes y empleos habría finalmente para todos.
En este artículo quiero exponer dos cosas distintas. La primera concierne a los justificados temores respecto al crecimiento de las injusticias que acompañarán inevitablemente eventuales ajustes estructurales del sistema económico. Es posible que, en cuestión de meses o de años, los pilotos de la máquina económica logren sacarla de la zona de turbulencias en las que se encuentra. Pero, de ser así, en nombre de la seguridad, se habrán aumentado los niveles de control, de persecución de las autonomías y de represión a las disidencias, reduciendo aún más los márgenes de libertad de los ciudadanos como usted o yo. Pero hay otra realidad, más profunda, para cuya denuncia apenas comienzan a existir palabras. Esta realidad es una guerra que en América se desató con la Conquista: la guerra contra la subsistencia de los pueblos. Como lo decía Michel Foucault, se asemeja a un combate entre un vulgar jarro de hierro y una magnífica cerámica. Es la guerra entre la economía y la subsistencia. Para analizar esta guerra, hay que ir más allá del calificativo “capitalista” y criticar lo que califica: la economía misma, es decir, toda la asignación de recursos limitados a fines ilimitados, toda creación de valor bajo la presión de la escasez. En el momento en el que se define la economía en términos de valores y de escasez es irremediablemente “capitalista” y querer redimirla mediante la intervención del Estado no cambia su naturaleza. “No es posible proclamar en tono perentorio que la economía debe volver a poner ‘al servicio del hombre’, haciendo valer que, ya que emergió de nuestras acciones, podemos corregir sus fallas como las de una herramienta. Tampoco podemos afirmar, como lo hace cierta política contestataria, que la economía es una máquina manipulada en la sombra por unos seres malvados y que, deshaciéndonos de ellos haremos que otra vez se ponga nuestra disposición” [6]. Rehumanizar la economía me parece tan utópico como volver al automóvil amigable con los peatones. Lo que no puede cambiarse de fondo debe comprenderse, un tema que quiero esbozar a la hora de hacer unos comentarios más sobre la guerra contra la subsistencia. Pero antes, abordemos la cuestión de las injusticias inherentes a la economía y a su crecimiento en la óptica de los historiadores de la economía.
Himalayas de riqueza al lado de abismos de miseria
Ahora, hasta el más ciego de los economistas empieza a ver que la economía es una máquina para producir niveles increíbles de riqueza al lado de simas de miseria. Esta última frase requiere algunas explicaciones. Primero, empezando otra vez por el final, hay que decir que la miseria no es la pobreza—históricamente es su opuesto. O, mejor dicho, la miseria moderna difiere mucho de la pobreza tradicional. Por un lado, es el resultado de la negación y de la persecución de la pobreza y de su cultura de la mutualidad. Por otro lado, la economía formal, la que se enseña en las universidades y que se sirve cada vez más en salsa matemática, es una ceguera selectiva adquirida: el economista que se atreviera a quitarse las anteojeras exigidas por su oficio dejaría ipso facto de ser economista, como le ocurrió a mi amigo JeanPierre Dupuy que, a fuerza de investigar los fundamentos epistémicos de su ciencia, la economía matemática, descubrió que sus fórmulas crean situaciones que se parecen más a la violencia sacrificial que a la toma en cuenta de todos los “concernimientos”. Dejó de ser economista y se hizo filósofo.
Me imagino que, en años venideros, los historiadores de la economía se sorprenderán de que los economistas, antes del develamiento del 2008, no veían lo que los fundadores de la tradición liberal —los primeros “economistas” en el sentido moderno—veían con toda claridad. Es que estos pioneros de la economía moderna de fines del siglo XVIII no se consideraban economistas profesionales en el sentido de hoy, sino pensadores generales que eran también filósofos como Burke; conocedores de los sentimientos humanos, como Smith; Townsend o empresarios capaces de sacar provecho hasta de las cárceles, como Bentham. La frase que da prurito a los delicados economistas cuando la pronuncio frente a ellos, no habría chocado ni a Burke ni a Townsend ni a Bentham; quizás al refinado Adam Smith, amigo de moralistas y teólogos de la gran tradición escocesa. He aquí la frase: “La economía moderna es una máquina de producir simultáneamente montones de riqueza inimaginables por nuestros ancestros y abismos de miseria que tampoco conocieron”.
