por Jean Robert
INTRODUCCIÓN *
A un año de haberse desatado la “crisis”, su espectro ya se hizo sombra sobre la tierra que los hombres pisan todos los días. Aterrizó y la angustiante lucha por el hoy tomó el lugar de las preocupaciones por el mañana. Pero ni siquiera ahí arriba causa el estupor y el sálvese quien pueda de los primeros días. Frente a un mal que empieza a ser conocido y a la ausencia de escapatorias, ¿qué hacer, sino experimentar posiciones que permitan el mayor confort en la incomodidad, como cuando uno busca el sueño en una cama desecha? Después de la fase aguda que fue la “crisis” en el sentido literal de “encrucijada”, la fase crónica y la adaptación a lo que sea. “A lo que sea”: expresión cargada de malos agüeros. Dejando de ser una amenaza en el cielo de mañanas inciertas, la crisis se arraigó en el suelo, bajo los pies de cada vez más personas. Es, hoy, totalmente, aquí abajo y ahora.
¿Ha cambiado el mundo? ¿En que medida? Allá arriba, sobran las voces que nos dicen que no, que ya estamos saliendo de la zona de las turbulencias, mientras que los pilotos de lo que aun llamamos “la Economía” anuncian que vislumbran una clara después de un último conglomerado de nubes negras. Como los meteorólogos que nos dicen qué tiempo hará mañana, puede ser que tengan razón. Puede ser que sí, puede ser que no. En materias dominadas por la incertidumbre, todo es posible, sobre todo tratándose de un fenómeno donde los “hechos” reflejan más la opinión general sobre una “realidad” cuyo referente es la opinión que se tiene de la probabilidad de que se realice. Traten de leer la última frase en alta voz y muy rápidamente: vale como una suerte de diagnóstico, simplificado para que lo puedan entender los deudos de la paciente, de lo que le esta pasando a doña Economía Financiera Un capítulo de este libro será dedicado a la muy especial lingüística en la que los doctos y doctores, cuando quieren que sólo los entiendan otros doctos, profieren sus diagnósticos y pronósticos sobre esos fenómenos autorreferenciales que son los “hechos financieros” de hoy. Llamo los “hechos financieros” autorreferenciales , porque, contrariamente a la palabra árbol, que apunta hacia un referente concreto, “ahí afuera”, en la lingüística financiera, la expresión “hechos financieros” se refiere poco a realidades externas. Es decir que no tiene referente fuera de la esfera de las finanzas, lo cual no significa que no tenga repercusiones aquí abajo, sino que la lingüística de los financieros sirve para que puedan olvidarse de las consecuencias lejanas de sus actos en el mundo real.
Como desechos de satélites que caen sobre la tierra, los terminajos del mundo financiero contaminan el lenguaje común. Pero eso no significa que cada vez que palabrotas como @@@** surgen en una conversación común, el que las pronuncia tenga poder sobre los conceptos con los cuales, ahí arriba, los economistas y financieros construyen su realidad virtual. Cuando los doctos creen que nadie extraño a sus círculos los escucha, se apresuran en explicar en voz baja que se trata de “hechos” que, contrariamente a la concretad de un terremoto, se originan en “lo que cada inversionista piensa de que los otros piensan que él piensa de lo que piensan …. de sus movidas presentes y futuras en la bolsa de valores, en fin, nos entendemos: estamos hablando de aquello que enseñan todas las teoría monetarias neo-liberales”. Es decir que son “hechos” que se originan arriba en la imaginación [el imaginario financiero] antes de que nos golpeen aquí abajo. Ahora bien, “autorreferencial” no quiere decir “sin consecuencias reales”. Los acontecimientos de los últimos meses enseñan al contrario que esos juegos de espejos en el gran show de la Opinión también generan tsunamis virtuales realmente destructores de patrimonios, seguridades, ahorros e ingresos. Quizás debamos revisar el concepto de “opinión pública” que, allá en las altas esferas, manejan los doctos árbitros de los letales juegos financieros. Es “pública” como lo son las plazas y calles tan llenas de coches que el público peatón ya no se halla en ellas.
