por David Cayley*
La
semana pasada comencé un ensayo sobre la pandemia actual en el que trato de abordar
lo que considero es la pregunta central que nos plantea: ¿El esfuerzo masivo y
costoso para contener y limitar el daño que el virus provocará es la única
opción que tenemos? ¿Se trata de un ejercicio de prudencia obvio e inevitable emprendido
para proteger a los más vulnerables? ¿O es un esfuerzo desastroso por mantener
el control de lo que obviamente está fuera de control, un esfuerzo que agravará
el daño causado por la enfermedad con nuevos problemas que repercutirán en el
futuro? Ni bien había comenzado empecé a darme cuenta de que muchos de los
supuestos de mi análisis estaban muy alejados de los que se expresaban a mi
alrededor. Estos supuestos provenían principalmente, reflexioné, de mi
prolongado diálogo con el trabajo de Iván Illich. Lo que esto me sugería era
que, antes de poder hablar de manera inteligible sobre nuestras circunstancias
actuales, primero tendría que esbozar la actitud hacia la salud, la medicina y
el bienestar que Illich desarrolló durante toda una vida de reflexión sobre
estos temas. En consecuencia, en lo que sigue, comenzaré con un breve resumen
de cómo evolucionó la crítica de Illich a la biomedicina y luego trataré de
responder a las preguntas que acabo de plantear…
Al
comienzo de su libro La convivencialidad (1973),
Illich describió lo que él pensaba que era el curso típico de desarrollo
seguido por las instituciones contemporáneas, usando como ejemplo a la medicina.
La medicina, dijo, había pasado por “dos umbrales de mutación”. El primero lo
cruzó en los primeros años del siglo XX cuando los tratamientos médicos se
volvieron probadamente efectivos y los beneficios empezaron –por lo general– a
superar a los daños. Para muchos historiadores médicos, éste es el único punto
de inflexión relevante: a partir de ese momento, el progreso seguiría
indefinidamente y, aunque pudiera haber rendimientos decrecientes, en principio
no habría un punto en que el avance se pudiera detener. Esto no era lo que
pensaba Illich. Él planteó la hipótesis de un segundo umbral de mutación, que
pensó ya se estaba cruzando e incluso sobrepasando en el momento en que él
escribía. Planteó que más allá de esta segunda línea divisoria, se daría lo que
llamó la contraproductividad: la intervención médica empezaría a ir en contra
de sus propios objetivos, generando más daño que bien. Esto, argumentó, era
característico [del crecimiento] de cualquier institución, bien o servicio: se
podía identificar un punto en el que había [más que] suficiente, y después del
cual habría demasiado. La convivencialidad fue
un intento de identificar estas “escalas naturales”, la única búsqueda general
y programática de una filosofía de la tecnología que Illich emprendió.
Dos
años más tarde en Némesis Médica, más tarde
retitulado en su edición final y más completa como Límites a la Medicina, Illich intentó exponer en
detalle los productos y los daños que causa la medicina. En general, fue
favorable a las innovaciones a gran escala en salud pública que nos han
brindado buena comida, agua segura, aire limpio, eliminación de aguas
residuales, etcétera. También elogió los esfuerzos que se estaban realizando en
China y Chile para establecer un conjunto de herramientas médicas básicas y una
farmacopea que estuviera disponible y fuera asequible a todos los ciudadanos,
en lugar de dejar que la medicina desarrollara productos de lujo que
permanecerían para siempre fuera del alcance de la mayoría. Pero el punto
principal de su libro era identificar y describir los efectos contraproducentes
que percibió se volvían evidentes a medida que la medicina cruzaba su segundo
umbral. Denominó iatrogénesis a estos efectos
colaterales de tener demasiada medicina, que desglosó bajo tres encabezados: iatrogénesis
clínica, social y cultural. El primero lo entiende, ahora, todo el mundo:
obtienes el diagnóstico incorrecto, el medicamento incorrecto, la operación
incorrecta, te enfermas en el hospital, etcétera. Este daño colateral no es
trivial. En un artículo en la revista canadiense The Walrus, “Los errores de sus métodos”, de abril de
2012, Rachel Giese estimó que el 7,5% de los canadienses ingresados en
hospitales cada año sufren al menos un “evento adverso” y 24.000 mueren como
resultado de errores médicos. Casi al mismo tiempo, Ralph Nader, en Harper’s Magazine, sugirió que el número de personas
que mueren anualmente en los Estados Unidos como resultado de errores médicos
evitables está alrededor de 400.000. Se trata de un número impresionante,
incluso si es exagerado –la estimación de Nader es dos veces más alta per
capita que la de The Walrus– pero este daño accidental no fue, de ninguna
manera, el interés principal de Illich. Lo que realmente le preocupaba era la
forma en que el tratamiento médico excesivo debilita las aptitudes sociales y
culturales básicas.
Un
ejemplo de lo que llamó iatrogénesis social es la forma en que el arte de
la medicina, en la que el médico actúa como sanador, oyente y consejero, tiende
a dar paso a la ciencia de la medicina, en la que el médico,
como científico, debe, por definición, tratar a su paciente como sujeto
experimental y no como un caso único. Y, finalmente, está la última ‘herida’
que inflige la medicina: la iatrogénesis cultural.
Esto ocurre, dijo Illich, cuando las habilidades culturales, desarrolladas y
transmitidas a lo largo de muchas generaciones, se debilitan primero, y, luego,
gradualmente, son reemplazadas por completo. Estas habilidades incluyen, sobre
todo, la predisposición a sufrir y sobrellevar la realidad propia y la entereza
para enfrentar la propia muerte. El arte del sufrimiento estaba siendo
eclipsado, argumentó, por la expectativa de que todo sufrimiento puede y debe
aliviarse de inmediato, una actitud que, de hecho, no acaba con el sufrimiento
sino que lo priva de sentido, convirtiéndolo simplemente en una anomalía o un
fallo técnico. Y, finalmente, la muerte estaba pasando de ser un acto íntimo y
personal, algo que cada uno puede enfrentar, a convertirse en una derrota sin
sentido, un mero cese del tratamiento o "no queda sino desconectarlo»,
como a veces se dice fríamente. Detrás de los argumentos de Illich subyace una
actitud cristiana tradicional. Afirmaba que el sufrimiento y la muerte son inherentes
a la condición humana, son parte de lo que define esta condición. Y argumentó
que la pérdida de esta condición implicaría una ruptura catastrófica tanto con
nuestro pasado como con nuestra naturaleza de seres creados. Mitigar y aliviar
la condición humana era bueno, decía. Perderla por completo es una catástrofe
porque sólo podemos conocer a Dios como criaturas, esto es, seres creados o
dados, no como dioses que se han hecho cargo de su propio destino.
