por Hannah Arendt
II
Aunque las verdades políticamente más importantes son las verdades de hecho, el conflicto entre verdad y política se planteó y articuló por primera vez con respecto a la verdad política. Lo opuesto de un juicio racionalmente verdadero es el error y la ignorancia, como pasa en las ciencias, o la ilusión y la opinión, como ocurre en la filosofía. La falsedad deliberada, la mentira llana, desempeña su papel sólo en el campo de los juicios objetivos, y se diría significativo, o más bien extraño, que en el largo debate sobre el antagonismo entre verdad y política, desde Platón hasta Hobbes, nadie al parecer jamás creyera que la mentira organizada, tal como la conocemos hoy en día, podría ser un arma adecuada contra la verdad. En Platón, el que dice la verdad pone su vida en peligro, y en Hobbes, que ya lo ha convertido en autor, recibe la amenaza de quemar sus libros; la pura mendacidad no es una salida. El sofista y el ignorante, más que el mentiroso, ocupan el pensamiento de Platón, y cuando establece la distinción entre error y mentira --es decir, entre «ψενδοϛ involuntario y voluntario»--, resulta sintomático que sea mucho más duro con las personas que «se revuelcan en la ignorancia bestial» que con los mentirosos (5). ¿Sería porque la mentira organizada, que domina el campo público, a diferencia de la mentira privada que prueba suerte en su propio dominio, aún no se conocía? También podemos preguntarnos si tiene alguna relación con el hecho asombroso de que, exceptuado el zoroastrismo, ninguna de las grandes religiones incluyera la mentira como tal, distinta de «dar falso testimonio», en su catálogo de pecados graves. Sólo con el surgimiento de la moral puritana, que coincidió con el nacimiento de la ciencia organizada, cuyo progreso debía asegurarse en el terreno firme de la veracidad y credibilidad absolutas de cada científico, las mentiras pasaron a considerarse faltas graves.
Sea como sea, en términos históricos, el conflicto entre verdad y política surgió de dos modos de vida diametralmente opuestos: la vida del filósofo, como la entendieron primero Parménides y después Platón, y la vida de los ciudadanos. A las siempre cambiantes opiniones ciudadanas acerca de los asuntos humanos, que a su vez estaban en un estado de flujo constante, el filósofo opuso la verdad acerca de las cosas que, por su propia naturaleza, eran permanentes, y de las que por tanto se podían derivar los principios adecuados para estabilizar los asuntos humanos. En consecuencia, la antítesis de la verdad era la simple opinión, que se igualaba con la ilusión, y esta mengua de la opinión fue lo que dio al conflicto su intensidad política, porque la opinión y no la verdad está entre los prerrequisitos indispensables de todo poder. «Todos los gobiernos descansan en la opinión», decía James Madison, y ni siquiera el gobernante más autocrático o tirano podría llegar jamás al poder, y menos aún conservarlo, sin el apoyo de quienes tuvieran una mentalidad semejante. Por la misma causa, cuando en la esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya validez no necesita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en las raíces mismas de todas las políticas y de todos los gobiernos. Este antagonismo entre verdad y opinión se ve mejor elaborado en Platón (sobre todo en Gorgias) como el antagonismo entre la comunicación bajo la forma de «diálogo», que es el discurso adecuado para la verdad filosófica, y bajo la forma de «retórica», por la que el demagogo --como diríamos hoy-- persuade a la multitud.