Lo podemos, sin embargo, reformular de varias maneras. Por ejemplo: “La miseria acompaña a la riqueza como la sombra a la luz”. “La economía promete a los hombres llevarlos hacia la abundancia al tiempo que fomenta las formas de escasez que serán la base de nuevas formas de miseria”. “Entre más riqueza ostenta una sociedad, menos sus miembros serán capaces de las relaciones de mutualidad que eran naturales entre los pobres históricos y eran la base de sus redes de subsistencia”. O, en palabras de John M’Farlane, en sus meditaciones sobre la pobreza en la nación más rica del siglo XVIII: “No es en las naciones estériles y bárbaras donde hay más miseria, sino en las más prósperas y civilizadas” [7].
Creo que empieza a entenderse. Una nación rica debe suprimir sus propias relaciones de subsistencia para que zumben los motores de su economía. Contrariamente al agua que impregna todo el café de la percoladora, la abundancia de los ricos no penetra la sociedad hasta llegar hasta los pobres, como lo creía Adam Smith.
Bentham, el primer empresario que logró realizar ganancias en la administración de una casa de pobres organizada como una prisión modelo, nunca dio crédito a la ingenua teoría smithiana de la “percolación” de las riquezas con la que se habían vuelto a persignar muchos economistas modernos. Con un franco cinismo, que restaría votos a cualquier político contemporáneo, Jeremy Bentham pudo afirmar que la tarea del gobierno no consiste en aliviar la miseria sino en incrementar las necesidades de los pobres. Para volver la sanación del hambre más eficiente. Urgió a los ricos extraviados en la benevolencia a reconocer que en “el estado de prosperidad más elevado, la gran masa de los ciudadanos tendrá probablemente pocos recursos fuera del trabajo diario y estará siempre al borde de la indigencia”. El filósofo Edmund Burke, autor de una teoría de lo sublime, abunda en este sentido, pues sólo la amenaza de la miseria y del hambre permite a los hombres, que su condición destina a los trabajos serviles, aguerrirse a los peligros de la guerra y a la intemperie de los mares”: “Fuera de los apuros de la pobreza, ¿qué podría obligar a las clases inferiores del pueblo a enfrentar todos los horrores que les esperan en los océanos impetuosos y en los campos de batalla” [8]. Por si acaso no se entendiese aún, el filósofo de lo sublime recalca que todas las veleidades de socorrer a los pobres provienen de principios absurdos que profesan cumplir lo que, por la misma constitución del mundo, es impracticable: “Cuando afectamos tener piedad por esa gente que debe trabajar –si no el mundo no podría subsistir—estamos jugando con la condición humana” [9]. Por tanto, explica, la verdadera dificultad no es socorrer a los hambrientos, sino limitar la impetuosidad de la benevolencia de los ricos. La voz del reverendo Joseph Townsend está en consonancia con las de estas autoridades filosóficoeconómicas: “El hambre domará a los animales más feroces, enseñará la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción a los más perversos. En general, sólo el hambre puede espolear y aguijar a los pobres para hacerlos trabajar” [10].
La Iglesia pidió sucesivamente perdón a los judíos por haberlos perseguido, a Giordano Bruno por haberlo quemado vivo, a Galileo por haberlo condenado al arresto domiciliario, pero la Economía nunca pidió perdón a los pobres. Hoy aprendió simplemente a disfrazar su cinismo estructural tras una máscara de evergetismo, entendido en su sentido literal de comisión del bien, añadiendo: ostentosa y desde las cumbres del poder.