Némesis
Médica es
un libro sobre el poder profesional, un aspecto en el que vale la pena
detenerse por un momento en vista de los poderes extraordinarios que
actualmente se están asumiendo en nombre de la salud pública. Según Illich, la
medicina contemporánea, en todo momento, ejerce poder político,
aunque esa [condición] puede estar oculta tras la afirmación de que todo se
hace en nombre del cuidado [de la salud]. En la provincia de
Ontario donde vivo, la “atención en salud” supone actualmente algo más del 40%
del presupuesto del Gobierno, lo que debería dejar suficientemente claro el
argumento. Pero este poder cotidiano, por grande que sea, puede expandirse aún
más con lo que Illich llama “la ritualización de la crisis”. Esto confiere a la
medicina “una licencia que normalmente sólo los militares pueden reclamar”. Él
continúa:
Bajo el estrés de la crisis, el profesional que se
supone que está al mando puede arrogarse fácilmente una inmunidad a las reglas
ordinarias de justicia y decencia. A quien se le asigna el control sobre la
muerte deja de ser un humano corriente… Debido a que constituyen una frontera
encantada que no pertenece a este mundo, el lapso de tiempo y espacio
comunitario reclamados por la empresa médica son tan sagrados como sus
contrapartes religiosas y militares.[1]
En
una nota al pie de este pasaje, Illich agrega que “el que logra arrogarse el
poder en una emergencia suspende y puede destruir cualquier evaluación
racional. La insistencia del médico en su capacidad exclusiva para evaluar y
resolver crisis individuales lo traslada simbólicamente al vecindario de la
Casa Blanca”. Aquí hay un sorprendente paralelismo con la afirmación del
jurista alemán Carl Schmitt en su Teología política de
que el sello distintivo de la verdadera soberanía es el poder de “decidir sobre
la excepción”. El punto de Schmitt es que la soberanía está por encima de la
ley porque en una emergencia el soberano puede suspender la ley –declarar una
excepción– y gobernar en su lugar como la fuente misma de la ley. Este es
precisamente el poder que Illich dice que el médico “reclama… en una
emergencia”. Circunstancias excepcionales lo hacen “inmune” a las “reglas
ordinarias” y le dan capacidad para hacer nuevas según lo dicte el caso. Pero
hay una diferencia interesante y, para mí, reveladora entre Schmitt e Illich.
Schmitt está embelesado por lo que él llama “lo político”. Illich se da cuenta
de que gran parte de lo que Schmitt llama soberanía escapó o fue usurpada del
reino político, para investirse de ella varias hegemonías profesionales.
Diez
años después de la publicación de Némesis Médica,
Illich volvió sobre el tema y revisó su argumento. No renunció, de ninguna
manera, a lo que había escrito anteriormente, pero sí lo amplió de forma
bastante dramática. En su libro, explicaba entonces, había estado “ciego a un
efecto iatrogénico simbólico mucho más profundo:
la iatrogénesis del cuerpo mismo”. Había “pasado
por alto el grado en que, a mediados de siglo [XX], la experiencia de ‘nuestros
cuerpos y nuestras autopercepciones’ se había convertido en el resultado de
conceptos y cuidados médicos”. En otras palabras, había escrito en Némesis Médica como si hubiera un cuerpo natural,
situado fuera de la red de técnicas mediante las cuales se construye una
percepción de sí mismo, y ahora podía ver que no existe tal punto de vista.
“Cada tiempo histórico”, escribió, “se encarna en un cuerpo específico de la
época”. La medicina no sólo actúa sobre un estado preexistente, sino que
participa en la creación de este estado.
Este
reconocimiento fue sólo el comienzo de una nueva posición por parte de
Illich. Némesis Médica se había dirigido a una ciudadanía
que se suponía capaz de actuar para limitar el alcance de la intervención
médica. Ahora hablaba de personas cuya autoimagen estaba siendo generada por la
biomedicina. En Némesis Médica había afirmado,
en su primera frase, que “la medicina institucionalizada se ha convertido en
una gran amenaza para la salud”. Ahora juzgaba que la mayor amenaza para la
salud era la búsqueda de la salud misma. Detrás de este cambio de opinión se
encontraba su sensación de que el mundo, desde entonces, había sufrido un
cambio de época. “Creo”, me dijo en 1988, “que… [ha habido] un cambio en el
espacio mental en el que viven muchas personas. Cierto tipo de colapso
catastrófico de una forma de ver las cosas ha llevado a la aparición de una
forma diferente de ver la realidad. El tema de mis escritos ha sido la
percepción de sentido [perception of sense] en la manera en que vivimos; y, a este respecto,
estamos, en mi opinión, en este momento, atravesando un umbral. No había
esperado observar en mi vida este tránsito”. Illich caracterizó “la nueva forma
de ver las cosas” como el advenimiento de lo que denominó como “la era de los
sistemas” o “una ontología de los sistemas”. La era que veía terminar había estado
dominada por la idea de la instrumentalidad: usar medios instrumentales, como
la medicina, para lograr algún fin o bien, como la salud. La característica de
esta época era que había una clara distinción entre sujetos y objetos, medios y
fines, herramientas y usuarios, etcétera. En la era de los sistemas, dijo,
estas distinciones se han derrumbado. Un sistema, concebido cibernéticamente,
lo abarca todo, no tiene afuera. El usuario de una herramienta toma la
herramienta para lograr algún fin. Los usuarios de los sistemas están dentro
del sistema, ajustando constantemente su estado al sistema, a medida que el
sistema ajusta su estado a ellos. Un individuo delimitado que busca el
bienestar personal da paso a un sistema inmune que recalibra constantemente su
límite poroso con el sistema circundante.
Dentro
de este nuevo “discurso analítico de sistemas”, como lo llamó Illich, el estado
característico de las personas es el "incorpóreo" [disembodiment].
Obviamente, se trata de una paradoja, por cuanto lo que Illich llamó “la búsqueda
patológica de la salud» puede implicar una preocupación intensa, incesante y
virtualmente narcisista sobre el estado corporal de uno. Se puede entender
mejor por qué Illich la concibió como "desencarnante" [disembodying]
con el ejemplo de la [mentalidad] “consciente del riesgo”, a la que consideró
como “la ideología celebrada religiosamente más importante actualmente”. El
riesgo era desencarnante, dijo, porque “es un concepto estrictamente
matemático”. No pertenece a las personas sino a las poblaciones: nadie sabe qué
pasará con esta o aquella persona, pero lo que sucederá con el agregado de esas
personas puede expresarse como una probabilidad. Identificarse con este
producto estadístico imaginado es comprometerse, dijo Illich, con una “intensa
autoalgoritmización”.
Su
encuentro más angustiante con esta “ideología religiosamente celebrada” ocurrió
en el campo de las pruebas genéticas durante el embarazo. Se produjo a través
de su amiga y colega Silja Samerski, que estaba estudiando el asesoramiento genético
que es obligatorio para las mujeres embarazadas que están considerando hacerse
pruebas genéticas en Alemania –un tema sobre el que ella escribiría después en
un libro titulado La trampa de la decisión (2015)–.
Las pruebas genéticas de embarazo no revelan nada definitivo sobre el bebé que
espera la mujer que se somete a ellas. Todo lo que detecta son indicadores cuyo
significado incierto se puede expresar en probabilidades: una probabilidad
calculada en toda la población a la que pertenece la persona que se está
evaluando, por su edad, sus antecedentes familiares, su etnia, etcétera. Cuando
se le dice, por ejemplo, que hay un 30% de probabilidad de que su bebé tenga
este o aquel síndrome, no se le dice nada acerca de sí misma o del fruto de su
útero; sólo se le dice lo que podría pasarle a alguien como ella.
Ella no aprende nada más sobre sus circunstancias reales de lo que revelan sus
esperanzas, sueños e intuiciones, pero el perfil de riesgo que se ha
determinado para su doppelgänger [doble
fantasmagórico] estadístico exige una decisión.