Es[te] es un libro que quiere dirigirse a los peatones de la economía. Después de ponernos de acuerdo en que no todo mundo hace parte del gran “público” en la misma medida, sino que hay el público a pie y el público montado, hay que hacer otra distinción importante. Cuando se compara la catástrofe destructora de patrimonios por la que atravesamos con un desastre natural, se comete lo que los lingüistas llaman una metáfora coja. ¡Que bueno que las metáforas puedan cojear! Es lo que les da juego en los dos sentidos de la palabra: falta de ajuste mecánico y espacio para jugar. Esas faltas de precisión o juegos son fallas por donde puede entrar la poesía. Pero este texto pretende ser analítico y por ello, tiene que ir más allá del poder poético de las metáforas. En su fase aguda, la crisis no fue ni un terremoto, ni una tormenta, ni, menos, un tsunami, aun si, no sólo los periodistas, sino los más famosos matemáticos de las finanzas hablaron de un tsumani financiero. En realidad, el frente de la batalla en la que unos ganaron y muchos perdieron, en que pocos siguen jugando y cada vez más sufren, en que muchos resultan heridos y no pocos mueren no es comparable con una catástrofe natural como un sismo, un huracán o una sequía. Entonces, ¿es una guerra, como lo sugerí cuando hablé de “frente de batalla”? Pido disculpas: fue otra metáfora coja. El escenario en el cual la crisis nos cayó desde arriba no es exactamente el teatro de las guerras, por lo menos, no en primera instancia, no en su origen. Es decir que, para la gente a pie, la catástrofe económica no se inició como una guerra de la que hicieran parte. Decir eso parece contradictorio, porqué bien sabemos que, en las altas esferas de los poderes políticos, económicos y facticios, facciones adversas se pelean a muerte por codicia y envidias. Las noticias de sus luchas por el dinero, la hegemonía y el poder contaminan “nuestra” prensa y sus cadáveres son frecuentemente arrojados a nuestras barrancas. De que sí, hay una guerra o guerras sobran los síntomas. Pero, bajo lo que llamaría yo estos “síntomas de guerra adquiridos”, hay otros tejemanejes cuyo estudio requiere otros conceptos que los que se aplican al análisis de las guerras. Hay que entender como gente montada en los caballos de sus espejismos y sueños de poder logra convencer a gente a pie de que, si ésta les hace confianza y apoya sus proyectos (de desarrollo, de fraccionamientos, de mega aeropuertos en Atenco, de enriquecimiento caído del cielo) ellos también, los de abajo, recibirán su hueso en forma de un bocho [VW "escarabajo") y un changarro o de un doctorado en Harvard para alguno de sus hijos. Quizá no hoy, pero mañana sí.
Ni catástrofe natural ni verdadera guerra, la crisis económica se inició en un tercer frente cuyos movimientos primordiales no se originan en la naturaleza, ni en la violencia brutal, sino en la imaginación colectiva. Cuando el imaginario popular se deja contaminar por los sueños de arriba, se instaura una falsa paz. Es evocando a ese tercer frente, ni catástrofe natural ni propiamente hablando guerra, que el pintor Francisco Goya escribió: “el sueño de la razón engendra monstruos”. Ivan Illich escribió al respecto:
Mucho sufrimiento ha sido siempre obra del hombre mismo. La historia es un largo catálogo de esclavitud y explotación, contado habitualmente en las epopeyas de conquistadores o contado en las elegías de las víctimas. La guerra estuvo en las entrañas de este cuento, guerra y pillaje, hambre y peste que vinieron inmediatamente después. Pero no fue hasta los tiempos modernos que los efectos secundarios no deseables, materiales, sociales y psicológicos de las llamadas empresas pacíficas empezaron a competir en poder destructivo, con la guerra.1
Según Illich, las devastaciones provocadas por los efectos de “empresas pacíficas” deben distinguirse, por un lado, de los daños provocados por violencias naturales y, por otro, de la esclavitud, el pillaje y la explotación causadas por la codicia de hombres que pueden ser vecinos.