El develamiento de lo que los fundadores de la economía veían con claridad y que sus seguidores hicieron profesión de ignorar
Lo que llamamos “la crisis” es un momento en que la lotería económica tiene menos premios de consolación para los más pobres y en que la ventaja de los jugadores medianos se reduce cada vez más, mientras que la suerte de los astutos de ayer se juega nuevamente en la bolsa y produce, por un lado, nuevos pobres y, por otro, un nuevo tipo de riqueza que ya no se evalúa en cantidades aritméticamente identificables, sino en números que para el hombre común suenan inimaginables: “zillones”. En México, país otrora orgullosamente pobre, alimentamos al segundo o tercer “zillonario” del mundo, una hazaña digna de figurar en el Guiness. No he encontrado estadísticas confiables sobre la disparidad de los ingresos en México, pero he aquí un dato estadunidense: el grupo de los 300 mil estadunidenses más ricos ganan en conjunto tanto como 150 millones de sus conciudadanos más pobres. A escala del mundo, se dice que los 500 individuos más ricos del mundo ganan tanto como los 416 millones más pobres. Mientras tanto, los gastos militares globales –según el Instituto Internacional de Investigaciones sobre la Paz de Sokholm (SIPRI)—representaron 1339 millones de dólares en 2007 [11]. Para clausurar esta danza de los números locos, citemos un dato muy publicitado del Banco Mundial según el cual los pobres representarían actualmente 56% de la población del mundo: 1200 millones viven con menos de un dólar al día y 2800 millones con sólo un dólar o menos [12]. Otra vez la objetividad fría de los números oculta una realidad más inquietante: por cierto, la disparidad entre los ingresos no deja de crecer en todo el mundo. Pero lo que no dicen ni el Banco Mundial ni la ONU ni los economistas, porque no parecen tener conceptos para expresarlo, es que hace medio siglo la mayoría de los hombres aún disponían de saberes y de medios de subsistencia que les permitía vivir dignamente en la pobreza. Mientras que hoy dependen cada vez más de un Mercado que los arroja a la miseria. ¡por qué? ¿Cómo? Quizás un dato como este pueda ponernos en el camino de una explicación: según uno de los documentos presentados a la Conferencia de los Jefes de Estados de Johannesburgo en 2002, el conjunto de los países industriales del Norte otorgó el año anterior a sus agricultores una subvención de 350 mil millones de dólares, o sea, mil millones diario, para permitirles exportar sus productos agropecuarios a los países pobres, volviéndolos dependientes de alimentos cuyos precios se jugaban en la bolsa. Este dumping, legalizado por los economistas políticos, sancionado por evergetas (bienhechores) profesionales y las instituciones que los empelan, ha contribuido a destruir la base de subsistencia de los pobres y lo sigue haciendo más que nunca. ¿Qué oímos ahora: que los precios de los granos y de otros alimentos básicos en los grandes mercados suben después de haber estado a la baja después de casi treinta años? Incrédulos, escuchamos a algunos dirigentes políticos del Sur anunciar que, para que sus pueblos sigan comiendo, bajarán o suprimirán los aranceles sobre los alimentos importados. ¿No hemos de reconocer aquí una vieja estrategia de los monopolios capitalistas? Cuando la guerra de los precios ha eliminado a los competidores ¿para qué mantener bajos los precios de lo que la gente deberá comprar de todos modos si quiere sobrevivir en un mundo en el que los productores autónomos son tratados como discapacitados? Otro dato: hoy en Estados Unidos, prototipo de los países con agricultura subvencionada, la mayoría de los pobres no dedica más del 16% de sus ingresos a alimentación, mientras que en los países del Sur muchos hogares pobres gastan la mitad de sus ingresos para comer y algunos hasta el 75%. Todo sucede como si el capitalismo estuviera preparando un gran paupericidio [13]. Pero esta siniestra perspectiva sólo podrá volverse realidad en la medida en que cedamos al miedo. Mis amigos y yo esperamos que la “crisis” sea un estímulo para reflexionar sobre las verdaderas opciones políticas. Entendamos en que para que la “crisis” se transforme en la crisis que podrá permitir al sistema económico proceder a los “ajustes estructurales”, sin los cuales no sobrevivirá, tiene que ser lo contrario a una opción política. Tiene que desembocar en un pánico –si me perdonan en pleonasmo— general. Sólo este pánico podría transformar la “crisis” en “crisis, y sólo una gran crisis puede hacernos tragar las nuevas inequidades, disparidades e injusticias, las nuevas dependencias y los nuevos despojos que los mecánicos de la máquina económica mundial juzgan necesarios para poder ponerla sobre sus rieles. El capitalismo es dos cosas: 1) es máquina económica en sí; 2) la creencia de que no hay manera de sobrevivir fuera de ella.