La elección es existencial; la
información en la que se basa es la curva de probabilidad en la que la persona
ha sido clasificada. A Illich esto le pareció un perfecto horror. No era que no
pudiera reconocer que toda acción humana es un disparo en la oscuridad, un
cálculo prudencial frente a lo desconocido. Su horror fue por ver a las
personas reconcebirse a sí mismas en la imagen de un constructo estadístico.
Para él, esto era un eclipse de las personas por la población, un esfuerzo por
prevenir que el futuro revele algo imprevisto y una sustitución de la
experiencia sentida por modelos científicos. Illich se dio cuenta de que esto
estaba sucediendo, no sólo con respecto a las pruebas genéticas de embarazo,
sino más o menos en todos los ámbitos de la asistencia en salud. Cada vez más
personas actuaban de manera prospectiva, de acuerdo con su probabilidad de
riesgo. Se estaban convirtiendo, como bromeó una vez el investigador en salud
canadiense Allan Cassels, en “pre–enfermos”, siempre activos y prevenidos
frente a enfermedades que alguien como ellos podría contraer. Los casos
individuales se trataban cada vez más como casos generales, como instancias de
cierta categoría o clase, en lugar de verse como emergencias únicas, y los
médicos se convertían cada vez más en servo–mecanismos de esta nube de
probabilidades en lugar de asesores íntimos atentos a las diferencias
específicas y los significados personales. Esto era lo que Illich quería decir
con “autoalgoritmización” o desencarnación.
Una
forma de entender el cuerpo iatrogénico que
Illich vio como el efecto principal de la biomedicina contemporánea es volver a
un ensayo que fue ampliamente leído y discutido en su entorno a principios de
la década de 1990. Con el título de «Biopolítica de los cuerpos posmodernos:
configuraciones de la autopercepción en el discurso del sistema inmune», fue
escrito por la historiadora y filósofa de la ciencia Donna Haraway y aparece en
su libro de 1991 Simians, Cyborgs and Women: The Reinvention of
Nature. Este ensayo es interesante no sólo porque creo influyó en la
percepción de Illich sobre cómo estaba cambiando el discurso biomédico, sino
también porque viendo Haraway, yo diría, casi exactamente las mismas cosas que
Illich, saca conclusiones que son, punto por punto, diametralmente opuestas. En
este artículo, por ejemplo, en referencia a lo que llama “el cuerpo
posmoderno”, ella dice que “los seres humanos, como cualquier otro componente o
subsistema, deben localizarse en una arquitectura de sistema cuyos modos
básicos de funcionamiento son probabilísticos, estadísticos”. “En cierto
sentido”, continúa, “los organismos han dejado de existir como objetos de
conocimiento, dando paso a los componentes bióticos”. Esto lleva a una
situación en la que “ningún objeto, espacio o cuerpo es sagrado en sí mismo; y
los componentes pueden estar en interfase con cualquier otro si el estándar, el
código apropiado, puede construirse para procesar las señales en un lenguaje
común”. En un mundo de interfaces, donde los límites regulan las “tasas de
flujo” en lugar de marcar diferencias reales, “la integridad de los objetos
naturales” ya no es una preocupación. “La ‘integridad’ o ‘sinceridad’ de la
percepción del sí mismo occidental”, escribe, “da paso a los procedimientos de
decisión, los sistemas expertos y las estrategias de inversión de recursos”.
En
otras palabras, Haraway al igual que Illich, entiende que las personas, como
seres únicos, estables y consagrados, se han disuelto en subsistemas que se
autoregulan provisionalmente en un constante intercambio con los sistemas más
grandes en los que están enredados. En sus palabras, “todos somos quimeras,
híbridos teorizados y fabricados de máquinas y organismos… el cyborg es nuestra
ontología”. La diferencia entre ambos radica en sus reacciones. Haraway, en
otra parte del volumen del que proviene el ensayo que he estado citando,
plantea lo que ella llama su “Manifiesto Cyborg”. Hace un llamamiento a las
personas a reconocer y aceptar esta nueva situación, pero a "leerla” con
una perspectiva de liberación. En una sociedad patriarcal, no hay una condición
aceptable a la que se pueda tener la esperanza de retornar, por lo que ella
ofrece “un argumento por el placer en la
confusión de límites y la responsabilidad en
su construcción”. Para Illich, en cambio, la “ontología cyborg”, como la llama
Haraway, no era una opción. Para él, lo que estaba en juego era el carácter
mismo de las personas humanas como seres enaltecidos con un origen divino y un
destino divino. Cuando los últimos vestigios de sentido se desvanecían de la
autopercepción corporal de sus contemporáneos, él vio un mundo que se había
vuelto “inmune a su propia salvación”. “Llegué a la conclusión”, me dijo
apesadumbrado, “de que cuando el ángel Gabriel le dijo a esa muchacha en el
pueblo de Nazaret en Galilea que Dios quería estar en su vientre, señaló a un
cuerpo que ha desaparecido del mundo en que vivo”.
La
“nueva manera de ver las cosas” que se reflejaba en la orientación de la
biomedicina equivalía, según Illich, a “una nueva etapa de la religiosidad”.
Utilizó la palabra religiosidad en un sentido amplio para
referirse a algo más profundo y más penetrante que la religión formal o
institucional. La religiosidad es el suelo sobre el que nos paramos, nuestro
sentimiento acerca de cómo y por qué las cosas son como son, el propio
horizonte dentro del cual se configura el sentido. Según Illich, la calidad de
cosa creada o entregada del mundo era la base de toda su sensibilidad. Lo que
vio venir fue una religiosidad de total inmanencia en la que el mundo es su
propia causa y no hay ninguna fuente de sentido u orden fuera de él: “un
cosmos”, como dijo, “en manos del hombre”. El bien supremo en un mundo así es
la vida y el deber principal de las personas es conservar y fomentar la vida.
Pero esta no es la vida de la que se habla en la Biblia –la
vida que proviene de Dios– es más bien un recurso que las personas poseen y
deben administrar de manera responsable. Su peculiar propiedad es ser al mismo
tiempo objeto de reverencia y de manipulación. Esta vida naturalizada,
divorciada de su origen, es el nuevo dios. La salud y la seguridad son sus
asistentes. Su enemigo es la muerte. La muerte aún impone una derrota final
pero no tiene otro significado personal. No hay un momento adecuado para morir:
la muerte se produce cuando el tratamiento falla o cuando se lo interrumpe.
Illich
se negaba a “interiorizar los sistemas en uno mismo”. No renunciaría a la
naturaleza humana ni a la ley natural. “Simplemente no puedo quitarme la certeza”,
dijo en una entrevista con su amigo Douglas Lummis, “de que las normas con las
que debemos vivir se corresponden con nuestra comprensión de lo que somos”.
Esto lo llevó a rechazar la “responsabilidad por la salud”, concebida como una
gestión de sistemas interconectados. ¿Cómo se puede ser responsable, preguntó,
de lo que no tiene sentido, límite ni base? Es mejor renunciar a esas ilusiones
reconfortantes y vivir en un espíritu de autolimitación que definió como “la
renuncia valiente, disciplinada y autocrítica lograda en comunidad”.
Para resumir: Illich,
en sus últimos años, concluyó que la humanidad, al menos en su entorno próximo,
había hecho abandono de sus sentidos y se había desplazado completamente a un
constructo sistémico que carece de cualquier fundamento para la decisión ética.