En las primeras etapas de la Edad Moderna todavía se pueden encontrar huellas de este conflicto original, pero muy pocas en el mundo en que vivimos. Por ejemplo, en Hobbes todavía hallamos una contraposición de dos «facultades opuestas»: un «razonar sólido» y una «poderosa elocuencia»; el primero está basado «sobre principios de verdad, la otra sobre opiniones... y sobre las pasiones e intereses de hombres que son diferentes y mutables».(6) Más de cien años después, en el Siglo de las Luces, esas huellas no habían desaparecido totalmente y, donde el antiguo antagonismo sobrevive aún, el énfasis se ha desplazado. En términos de filosofía premoderna, la magnífica frase de Lessing --«Sage jeder, was ihm Wahrheit dünkt, und die Wahrheit selbst sei Gott empfohlen» («Deja que cada hombre diga lo que cree que es verdad y deja que la verdad misma quede encomendada a Dios»)-- habría significado llanamente: el hombre no es capaz de la verdad, todas sus verdades, ay, son doxai, meras opiniones; por el contrario, para Lessing significaba: demos gracias a Dios por no conocer la verdad. Incluso cuando está ausente la nota de júbilo --el criterio de que para los hombres, al vivir en compañía, la riqueza inagotable del discurso humano es infinitamente más significativa y de mayor alcance que cualquier Verdad única--, la certeza de la fragilidad de la razón humana prevaleció desde el siglo XVIII sin dar lugar a quejas ni lamentaciones. Lo podemos comprobar en la grandiosa Crítica de la razón pura de Kant, donde la razón se ve llevada a reconocer sus propias limitaciones, como también lo oímos en las palabras de Madison, que más de una vez subrayó que «la razón del hombre, como el hombre mismo, es tímida y cautelosa cuando obra por sí sola, y adquiere firmeza y confianza en proporción al número con que está asociada».(7) Las consideraciones de este tipo, mucho más que nociones acerca del derecho individual a la expresión propia, jugaron un papel decisivo en la lucha, al fin más o menos victoriosa, para obtener libertad de pensamiento para la palabra hablada e impresa.
Spinoza, que aún creía en la infalibilidad de la razón humana y que a menudo recibe equivocadamente el título de campeón de la libertad de palabra y de pensamiento, sostenía que «cada hombre es, por irrevocable derecho natural, dueño de sus propios pensamientos», que «el entendimiento de cada hombre es suyo y las mentes son distintas como los paladares», de lo que concluía que «es mejor garantizar lo que no se puede anular» y que las leyes que prohíben el libre pensamiento sólo pueden desembocar en la existencia de «hombres que piensen una cosa y digan otra» y, por consiguiente, en «la corrupción de la buena fe» y en «el fomento de... la perfidia». Sin embargo, Spinoza nunca exige libertad de palabra, y el argumento de que la razón humana necesita comunicarse con los demás y, por tanto, ser pública en bien de su propia integridad brilla por su ausencia. Incluso clasifica la necesidad de comunicación del hombre, su incapacidad para ocultar sus pensamientos y callar, entre los «errores comunes» que el filósofo no comparte.(8) Por el contrario, Kant afirmaba que «el poder externo que priva al hombre de la libertad para comunicar sus pensamientos en público lo priva a la vez de su libertad para pensar» (la cursiva es mía), y que la única garantía para «la corrección» de nuestro pensamiento está en que «pensamos, por así decirlo, en comunidad con otros a los que comunicamos nuestros pensamientos así como ellos nos comunican los suyos». La razón humana, por ser falible, sólo puede funcionar si el hombre puede hacer «uso público» de ella, y esto también es verdad en el caso de quienes, aun en un estado de «tutelaje», son incapaces de usar sus mentes «sin la guía de alguien más», y para el «estudioso», que necesita de «todo el público lector» para examinar y controlar sus resultados.(9)
En este contexto, la cuestión del número mencionada por Madison tiene especial importancia. El desplazamiento desde la verdad racional hacia la opinión implica un paso del hombre en singular hacia los hombres en plural, lo que a su vez implica un cambio desde un campo en el que, dice Madison, nada cuenta excepto el «razonamiento sólido» de una mente, hacia un ámbito donde la «fuerza de la opinión» se determina por la confianza individual en «el número de los que, supone el sujeto, tienen las mismas opiniones», número que, dicho sea al pasar, no está necesariamente limitado a las personas contemporáneas. Madison distinguía aún esta vida en plural, que es la vida del ciudadano, de la vida del filósofo, por la que esas consideraciones «debían ser desechadas», pero esta distinción no tiene una consecuencia práctica, porque «una nación de filósofos es tan poco probable como la raza filosófica real que quería Platón».(10) Dicho sea de paso, se puede señalar que la idea misma de «una nación de filósofos» habría sido una contradicción en los términos para Platón, cuya filosofía política entera, incluidos sus abiertos rasgos tiránicos, se funda en la convicción de que la verdad no se puede obtener ni comunicar entre los integrantes de la mayoría.