Por lo tanto, no se trata aquí de demostrar la “falsedad” de los teoremas económicos ni de las teorías de, digamos, los premios Nobel de economía que año tras año se nos invita a festejar. Estos teoremas y teorías funcionan mientras se mantienen políticamente las condiciones de escasez sin las cuales no hay formación de valores económicos. El problema político de la economía debe abordar la pregunta de fondo: ¿qué lugar estamos dispuestos a darle en nuestras relaciones comunitarias y sociales regido por las leyes de la escasez? ¿Debemos seguir permitiendo que contamine todas las relaciones por su lógica utilitarista o debemos contenerla dentro de límites que le impidan destruir el conjunto de la sociedad, transformándola en “disociedad” o sociedad disociada, según la expresión de Jacques Genéreux? [14].
El otro lado de la luna
Esto plantea la cuestión del “exterior” de la economía en su sentido moderno, puesto que, si algo ha de contenerla, es necesariamente exterior. El dilema que estoy evocando aquí es superficialmente análogo a lo que fue la otra cara de la luna para los astrónomos de antes de los viajes espaciales: todos sabían que existía, pero nadie la había visto. La analogía es superficial, porque la otra cara de la economía todos la han visto, pero casi todos sin reconocerla. Escuchen a los comensales que madrugan en los bares en los que ha bebido toda la noche: “¡ándele, compadre, no me desprecie esta última copita!”. Parecen moverse en un mundo paralelo en el que en cada intercambio hay que dar más de lo que se recibe, hasta aplastar al otro bajo despliegues agnósticos de generosidad. En su ensayo sobre el don, Marcel Mauss [15] da este ejemplo como ilustración de una característica general de los intercambios en la abundante mayoría de las sociedades preindustriales y premodernas: había siempre que devolver más de lo que se había recibido. Frente a este dato antropológico elemental, la economía moderna, llámese “neoliberalismo” o, más generalmente, “utilitarismo” [16], es la anomalía antropológica que diariamente invierte las prácticas tradicionales. Lejos de ser la norma de la que se desviarían las sociedades del pasado, es la desviación erigida en “norma” por la arrogancia de la mentalidad moderna. Es la locura antropológica vestida de razón económica [17] .
Ahora que la economía, al arrojar a la miseria hasta personas otrora prósperas, es más que nunca causa de sufrimiento, la actuación pública de los economistas se parecerá cada vez más a la de los médicos. Al respecto, otra intuición de Iván Illich nos puede encaminar hacia lo que se puede y no debe hacerse. Como si fueran doctores, los economistas pretende interpretar el malestar de los nuevos pobres con un conjunto de reglas abstractas que sus clientes-pacientes no pueden ni deben comprender. Los instruyen sobre entidades desencarnadas representadas por curvas y palabras de plástico. Con ello, los economistas intentan franquear un nuevo umbral de la colonización del lenguaje y las personas, afectadas por males que ellos contribuyeron a crear, quedan aún más privadas de palabras significativas para expresar su angustia frente a expectativas que se cierran.
Contra la mistificación lingüística
El lingüista Uwe Porksen. Quien estudió las “palabras de plástico” con las que se hacen muchos discursos económicos y políticos [18], me regaló un aparato que combina al azar palabras clave de los discursos contemporáneos para formar frases que se parecen a sentenciosas declaraciones de doctores científicos. En seguida mezclé algunas frases aleatorias producidas por mi aparato con frases pronunciadas por economistas reales. Invito a los lectores a distinguir qué frases son producto de mi aparato y cuáles son de cabezas científicas: “Las preferencias organizacionales que guían los mecanismos de cobertura democrática de la deuda externa deben ser más constructivas”. “Una justicia competitiva amigable con todos los actores de la economía exige un debate sobre sus futuros bursátiles”. “Habría sido mejor si los afectados por la crisis bursátil hubieran reestructurado sus documentos crediticios antes y no después de su vencimiento”. “Con su ideología de crecimiento cero, los ecologistas, objetores de conciencia al desarrollo, han caído en una utopía fundamentalista que perjudica la reestructuración de los portafolios bursátiles perdedores”. “Las reformas estructurales para evitar el estancamiento en la recesión deben permitir el ingreso de más capitales extranjeros y revisar el esquema de derechos patrimoniales de los ejidos para que puedan enajenar (vender) o dar en garantía para créditos”.