Los cuerpos dentro de los cuales la gente vivía y caminaba se habían convertido
en constructos sintéticos tejidos a partir de tomografías computarizadas y
curvas de riesgo. La vida se había convertido en un ídolo cuasirreligioso, que
presidía sobre una “ontología de los sistemas”. La muerte se había convertido
en una obscenidad sin sentido en lugar de un acompañante inteligible. Todo esto
lo expresó de manera contundente e inequívoca. No intentó suavizarlo ni ofrecer
un consolador “por otro lado…”. A lo que le prestó atención fue a lo que percibió sucedía a su alrededor, y toda su preocupación era tratar de registrarlo lo
más sensiblemente posible y abordarlo lo más honestamente que podía. El mundo,
desde su perspectiva, no estaba en sus manos, sino en las manos de Dios.
Para el momento en que
murió, en 2002, Illich se situaba a una enorme distancia de la nueva
"manera de ver las cosas" que percibió se había impuesto durante
la segunda mitad de su vida. Le pareció que en esta nueva "era de los
sistemas" la unidad primordial de la creación, la persona humana, había
empezado a perder su contorno, su distinción y su dignidad. Pensaba que la
revelación en la que él tenía sus raíces se había corrompido ––la "vida en
abundancia" que se prometía en los Evangelios se había transformado en una
hegemonía humana tan total y tan claustrofóbica que ningún indicio de
fuera del sistema podía perturbarla––. Creía
que la medicina se había alejado tanto del umbral en el que podría haber
aliviado y complementado la condición humana que ahora amenazaba con abolir
esta condición completamente. Y su conclusión fue que gran parte de la
humanidad ya no está dispuesta a “soportar… [su] rebelde, desgarrada y
desorientada condición carnal”, y en vez de ello ha trocado su arte de sufrir y
su arte de morir a cambio de unos años más de expectativa de vida y de las
comodidades de la vida en una “creación artificial”. ¿Podemos hacer sentido de
la actual “crisis” desde este punto de vista? Diría que sí, pero sólo en la
medida en que podamos tomar distancia de las urgencias del momento y darnos
tiempo para considerar lo que está siendo revelado sobre nuestras disposiciones
subyacentes: nuestras “certidumbres”, como las llamó Illich.
En
primer lugar, la perspectiva de Illich apunta a que desde hace algún tiempo
hemos estado practicando las actitudes que han caracterizado la respuesta a la
pandemia actual. Es sorprendente que ante sucesos que se perciben como que han
cambiado la historia, o que “cambiaron todo” –como se escucha decir a veces–, a
menudo las personas parecen de algún modo estar listas para que
ocurran o incluso estar esperándolos sea de manera inconsciente o
semiconsciente. Recordando el comienzo de la Primera Guerra Mundial, el
historiador económico Karl Polanyi utilizó la imagen del sonámbulo para
caracterizar la forma en que los países de Europa arrastraron los pies hacia su
destino: autómatas que aceptaban ciegamente el destino que proyectaban sin
saberlo. Los hechos del 11 de septiembre de 2001 –el 11S, como lo conocemos
ahora– dieron la impresión de ser interpretados y entendidos instantáneamente,
como si todos los hubieran estado esperando para explicar el significado
evidente de lo ocurrido: el fin de la “Época de la Ironía”, el comienzo de la
Guerra contra el Terror o cualquier otro. Algo de esto es seguramente un truco
de perspectiva por el que la retrospectiva convierte instantáneamente la
contingencia en una necesidad; ya que algo ciertamente sucedió, suponemos que
estaba ahí destinado a ocurrir todo el tiempo. Pero no creo que esta sea toda
la explicación.
En
el corazón de la respuesta al coronavirus ha estado la afirmación de que
debemos actuar de manera prospectiva para prevenir lo que aún no ha ocurrido:
un crecimiento exponencial de las infecciones, un colapso de los recursos del
sistema médico, lo que pondrá al personal médico en la ingrata posición de
realizar triaje, etc. De lo contrario, se dice que para cuando descubramos a
qué nos enfrentamos, será demasiado tarde. (Vale la pena señalar, de paso, que se
trata de una idea no verificable: si tenemos éxito, y lo que tememos no
acontece, entonces podremos decir que nuestras acciones lo impidieron, pero
nunca sabremos realmente si ese fue el caso). Esta idea de que la acción
prospectiva es crucial ha sido aceptada fácilmente, y la gente incluso ha
competido entre sí a la hora de denunciar a los reacios que se han resistido a
aceptarla. Pero actuar de esta manera requiere experiencia [previa] en vivir al
interior de un espacio hipotético donde la prevención supera a la cura, y esto
es exactamente lo que Illich describe cuando habla del riesgo como “la
ideología celebrada religiosamente más importante en la actualidad”. Una
expresión como “aplanar la curva” puede convertirse en sentido común de la
noche a la mañana sólo en una sociedad experimentada en “adelantarse a la
curva” y en pensar en términos de dinámica de poblaciones en lugar de hacerlo
en función de los casos concretos.
El
riesgo tiene una historia. Uno de los primeros en identificarlo como la
preocupación de esta nueva forma de sociedad fue el sociólogo alemán Ulrich
Beck en su libro La sociedad del riesgo (1986).
En este libro, Beck retrató la modernidad tardía como un experimento científico
incontrolado. Por incontrolado quería decir que no tenemos un planeta libre en
el que podamos llevar a cabo una guerra nuclear para ver cómo va, ni una
segunda atmósfera que podamos calentar y ahí observar los resultados. Esto significa
que la sociedad tecnocientífica es, por un lado, hipercientífica y, por otro,
radicalmente no científica en la medida en que no tiene un estándar respecto al
cual pueda medir o evaluar lo que ha hecho. Hay un sinfín de ejemplos de este
tipo de experimento incontrolado: desde bebés de probeta y ovejas transgénicas
hasta turismo internacional masivo y la transformación de personas en
transmisores de comunicación. Todos estos ejemplos, en la medida en que tienen
consecuencias imprevisibles e impredecibles, constituyen ya una especie de vida
en el futuro. Y sólo porque somos ciudadanos de la sociedad del riesgo y, por
lo tanto, participantes por definición en un experimento científico
incontrolado, nos hemos convertido, sea paradójico o no, en seres permanentemente
preocupados por controlar el riesgo. Como señalé anteriormente, se nos trata y
examina para detectar enfermedades que aún no tenemos, en función de nuestra
probabilidad de contraerlas. Las parejas embarazadas toman decisiones de vida o
muerte basadas en perfiles de riesgo probabilístico. La seguridad se convierte
en un mantra –"que te vaya bien” se traduce en “que estés seguro”–,
la salud se convierte en un dios.
De
igual importancia en la atmósfera actual ha sido la idolatría de la vida y la
aversión a su obscenidad opuesta, la muerte. Que debemos “salvar vidas” a toda
costa no se cuestiona. Esto hace que sea muy fácil comenzar una estampida.
Hacer que un país entero “se vaya a casa y se quede en casa”, como dijo nuestro
primer ministro hace poco, tiene costos inmensos e incalculables. Nadie sabe
cuántas empresas fracasarán, cuántos empleos se perderán, cuántas personas se
enfermarán por la soledad, cuántas reanudarán adicciones o se golpearán entre
ellas en su aislamiento. Pero estos costos parecen soportables tan pronto como
el espectro de vidas perdidas aparece en escena. Nuevamente, hemos estado
contando vidas durante mucho tiempo. La obsesión con el “número de muertos” de
esta última catástrofe es simplemente el otro lado de la moneda. La vida se
convierte en una abstracción, un número sin historia.