En el mundo en que vivimos, las últimas huellas de este antiguo antagonismo entre la verdad del filósofo y las opiniones de la calle ya han desaparecido. Ni la verdad de la religión revelada, que los pensadores del siglo XVII aún tomaban como una molestia mayor, ni la verdad del filósofo, desvelada al hombre en su soledad, interfieren ya en los asuntos del mundo. Con respecto a la primera, la separación de Iglesia y Estado nos dio paz, y con respecto a la segunda, hace tiempo que dejó de reclamar su dominio, a menos que nos tomemos con seriedad las modernas ideologías como filosofías, lo que es bien difícil, ya que sus adherentes hacen declaraciones abiertas de que se trata de armas políticas y consideran irrelevante el tema de la verdad y la veracidad. Si pensamos en términos de la tradición, podríamos sentirnos autorizados a concluir de este estado de cosas que ya se ha zanjado el antiguo conflicto, y en particular que ha desaparecido su causa originaria, el choque de la verdad racional con la opinión.
Sin embargo, por extraño que resulte, no es éste el caso, porque el choque entre la verdad factual y la política, que se produce hoy en tan gran escala, tiene al menos en algunos aspectos rasgos muy similares. Mientras que probablemente ninguna época anterior toleró tantas opiniones diversas en asuntos religiosos o filosóficos, la verdad de hecho, si se opone al provecho o al placer de un grupo determinado, se saluda hoy con una hostilidad mayor que nunca. Ya se sabe que siempre existieron los secretos de Estado; todos los gobiernos deben clasificar cierta información, no transmitirla al público, y el que revelaba secretos siempre fue tratado como un traidor. Este tema no tiene que ver con mi exposición. Los hechos que tengo en mente son de público conocimiento, y no obstante la misma gente que los conoce puede situar en un terreno tabú su discusión pública y, con éxito y a menudo con espontaneidad, convertirlos en lo que no son, en secretos. Que después se pruebe que su aseveración se considera tan peligrosa como, por ejemplo, se consideró la prédica del ateísmo o alguna otra herejía, parece ser un fenómeno curioso, y su significado se ahonda cuando lo encontramos también en países que soportan el dominio tiránico de un gobierno ideológico. (Incluso en la Alemania de Hitler y en la Rusia de Stalin era más peligroso hablar de campos de concentración y de exterminio, cuya existencia no era un secreto, que sostener y aplicar puntos de vista «heréticos» sobre antisemitismo, racismo y comunismo.) Se diría que es aún más inquietante el de que, en la medida en que las verdades factuales incómodas se toleran en los países libres, a menudo, en forma consciente o inconsciente se las transforma en opiniones, como si el apoyo que tuvo Hitler, la caída de Francia ante el ejército alemán en 1940 o la política del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial no fueran hechos históricos sino una cuestión de opiniones. En vista de que esas verdades de hecho se refieren a asuntos de importancia política inmediata, lo que aquí está en juego es algo más que la quizá inevitable tensión entre dos formas de vida dentro del marco de una realidad común y comúnmente reconocida. Lo que aquí se juega es la propia realidad común y objetiva y éste es un problema político de primer orden, sin duda. En vista de que la verdad de hecho, aunque mucho menos abierta a la discusión que la verdad filosófica, y con entera evidencia al alcance de todos, a menudo parece estar sujeta a un destino similar cuando se expone en la calle -- es decir, a que se la combata no con mentiras ni falsedades deliberadas, sino con opiniones--, podría ser útil mientras tanto reabrir el antiguo y al parecer obsoleto tema de verdad frente a opinión.