¡Discreto encanto de los saberes económicos! Para cualquier ciudadano, desprovisto incluso de inmunidad a las noticias, estas frases evocan la melodía, si no las palabras exactas, de las letanías del capitalismo cotidiano televisivo. Pero la crítica de la mistificación profesional y programada del lenguaje debe ir más allá de la crítica al capitalismo. Subyacente a la expropiación legalizada de la plusvalía del trabajo, a la lucha de clases y a la acumulación del capital, hay una guerra epistémica quizá más fundamental que las otras: una guerra entre saberes cuya forma histórica es la guerra contra la subsistencia.
Guerras epistémicas
Detrás de los conflictos en torno a la repartición desigual de lo que aún se llama “riqueza” hay una pugna despiadada entre dos tipos de saberes. Los primeros son empíricos, generalmente transmitidos de manera oral, locales y concretos, Los segundos son formalizados y hasta matematizados, conservados por escrito, desterritorializados y desmaterializados, de pretensión universal y abstractos, En la sociedad contemporánea, son los segundos los que dan prestigio y poder, y hacen parecer inteligentes a quienes los detentan. Los primeros han sido tildados de “arcaicos”, “despreciables”, “nacos” y provincianos o de retrógrados y obsoletos. Los segundos se catalogan como “científicos”. Los primeros son saberes de subsistencia que permiten vivir a partir de los que nos dan el suelo, el cielo y las aguas. Los segundos son saberes económicos que permiten obtener de otros, frecuentemente muy lejanos, los elementos de nuestra subsistencia, Los primeros suponen capacidades únicas, apropiadas a un lugar, a una cultura, a un clima; autonomía. Los segundos prosperan donde el mundo parece haberse transformado en un desierto cultural, en un espacio “sin fuegos ni lugares”, abstracto; son saberes heterónomos, falsamente universales, desarraigados de todo suelo, de toda materia, de toda carne. Son los que se enseñan en las universidades –las universidades “transgénicas” de los ricos como dio el Comandante Tacho—y los que abren al éxito profesional, político, científico y social que buscan las élites. Los primeros son saberes de gente humilde que no ha roto del todo con su anclaje en una tradición local.
He mencionado estos dos tipos de saberes en guerra en su orden de prioridad verdadero, pero para que se reconozca esta prioridad esencial, se requiere de una inversión institucional radical: la economía formal, dominio de la escasez y de los saberes de segundo rango, heterónomos y desencarnados, debe ser contenida por los saberes de primer rango que permiten crear una cultura material y subsistir de ella. Lo que todavía llamamos economía y que es lo opuesto de lo que Aristóteles llamaba la administración de la propia casa (oikonomía) debe ser contenida en los dos sentidos de la palabra, como dice Jean-Pierre Dupuy. En esta contención y esta inversión deposito mis esperanzas terrenales.
Notas de pie de página (en original)
[1] Publicado en la revista Conspiratio, Los motivos de la esperanza, núm. 01, 2009.
[2] Némesis médica, Joaquín Mortiz/Planeta, 1984, p. 222. Obras reunidas de Iván Illich, vol. I, Fondo de Cultura Económica, México, 2007.
[3] Considerando a los agentes económicos individuales más que las empresas, una economía perfectamente eficaz aseguraría compensaciones perfectas de los “costos” de cualquier tipo o, en palabras del economista matemático Serge Christophe Kolm, tomaría en cuenta todos los “concernimientos” de los participantes en el mercado. Ver Serge-Christoph Kolm, “Décisions et concernements collectifs: contribution à l’analyse de quelques Phénomènes fondamentaux de l’organisation des societés », en Analyse et Prévision IV, 1967, pp. 483-497. La idea de una economía perfectamente eficaz es evidentemente una utopía y, en mi modesta opinión, una utopía peligrosa.
[4] Más o menos inspirados por un principio de la teoría de la justicia de Rawls. – ver John Rawls, A Theory of Justice, University Press Harvard, Cambridge, 1999 [1971]—muchos economistas afirman que una sociedad, concebida como una totalidad aislada de las otras, debe mantener un nivel de injusticia “óptimo” en el sentido de que esta injusticia óptima debe ser estructurada de tal forma que sea benéfica para los menos aventajados.