Illich
afirmó a mediados de los 1980 que empezó a conocer personas cuyas “autopercepciones mismas” eran producto de “conceptos y cuidados médicos”. Creo que
esto ayuda a explicar por qué el estado canadiense, y los gobiernos
provinciales y municipales que lo componen, no han reconocido lo que está
actualmente en juego en nuestra “guerra” contra “el virus”. Protegerse
detrás de las faldas de la ciencia, incluso donde no hay ciencia, y entregarse
a los dioses de la salud y la seguridad les ha parecido una necesidad política.
Los que han sido aclamados por su liderazgo, como el primer ministro de Quebec,
François Legault, han sido aquellos que se han distinguido por su resuelta
consistencia en la aplicación de la sabiduría convencional. Pocos se han
atrevido a cuestionar el costo, y cuando esos pocos incluyen a Donald Trump, la
autocomplacencia dominante sólo se fortalece, ¿quién se atrevería a estar de
acuerdo con él? A este respecto, la repetición insistente de la metáfora de la
guerra ha sido influyente: en una guerra nadie cuenta los costos ni calcula
quién los está pagando. Primero, debemos ganar la guerra. Las guerras crean
solidaridad social y desalientan la disidencia: aquellos que no muestren la bandera
son pasibles a que se les muestre el equivalente de la pluma blanca con la que
se avergonzaba a los no combatientes durante la Primera Guerra Mundial.
Al
momento en que escribo este texto, a principios de abril, nadie sabe realmente
lo que está sucediendo. Dado que nadie sabe cuántos tienen la enfermedad, nadie
sabe cuál es la tasa de mortalidad: la de Italia actualmente se encuentra en
más del 10%, lo que la colocaría en el rango de la gripe catastrófica [española]
que se produjo al final de la Primera Guerra Mundial, mientras que la de
Alemania está en 0.8%, lo que está más en línea con lo que sucede sin estruendo
cada año: algunas personas muy mayores y algunas más jóvenes contraen la gripe
y mueren. Lo que parece claro aquí en Canadá es que, a excepción de algunos
sitios puntuales de verdadera emergencia, la sensación generalizada de pánico y
crisis es en gran parte resultado de las medidas tomadas contra la pandemia y
no de la pandemia en sí. Aquí la palabra en sí misma ha jugado un papel
importante: la declaración de la Organización Mundial de la Salud de que una
pandemia estaba ahora oficialmente en marcha no cambió el estado de salud de
nadie, pero sí modificó drásticamente el clima público. Fue la señal que los
medios habían estado esperando para introducir un régimen en el que nada más
que el virus pudiera ser discutido. En este momento, una historia en el
periódico que no se preocupe por el coronavirus es de hecho un escándalo. Esto
genera la impresión de un mundo en llamas. Si no se habla de nada más, pronto
parecerá que no hay nada más. Un pájaro, un azafrán, una brisa primaveral
pueden empezar a parecer casi irresponsables: “¿no saben que es el fin del
mundo?”, como se pregunta un clásico de la música country. El virus adquiere una iniciativa
propia extraordinaria: se dice que hundió el mercado de valores, cerró
negocios y generó pánico, como si éstas no fueran consecuencias de acciones de
personas sino de la enfermedad misma.
Me
pareció emblemático, aquí en Toronto, un titular en The National Post. En un tamaño de fuente que ocupaba
gran parte de la mitad superior de la portada, se leía simplemente: PÁNICO.
Nada indicaba si la palabra debía leerse como una descripción o una
instrucción. Esta ambigüedad es constitutiva de todos los medios de
comunicación, y no prestarle atención es la característica "deformación
profesional" del periodista, pero resulta particularmente fácil de
ignorarla en una crisis oficialmente certificada. No es el obsesivo reportaje
sobre lo mismo o la incitación a las autoridades para que hagan más lo que ha
trastornado el mundo: es el virus el que lo ha hecho. No culpes al mensajero.
Un titular del 1 de abril en el sitio web STAT, y no creo que fuera una broma,
incluso llegó a afirmar que el “Covid–19 ha hundido el barco del Estado”. Es
interesante, a este respecto, realizar un experimento mental: ¿en qué nivel de
emergencia nos sentiríamos que estamos si no la hubiésemos llamado pandemia y
no se hubieran tomado medidas tan estrictas contra ella? Muchos problemas
escapan a la atención de los medios. ¿Cuánto sabemos o nos importa la
catastrófica desintegración política de Sudán del Sur en los últimos años, o
los millones de personas que murieron en la República Democrática del Congo
después de la guerra civil en 2004? Es nuestra atención la que constituye lo
que consideramos el mundo relevante en cualquier momento dado. Los medios no
actúan solos –la gente debe estar dispuesta a atender allá donde los medios
dirigen su atención–, pero no creo que se pueda negar que la pandemia es un
objeto construido que podría haberse construido de manera diferente.
El
primer ministro canadiense, Justin Trudeau, comentó el 25 de marzo que estamos
enfrentando “la mayor crisis de la atención en salud de nuestra historia”. Si
se lo entiende como refiriéndose a una crisis de salud, esto me parece una
exageración grotesca. Piensen en el efecto desastroso de la viruela en las
comunidades indígenas, o en una gran cantidad de otras epidemias catastróficas,
desde el cólera y la fiebre amarilla hasta la difteria y la poliomielitis.
¿Puede luego realmente decir que una epidemia de gripe que parece matar
principalmente a los ancianos o a los que se vuelven vulnerables por alguna
otra condición previa es siquiera comparable, menos aún peor, a la devastación
de pueblos enteros? Y, sin embargo, sin precedentes, lo mismo que
“la mayor" del primer ministro, parece ser la palabra en boca de todos.
Sin embargo, si tomamos las palabras del Primer Ministro literalmente, haciendo
referencia a la atención en salud, y no sólo a la salud, la
cosa cambia. Desde el principio, las medidas de salud pública tomadas en Canadá
se han dirigido expresamente a proteger al sistema de atención en salud de
cualquier sobrecarga. Para mí esto está señalando una dependencia
extraordinaria de los hospitales y una extraordinaria falta de confianza en
nuestra capacidad de atendernos unos a otros. Sea que los hospitales
canadienses lleguen a estar desbordados o no, una mística extraña y temerosa
parece estar presente: el hospital y su personal se consideran indispensables,
incluso cuando las cosas podrían tratarse de manera más fácil y segura en el
hogar. Una vez más, Illich fue profético al plantear, en su ensayo sobre
las Profesiones Inhabilitantes, que las hegemonías
profesionales extralimitadas minaban las capacidades populares y hacían que las
personas dudaran de sus propios recursos.