Considerada desde el punto de vista del que dice la verdad, la tendencia a transformar el hecho en opinión, a desdibujar la línea divisoria entre ambos, no es menos desconcertante que el antiguo dilema del hombre veraz, tan bien expresado en la alegoría de la caverna, cuando el filósofo, a su regreso del solitario viaje al cielo de las ideas perdurables, procura comunicar su verdad a la multitud, con el resultado de verla desaparecer en la diversidad de puntos de vista, que para él son ilusiones, y caer hasta el espacio incierto de la opinión, de modo que en ese instante, cuando está otra vez en la caverna, la verdad misma se muestra en la formulación del δοκϵι μοι («me parece»), las δóξαι mismas que había esperado dejar detrás de una vez para siempre. Sin embargo, el narrador de la verdad de hecho está en peor situación. No vuelve de ningún viaje a regiones que estén más allá del campo de los asuntos humanos ni puede consolarse con la idea de que se ha convertido en un forastero en este mundo. De una manera similar, no tenemos derecho a consolarnos con la idea de que la verdad de esa persona, si es verdad, no es de este mundo. Si no se aceptan los simples juicios objetivos de esa persona --verdades vistas y presenciadas con los ojos del cuerpo y no con los de la mente--, surge la sospecha de que puede estar en la naturaleza del campo político negar o tergiversar cualquier clase de verdad, como si los hombres fueran incapaces de llegar a un acuerdo con la pertinacia inconmovible, evidente y firme de esa verdad. Si éste fuera el caso, las cosas serían aún más desesperadas de lo que Platón decía, porque la verdad de Platón, hallada y actualizada en soledad, por definición trasciende al campo de la mayoría, al mundo de los asuntos humanos. (Se puede entender que el filósofo, en su aislamiento, ceda a la tentación de usar su verdad como una norma que se ha de imponer en los asuntos humanos, es decir, para igualar la trascendencia inherente de la verdad filosófica con la muy distinta clase de «trascendencia» por la que los metros y otros patrones de medida se separan de la multitud de objetos que deben medir, y también podemos entender que la mayoría se resista a esa norma, ya que en realidad se deriva de un espacio que es ajeno al campo de los asuntos humanos y cuya conexión con él sólo se justifica por una confusión.) La verdad filosófica, cuando entra en la calle, cambia su naturaleza y se convierte en opinión, porque se ha producido una verdadera μϵταβασιζ ϵιζ αλλο γϵνοζ, no sólo un paso de un tipo de razonamiento a otro sino de un modo de existencia humana a otro.
Por el contrario, la verdad de hecho siempre está relacionada con otras personas: se refiere a acontecimientos y circunstancias en las que son muchos los implicados; se establece por testimonio directo y depende de declaraciones; sólo existe cuando se habla de ella, aunque se produzca en el campo privado. Es política por naturaleza. Los hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos entre sí; pertenecen al mismo campo. Los hechos dan origen a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y ser legítimas mientras respeten la verdad factual. La libertad de opinión es una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos. En otras palabras, la verdad factual configura al pensamiento político tal como la verdad de razón configura a la especulación filosófica.