[5] Jean-Pierre Dupuy, Pour un catastrophisme éclairé. Quand l’impossible est certaine, Seuil, París, 2002, pp. 39 y 40. (La traducción es mía).
[6] Florence Aubenas y Miguel Benasayag, Résister c’est creer, La Découverte, París, 2002, p. 109.
[7] Enquiries Concerning the Poor, 1772.
[8] Edmund Burke, Thoughts and Details on Scarcity, 1795.
[9] Ibid.
[10] Joseph Towsend, Dissertation on the Poor Laws, 1784.
[11] Le Monde, 11 de junio 2008.
[12] Deep Narayan, Moving out Poverty Cross-Disciplinary Perspectives on Mobility, Palgrave. Mcmillan, Bando Mundial, Nueva York, 2007. Recientemente dos autores han criticado la definición de las personas por lo que NO son, NO tienen, NO ganan y por la ignorancia de sus verdaderas capacidades, su potencia, su conatus. Ver Majid Rahnema y Jean Robert, La puissance des pauvres, ACTES SUD, Arles, 2008, libro en el que algunas ideas expresadas en este artículo se encuentran en forma más elaborada.
[13] Ver las estadísticas presentadas por Frances MooreLappé, World Hunger: 12 Myths, Grove Press. Nueva York, 2004 y Getting a Grip: Clarity & Courage a World Gone Mad, Chelsa Green Publishing, 2007. El dumping practicado mediante subsidios a los agricultores de los países ricos no dista mucho de parecerse a una operación de envergadura mundial para asfixiar a todos los pobres, particularmente a los campesinos de subsistencia. Sin embargo, los datos destinados al público insisten en que, en las condiciones de “urgencia” actuales, sólo una agricultura modernizada podría llegar a alimentar a toda la población mundial. Lo que callan los manipuladores de datos es que, hasta recientes fechas, la agricultura tradicional era capaz de dar de comer a la mayor parte de la gente y que, aún en su estado actual de modernización, parcial, la agricultura mundial produce lo suficiente para dos veces la población total del mundo.
[14] La dissocieté, Seuil, París, 2006.
[15] Ensayo sobre el don. Forma y razón del intercambio en las sociedades arcaicas, 1925.
[16] Ver las críticas al utilitarismo de M.A.U.S.S (Mouvement Anti-Utilitariste en Sciences Sociales). Consulte la Revue M.A.U.S.S, Éditions de la Découverte, París, en una biblioteca universitaria.
[17] Para mí, la iniciación clásica a lo extraño de la normalidad económica moderna es Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, Fondo de Cultura Económico, México.
Entre lo autores contemporáneos que han mantenido viva la tradición que, desde Aristóteles, sostienen que la “administración de la casa” (todo lo que cubre los verbos oikonoméô y oikodoméô) es radicalmente distinta de toda crematística, definida por Aristóteles como el estado de espíritu fuera de proporción del que entra en intercambios con la intención de obtener más de lo que da y de acumular bienes más allá de todos los principios de satisfacción –necesariamente limitada—y de saciedad – rápidamente alcanzada--, destacan los pioneros, Alexander Chayanov., The Theory of Peasant Economy, Homewood, Richard D. Irwin para la American Economic Association, 1966. Chayanov fue ejecutado en 1937 por su posición tildada de “revisionista” al muy economicista kolkhose –productor de valores de cambio más que de uso—, promovidos por los partidarios del capitalismo de Estado disfrazado de socialismo. En 1987, Chayanov fue rehabilitado en Moscú a iniciativa de Gobachov en una ceremonia presidida por el doctor Teodor Shanin, que pudo descifrar que, al asesinar a Chayanov, el socialismo soviético se había suicidado. Ver el sitio de Teodor Shanin. Ver también Julius Herman Boeke. Economics and Economic Policies of Dual Societies Exemplified bi Indonesia, Institute of Pacific Relations, Nueva York, 1953 y Francoise Partant, La fin du développement: naissance d’une alternative, La Découvert, París, 1982.
[18] Plastic Words, the Tyranny of a Modular Language, University Park. University Pres. Pennsylvania, 1995 ; original Plastikwörter, die Sprache eine internationalen Diktatur, Klett-Cotta, Sttugarte. 1988.
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