Las
medidas impuestas por “la mayor crisis de la atención en salud de nuestra
historia” han implicado una reducción notable de las libertades civiles. Esto
se ha hecho, se dice, para proteger la vida y, en la misma línea, para evitar
la muerte. La muerte no sólo debe evitarse, sino también mantenerse oculta y
sin considerarse. Hace años escuché una historia sobre un oyente desconcertado
en una de las conferencias de Illich sobre Némesis Médica que
luego se dirigió a su compañero y le preguntó: “¿Qué quiere, dejar que la gente
muera?”. Quizás a algunos de mis lectores les gustaría hacerme la misma
pregunta. Bueno, estoy seguro de que hay mucha otra gente mayor que se me
uniría para decir que no quieren ver arruinadas las vidas de los jóvenes para
poder vivir uno o dos años más. Pero, más allá de eso, “dejar que la gente
muera” es una formulación muy jocosa porque implica que el poder de determinar
quién vive o muere está en manos de aquel a quien se dirige la pregunta.
Los nosotros a los que se imagina que tenemos el poder de
“dejar morir” viven en un mundo ideal de información perfecta y dominio técnico
perfecto. En este mundo no ocurre nada que no haya sido expresamente elegido.
Si alguien muere, será porque se los ha “dejado… morir”. El Estado debe, a toda
costa, fomentar, regular y proteger la vida: esta es la esencia de lo que
Michel Foucault llamó biopolítica, el régimen que ahora nos manda sin ser
cuestionado. La muerte debe mantenerse fuera de la vista y fuera de la mente.
Se le debe negar sentido. Nunca a nadie le llega su momento: se los deja ir. El
ángel de la muerte puede sobrevivir como figura cómica en las historietas
del New Yorker, pero no tiene lugar en la discusión pública. Esto
hace que sea difícil incluso hablar de la muerte como algo más que la
negligencia de alguien o, al menos, como un agotamiento final de las opciones
de tratamiento. Aceptar la muerte es aceptar la derrota.
Los
sucesos de las últimas semanas revelan hasta qué punto vivimos totalmente
dentro de los sistemas, cuánto nos hemos convertido en poblaciones en lugar de
ciudadanos asociados, cuánto nos gobierna la necesidad de superar continuamente
en astucia al futuro que nosotros mismos hemos preparado. Cuando Illich
escribió libros como La Convivencialidad y Némesis Médica, todavía esperaba que la vida dentro de
límites fuera posible. Trató de identificar los umbrales en los que la
tecnología debe ser restringida para preservar al mundo en la escala local,
sensible y conversable en la que los seres humanos puedan seguir siendo los
animales políticos que Aristóteles pensó que estábamos destinados a ser. Muchos
otros tuvieron la misma visión, y muchos han intentado en los últimos cincuenta
años mantenerla viva. Pero no hay duda de que el mundo del que Illich nos
advirtió ha llegado a ser. Es un mundo que vive principalmente en estados
desencarnados y espacios hipotéticos, un mundo de emergencia permanente en el
que la próxima crisis siempre está a la vuelta de la esquina, un mundo en que
el incesante parloteo de la comunicación ha estirado el lenguaje más allá de su
punto de ruptura, un mundo en el que una ciencia sobregirada se ha vuelto
indistinguible de la superstición. ¿Cómo entonces pueden las ideas de Illich
lograr ser compradas en un mundo que parece haberse alejado del alcance de sus
conceptos de escala, equilibrio y significado personal? ¿No debería uno
simplemente aceptar que el grado de control social que se ha ejercido
recientemente es proporcional y necesario en el sistema inmune global del cual
somos, en la expresión de Haraway, “componentes bióticos”?
Puede
ser, pero un viejo axioma político que se puede encontrar en Platón, Thomas
More y, más recientemente, en el filósofo canadiense George Grant, dice que si
no puedes lograr lo mejor, al menos evita lo peor. Y las cosas ciertamente
pueden empeorar como resultado de esta pandemia. Ya se ha convertido en un
lugar común algo ominoso que el mundo no será el mismo una vez que termine.
Algunos lo ven como un ensayo y admiten francamente que, aunque esta plaga en
particular puede no justificar completamente las medidas que se toman contra
ella, estas medidas constituyen un ensayo valioso para plagas futuras y
potencialmente peores. Otros lo ven como una “llamada de alarma” y tienen la
esperanza de que, cuando todo termine, una humanidad escarmentada empiece a
alejarse del abismo. Mi temor, y creo que muchos lo comparten, es que nos
dejará una predisposición para aceptar una vigilancia y un control social mucho
mayores, más telepantallas y más telepresencia, y una mayor desconfianza. En
este momento, todo el mundo describe de manera optimista el distanciamiento
físico como una forma de solidaridad, pero también es una práctica en
considerar uno al otro, e incluso a nosotros mismos –“no toques tu cara”– como
posibles vectores de la enfermedad.
Ya
dije que el riesgo es una de las certidumbres que la pandemia está
profundizando en el imaginario popular. Pero esto es fácil de pasar por alto
puesto que al riesgo se lo mezcla muy fácilmente con el peligro real. La
diferencia, yo diría, es que al peligro se lo identifica por un juicio práctico
basado en la experiencia, mientras que el riesgo es una construcción
estadística que corresponde a una población. En el riesgo no caben la
experiencia individual ni el juicio práctico. El riesgo te dice sólo lo que
sucederá en general. Es un resumen deducido de una población, no
una imagen concreta de persona alguna, ni una guía sobre el destino de esa
persona. El destino es un concepto que simplemente se disuelve frente al
riesgo, donde todos están dispuestos, de modo incierto, en la misma curva. Lo
que Illich llama “la historicidad misteriosa” de cada existencia, o, más
simplemente, su sentido, queda anulado. Durante esta pandemia, la sociedad del
riesgo ha alcanzado la mayoría de edad. Esto es evidente, por ejemplo, en la
tremenda autoridad que se ha otorgado a los modelos [matemáticos], incluso
cuando todos saben que están alimentados por poco más de lo que uno espera sean
conjeturas informadas. Otro elemento que lo ilustra es la familiaridad con la
que la gente habla de “aplanar la curva”, como si se tratara de un objeto
cotidiano, incluso he escuchado canciones al respecto. Cuando se vuelve un
objetivo de la política pública operar sobre un objeto matemático puramente
imaginario, como una curva de riesgo, es seguro que la sociedad del riesgo ha
dado un gran salto adelante. Creo que esto es lo que Illich quiso decir sobre
lo desencarnado: lo impalpable se vuelve palpable, lo hipotético se vuelve real
y el ámbito de la experiencia cotidiana se vuelve indistinguible de su
representación en redacciones, laboratorios y modelos estadísticos. Los humanos
han vivido, en todo momento, en mundos imaginarios, pero creo que esto es
diferente. En el ámbito de la religión, por ejemplo, incluso los creyentes más
ingenuos son conscientes de que los seres que invocan y a los que se dirigen en
sus encuentros no son objetos cotidianos. En el discurso de la pandemia, todos
se familiarizan con fantasmas científicos como si fueran tan reales como las
rocas o los árboles.
Otra
característica relacionada del panorama actual es el gobierno a través de la
ciencia y su complemento necesario: la abdicación del liderazgo político.
También éste es un campo labrado y preparado para plantar desde hace mucho.