Pero ¿existen hechos independientes de la opinión y de la interpretación? ¿Acaso generaciones enteras de historiadores y filósofos de la historia no han demostrado la imposibilidad de establecer hechos sin una interpretación, ya que en primer lugar hay que rescatarlos de un puro caos de acontecimientos (y los principios de elección no son los datos objetivos) y después hay que ordenarlos en un relato que se puede transmitir sólo dentro de cierta perspectiva, que no tiene nada que ver con los sucesos originales? Sin duda, éstas y muchas otras incertidumbres de las ciencias históricas son reales, pero no constituyen una argumentación contra la existencia de la cuestión objetiva ni pueden servir para justificar que se borren las líneas divisorias entre hecho, opinión e interpretación, o como una excusa para que el historiador manipule los hechos como le plazca. Aun si admitimos que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, sólo le reconocemos el derecho a acomodar los acontecimientos según su propia perspectiva, pero no el de alterar la materia objetiva misma. Para ilustrar este asunto, y como una excusa para no seguir por más tiempo con él, recordemos que, durante los años veinte, cuenta la historia, poco antes de morir, Clemenceau mantenía una conversación amistosa con un representante de la República de Weimar sobre el problema de quién había sido el culpable del estallido de la Primera Guerra Mundial. «¿En su opinión, qué pensarán los futuros historiadores acerca de este asunto tan engorroso y controvertido?», preguntaron a Clemenceau, quien respondió: «Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió Alemania». Aquí nos interesan los datos rudamente elementales de esa clase, cuya esencia indestructible sería evidente aun para los más extremados y sofisticados creyentes del historicismo.
Es verdad que se necesitaría mucho más que los gemidos de los historiadores para eliminar de las crónicas el hecho de que en la noche del 4 de agosto de 1914 las tropas alemanas cruzaron la frontera belga: se necesitaría nada menos que el monopolio del poder en todo el mundo civilizado. Pero ese monopolio del poder está lejos de ser inconcebible, y no es difícil imaginar cuál sería eldestino de la verdad de hecho si los intereses del poder, nacionales o sociales, tuvieran la última palabra en estos temas. Lo que nos lleva otra vez a la sospecha de que puede ser propio de la naturaleza del campo político estar en guerra con la verdad en todas sus formas; por consiguiente, volvemos a la pregunta del motivo por el que incluso un compromiso con la verdad de hecho se siente como una actitud antipolítica.
Segunda sección extractada de: Hannah Arendt, "Verdad y política". En: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política. [1968] Ediciones Península: Barcelona, 1996, pag. 244-252. Traducción de Ana Luisa Poljak Zorzut, revisada y corregida por Hernando Calla.
Se puede leer la 3ra sección en: http://umbrales2.blogspot.com/2016/05/verdad-y-politica-3.html
5. Espero que nadie vuelva a decirme jamás que Platón fue el inventor de la «mentira noble». Esta creencia se basó en una mala interpretación de un pasaje crucial (414c) de La república, donde Platón habla de uno de sus mitos --un «cuento fenicio»-- y lo califica como yeãdos. Como esta palabra puede significar «ficción», «error» y «mentira», de acuerdo con el contexto --cuando Platón quiere distinguir entre error y mentira, el idioma le obliga a hablar de yeãdos «involuntario» y «voluntario»-- , se puede interpretar, con Cornford, que el texto quiere decir «osado impulso de invención», o con Eric Voegelin (Order and History: Plato and Aristotle, Universidad del Estado de Luisiana, 1957, vol. 3, p. 106) se puede interpretar como un pasaje de intención satírica; en ningún caso se debe entender como una recomendación de mentir, tal como nosotros entendemos la mentira. Platón era permisivo con respecto a la mentira ocasional destinada a engañar al enemigo o a las personas insensatas; es «útil... bajo la forma de un remedio... reservado a los médicos, mientras que los profanos no deben tocarlos» y el médico de la pólis es el gobernante (389). Pero, en contra de la alegoría de la caverna, en estos pasajes no se plantea ningún principio.
6. Leviatán, conclusión, p. 732.
7. The Federalist, núm. 49.
8. Tratado teológico-político, cap. 20.
9. Véase «What is Enlightenment?» y «Was heisst sich im Denken orientieren?».
10. The Federalist, núm. 49
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