Illich escribió hace casi cincuenta años en La Convivencialidad que
la sociedad contemporánea está “obnubilada por un delirio respecto a la
ciencia”. Este delirio asume muchas formas, pero su esencia es construir a
partir de las prácticas desordenadas y contingentes de un montón de ciencias un
único becerro de oro ante el cual todos debemos inclinarnos. Es este espejismo
gigante el que generalmente se invoca cuando se nos indica que “escuchemos a la
ciencia” o comunica qué “muestran los estudios” o “dice la ciencia”. Pero no
hay tal cosa llamada "la ciencia", sólo las ciencias,
cada una con sus usos únicos y sus limitaciones particulares. Cuando “la
ciencia” se abstrae de todas las vicisitudes y sombras de la producción de
conocimiento, y se la eleva al rango de oráculo omnisciente cuyos sacerdotes
pueden ser identificados por sus atuendos, sus posturas solemnes y sus
credenciales impresionantes, el que queda maltrecho, en opinión de Illich, es
el juicio político. No hacemos lo que parece bueno para nuestro rudo y simple
entendimiento de cómo están las cosas aquí sobre el terreno, sino sólo aquello
que puede disfrazarse como lo que la ciencia dice. En un libro
llamado Rationality and Ritual, el sociólogo de la
ciencia Brian Wynne examinó una investigación pública realizada por un
juez de la Corte Suprema del Reino Unido en 1977 sobre la cuestión de si una
nueva planta debería agregarse al complejo de energía nuclear británico. Wynne
muestra cómo el juez abordó la cuestión como algo que “la ciencia” pueda
responder – ¿es seguro? – sin necesidad de consultar principios morales o
políticos–. Este es un caso clásico de desplazamiento del juicio político sobre
las espaldas de la Ciencia, concebida en los términos mitológicos que bosquejé
antes. Este desplazamiento es ahora evidente en muchos campos. Uno de sus
rasgos distintivos es que los individuos, pensando que “la ciencia” sabe más de
lo que sabe, imaginan que ellos saben más de lo que efectivamente saben. Ningún
conocimiento real necesita respaldar esta confianza. Los epidemiólogos pueden
decir con franqueza, como muchos lo han dicho, que, en el presente caso, hay
muy poca evidencia sólida como para avanzar, pero esto no ha impedido que los
políticos actúen como si fueran simplemente el brazo ejecutivo de la Ciencia.
En mi opinión, la adopción de una política de poner en semi–cuarentena a los
que no están enfermos –una política que puede tener consecuencias desastrosas
en el futuro en cuanto a empleos perdidos, negocios fallidos, personas
angustiadas y gobiernos asfixiados por la deuda– es una decisión política y
debe ser discutida como tal. Pero, en este momento, las faldas anchas de la
Ciencia protegen a todos los políticos de la mirada pública. Tampoco nadie
habla de inminentes decisiones morales. La ciencia decidirá.
En
sus últimos escritos, Illich introdujo, aunque nunca lo desarrolló realmente,
un concepto que denominó “sentimentalismo epistémico”; no es algo fácil de
retener, sin duda, pero creo que arroja luz sobre lo que está sucediendo
actualmente. Su argumento, en resumen, es que vivimos en un mundo de
“sustancias ficticias” y de “fantasmas administrativos” –cualquier cantidad de
bienes nebulosos, desde la educación definida institucionalmente hasta la
patogénica “búsqueda de la salud”, podrían servir de ejemplo– y que en este
“desierto semántico lleno de ecos confusos” necesitamos “algún fetiche
prestigioso” que nos reconforte como la «manta de [seguridad] Linus». En el
ensayo que he estado citando su principal ejemplo es la “Vida”. El
“sentimentalismo epistémico” se adhiere a la Vida, y la Vida se convierte en el
estandarte bajo el que los proyectos de control social y extralimitación
tecnológica adquieren calidez y brillo. Illich llama a esto
sentimentalismo epistémico porque involucra a objetos construidos
desde el conocimiento que luego se naturalizan al amparo de la amable tutela
del “prestigioso fetiche”. En el presente caso, estamos salvando vidas
frenéticamente y protegiendo nuestro sistema de atención en salud. Estos
nobles objetivos dan paso a un torrente de sentimiento que es muy difícil de
resistir. Para mí se resume en el tono casi santurrón con que nuestro Primer
Ministro se dirige a nosotros a diario. ¿Pero quién no está en una agonía del
cuidado? ¿Quién no ha dicho que nos estamos evitando unos a otros debido a la
profundidad de nuestro cuidado mutuo? Este es un sentimentalismo epistémico no
sólo porque nos consuela y hace que una realidad fantasmal parezca humanitaria,
sino también porque oculta las otras cosas que están sucediendo, como ser: el
experimento masivo de control y acatamiento social, la legitimación de la
telepresencia como modo de sociabilidad y de instrucción, el aumento de la
vigilancia, la normalización de la biopolítica y el refuerzo de la conciencia
del riesgo como fundamento de la vida social.
Otro
concepto que creo Illich aporta a la discusión actual es la idea de los “equilibrios
dinámicos [multidimensionales]” que desarrolla en La Convivencialidad.
Esta idea me surgió recientemente mientras leía una refutación de la posición
disidente del filósofo italiano Giorgio Agamben sobre la pandemia. Agamben
había escrito previamente en contra de la inhumanidad de una política que
permite que las personas mueran solas y luego prohíbe los funerales, arguyendo
que una sociedad que pone la «pura vida» (nuda vita) por encima de la
preservación de su propia forma de vida ha aceptado lo que equivale a un
destino peor que la muerte. La colega filósofa Anastasia Berg, en su respuesta,
expresa respeto por Agamben, pero luego afirma que él ha perdido el rumbo. La
gente está cancelando los funerales, aislando a los enfermos y evitándose unos
a otros no porque la mera supervivencia se haya convertido en lo más importante
de la política pública, como afirma Agamben, sino en un espíritu de sacrificio
amoroso que Agamben es demasiado obtuso y teorizante para apreciar. Las dos
posiciones parecen radicalmente opuestas, y la elección una de tipo “o bien lo
uno, o lo otro”. Una ve el distanciamiento social, a lo Anastasia Berg, como
una forma de solidaridad paradójica y sacrificada, o uno lo ve a lo Agamben
como un paso fatídico hacia un mundo donde las formas de vida heredadas se
disuelven en una atmósfera de supervivencia a toda costa. Lo que Illich intentó
argumentar en La Convivencialidad es que las
políticas públicas siempre deben apuntar a un equilibrio entre dominios
opuestos, racionalidades opuestas, virtudes opuestas. Todo el libro es un
intento por discernir el punto en el que unas herramientas útiles –las
herramientas conviviales– se convierten en herramientas que se vuelven fines en
sí mismas y comienzan a dictar el comportamiento de sus usuarios. Del mismo
modo, trató de diferenciar el juicio político práctico de la opinión experta,
el lenguaje casero familiar del discurso prefabricado de los medios masivos,
las prácticas vernáculas de las normas institucionales. Desde entonces, muchos
de estos intentos de distinción se han ahogado en el fondo monocromático del
“sistema”, pero pienso que la idea aún puede ser útil. Nos anima a hacer la
pregunta, ¿qué es suficiente? ¿dónde está el punto de equilibrio?
En
este momento, esta pregunta no se hace porque los bienes que buscamos
generalmente se consideran ilimitados: no podemos imaginar, por principio,
tener demasiada educación, demasiada salud, demasiada ley o demasiado de cualquiera
de los otros servicios básicos institucionales sobre los que prodigamos nuestra
esperanza y nuestra sustancia. Pero, ¿y si se restituyera la pregunta? Esto
requeriría que preguntemos de qué manera Agamben podría estar en lo cierto, si
bien dando aún cabida al argumento de Berg. Tal vez se podría encontrar un
punto de equilibrio. Pero esto requeriría cierta capacidad para sostener una
mente dividida –el sello mismo del pensamiento, según Hannah Arendt–, así como
el resurgimiento del criterio político. Semejante ejercicio de juicio político
implicaría una discusión de lo que se está perdiendo en la crisis actual, así
como de lo que se está ganando. ¿Pero quién delibera en una emergencia?
Movilización total –preocupación total – la sensación de que todo ha cambiado –
la certidumbre de vivir en un estado de excepción en vez de estar en tiempos
normales – todas estas cosas van en contra de la deliberación política. Se
trata de un círculo vicioso: no podemos deliberar porque estamos en una
emergencia y estamos en una emergencia porque no podemos deliberar. La única
forma de salir del círculo es por la forma de entrar –la forma creada por los
supuestos que se han vuelto tan arraigados que parecen obvios–.
Illich
tuvo la sensación, durante los últimos veinte años de su vida, de que estábamos
en un mundo encerrado en «una ontología de los sistemas», un mundo inmune a la
gracia, alejado de la muerte y totalmente convencido de su deber de gestionar
cada eventualidad: un mundo, como lo dijo una vez, en el que “abstracciones
fascinantes y cautivadoras del espíritu se han extendido sobre la percepción
del mundo y de uno mismo como fundas de plástico para almohada”. Semejante
punto de vista no se presta fácilmente a las prescripciones de políticas. Las
políticas se adoptan en el momento de acuerdo con las exigencias del momento.
Illich hablaba de modos de percibir, de pensar y de sentir que se habían
deslizado al interior de las personas a un nivel mucho más profundo. En
consecuencia, espero que nadie que haya leído hasta aquí piense que he estado
haciendo propuestas simplistas de políticas en lugar de tratar de describir un
destino que todos compartimos. Aun así, mi visión de la situación es
probablemente lo suficientemente clara por lo que he escrito. Creo que de este
túnel en el que hemos entrado –de distanciamiento físico, aplanamiento de la
curva, etcétera– será muy difícil salir: o bien lo cancelamos pronto y
enfrentamos la posibilidad de que todo haya sido en vano, o lo extendemos y
creamos daños que pueden ser peores que las bajas que hemos evitado. Esto no
quiere decir que no debamos hacer nada. Esto es una pandemia.
Pero habría sido mejor, en mi opinión, intentar seguir adelante y utilizar la
cuarentena selectiva para los enfermos testeados y sus contactos. Cerrar los
estadios de béisbol y los grandes campos de hockey, por supuesto, pero también
mantener abiertas las pequeñas empresas e intentar espaciar a los clientes de
la misma manera que lo hacen las tiendas que siguieron abiertas. ¿Morirían más
por eso? Quizás, pero esto está lejos de ser evidente. Y ese es exactamente mi
punto: nadie lo sabe. El economista sueco Fredrik Erixon, director del Centro
Europeo para la Economía Política Internacional, planteó lo mismo recientemente
en defensa de la actual política de precaución sin confinamiento de Suecia. “La
teoría del confinamiento”, dice, “no ha sido probada”, lo cual es cierto, y, en
consecuencia, “no es Suecia la que está llevando a cabo un experimento masivo.
Son todos los demás”.
Pero, para decirlo
nuevamente, mi intención aquí no es cuestionar las políticas, sino sacar a la
luz las certidumbres prácticas que hacen que nuestras actuales políticas
parezcan incuestionables. Déjenme tomar un último ejemplo. Recientemente, un
columnista del periódico de Toronto sugirió que la emergencia actual puede
interpretarse como una elección entre “salvar la economía” o “salvar a la
abuela”. En esta figura, dos certidumbres de primer orden se enfrentan entre
sí. Si tomamos estos fantasmas como cosas reales en lugar de como
construcciones cuestionables, sólo podemos terminar fijando un precio a la
cabeza de la abuela. Es mejor, sostengo, tratar de pensar y hablar de una
manera diferente. Quizás las elecciones imposibles que nos plantea el mundo de
los modelos [matemáticos] y la gestión [burocrática] son una señal de que las
cosas se están enmarcando de manera incorrecta. ¿Hay alguna manera de pasar de
la abuela como “grupo demográfico” a una persona que pueda ser consolada y
acompañada hasta el final de su camino; de La Economía como la máxima
abstracción hasta la tienda de calle en la que alguien ha invertido todo lo que
tienen y que ahora lo pueden perder? En la actualidad, «la crisis» mantiene a
la realidad como rehén, cautiva en su sistema cerrado y hermético. Es muy
difícil encontrar una forma de hablar en que la vida sea algo
diferente y más que un recurso que cada uno de nosotros debe gestionar,
conservar y, finalmente, salvar de manera responsable. Pero creo que es
importante analizar detenidamente lo que ha salido a la luz en las últimas
semanas: la capacidad de la ciencia médica para «decidir sobre la excepción» y
luego tomar el poder; el poder de los medios para reconstruir lo que se percibe
como realidad, mientras niegan su iniciativa propia; la abdicación de la
política ante la Ciencia, incluso cuando no hay una ciencia; la inhabilitación
del juicio práctico; el poder aumentado de la conciencia de riesgo; y la
emergencia de la Vida como el nuevo soberano. Las crisis cambian la historia,
pero no necesariamente para mejor. Mucho dependerá de lo que se entienda ha significado
el suceso. Si en lo que venga después, las certidumbres que he esbozado aquí no
se ponen en duda, entonces el único resultado posible que puedo ver es que ellas
se fijarán aún más firmemente en nuestras mentes y se volverán obvias,
invisibles e incuestionables.
*David Cayley es un radiodocumentalista canadiense y editor/autor de varios libros, entre ellos, Ivan Illich in Conversation (1992) y The Rivers North of the Future. The Testament of Ivan Illich as told to David Cayley (2005)
Artículo original publicado en blog del autor el 8 de abril, 2020 [http://www.davidcayley.com/blog/2020/4/8/questions-about-the-current-pandemic-from-the-point-of-view-of-ivan-illich-1]
Traducción colaborativa en https://lavoragine.net/pandemia-ivan-illich/ revisada y corregida por Hernando Calla, La Paz (Bolivia), actualizada al 31 de mayo, 2020
[1] Iván Illich, Némesis Médica
(1976). En Obras Reunidas I, México: Fondo de Cultura Económica, 2006 [p.
614–15]
Referencias
adicionales
A
continuación, algunos enlaces a los artículos que he citado antes o que influyeron
en mi pensamiento sobre el tema:
https://off-guardian.org/2020/03/17/listen-cbc-radio-cuts-off-expert-when-he-questions-covid19-narrative/ (Esta historia está mal titulada –Duncan
McCue no le corta la palabra al Dr. Kettner– es justamente porque Kettner llega
a plantear muchos puntos fuertes que el ítem es valioso)
https://www.journal-psychoanalysis.eu/coronavirus-and-philosophers/ (La opinión de Agamben se puede
encontrar aquí junto a muchos otros materiales interesantes)
Giorgio
Agamben’s Coronavirus Cluelessness (La crítica de Agamben por Anastasia Berg)
https://www.spectator.co.uk/article/no-lockdown-please-w-re-swedish
(Frederik Erixon)
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