[L]a naturaleza y el vecino son sólo dos de las tres fronteras con las que debe habérselas el hombre. Siempre se ha reconocido un tercer frente en el que puede amenazar el destino. Para mantener su viabilidad, el hombre debe también sobrevivir a sus sueños que el mito ha modelado y controlado. Ahora, la sociedad debe desarrollar programas para hacer frente a los deseos irracionales de sus miembros más dotados. Hasta la fecha, el mito ha cumplido la función de poner límites a la materialización de sus sueños de codicia, de envidia y de crimen. El mito ha dado seguridad al hombre común que está a salvo en esta tercera frontera si se mantiene dentro de sus límites. El mito ha garantizado el desastre para esos pocos que tratan de sobrepasar a los dioses.2
En otras obras, Illich argumenta que los mitos tradicionales mantienen la proporcionalidad entre el individuo y su comunidad, entre esa y la naturaleza. El desastre provocado por los que “tratan de sobrepasar a los dioses” es, hoy, el monstruo engendrado por un sueño de la razón: espejismo de poder sin límite, voluntad desproporcionada de saber, riqueza desarraigada de todo control comunitario, sueño de ubicuidad [aquella pesadilla en que uno puede estar presente en todas partes y arreglar los asuntos del otro lado del mundo].*** Los mitos contenían esas locuras en los dos sentidos de la palabra contener: eran narraciones sobre héroes y hombres locos que jugaban a ser dioses, pero al mismo tiempo impedían que esas locuras contaminaran al conjunto de la sociedad. Al contener la desproporción, los mitos le asignaban un lugar fuera del sentido común que guiaba la conducta de los hombres verdaderos. Lo que vivimos desde el otoño pasado es el efecto de sueños de poder desproporcionados y de omnisciencia desencadenados de sus ataduras tradicionales. Al caer sobre la tierra como desechos, amenazan el sentido común de la gente, que es percepción de la proporción, de la escala, de la justa importancia de las cosas y de los límites de las fuerzas propias.
En el mundo de las finanzas, ahí en los sueños de la razón de arriba, mientras todo mundo pensaba que todo iba bien, todo iba bien, hasta que una perturbación incitó algunos inversionistas a actuar como si todo iba a ir mal y, con ello, a realizar su propia profecía. En jerga financiera, eso se llama pasar de la “especulación al alza” a la “especulación a la baja”. Ya se señaló el que, después del sálvese quien pueda del año pasado, lo que más frecuentemente se oye ahora son llamados a la calma. Más allá de las turbulencias provocadas por la progresiva generalización de la desconfianza, entraríamos a un mundo “como el de antes”, dicen los que quieren que todo vuelva “como antes”, es decir, que se les vuelva a tener confianza. Esa ilusoria restitución de la normalidad de antes se llama la recuperación. Pero los que predican la recuperación pasan por alto la única pregunta seria sobre su fundamento: ¿era justificada la confianza?, ¿es, hoy, justificada? Cuando los que manejan la máquina económica desde las alturas prometen la recuperación de la Economía, lo que quieren recuperar es la confianza que alguna vez se les tuvo. Por eso prometen devolvernos un mundo “como el mundo de antes”. Omiten decir “un mundo más sombrío, triste, controlado y aburrido, más desesperado”. Y con más miseria también. Según ellos, este mundo recuperado será un mundo en él que los de abajo tendrán que hacer más sacrificios para “salvar la Economía”.
Pedir a la gente de a pie que haga sacrificios para salvar la Economía, ¿no es como si los ingenieros en transporte quisieran pedir a la gente de a pie “salvar el Automóvil”? ¿Y como puede la gente de a pie hacer algo para los coches? ¡Dejando de caminar en las calles y en las plazas para que haya más espacio para los vehículos! Y más clientes también para la industria automotriz. En éste mundo recuperado, lo que fue una vez una pobreza digna y asumida porque era dueña de sus medios de subsistencia, se reprimiría aun más impunemente que antes. Y nosotros, que fuimos una vez peatones confiados en el poder de nuestros pies, sólo sobreviviríamos en calles cada vez más inhóspitas o - ¿para salvar a General Motors?- nos volveremos usuarios y pasajeros de vehículos hasta para ir a la tienda de la esquina.
Decir pobres dignos y dueños de sus medios de subsistencia es decir pobres dueños de sus territorios. Es decir también gente de abajo capaz de sobrellevar las crisis y de sobrevivir a la nueva normalidad porqué su subsistencia no depende totalmente de la producción capitalista y de sus redes de distribución de las mercancías marginalmente comestibles que la gente de ciudad tiene que comprar en los supermercados. En muchas partes de México, los pobres empiezan a usar un nuevo concepto para diferenciar la pobreza digna de la miseria. Es el concepto de territorialidad. A lo mejor, muchos no saben que, con ello, están inventando un potente concepto analítico nuevo para hablar de una vieja realidad que tiene que ver con el cultivo, la cultura, las costumbres y también la hospitalidad y, por supuesto, la subsistencia, palabra deshonrada por el mal uso que le dieron los lingüistas de arriba.
[Como lo resalta Gustavo Esteva], [l]a reivindicación de la territorialidad va mucho más allá del clásico reclamo por la tierra. Un campesino individual necesita una tierra si quiere seguir cultivando. Una comunidad requiere un territorio con su agua, sus bosques o sus matorrales, con sus horizontes, su percepción de “lo nuestro” y de “lo otro”, es decir de sus límites, pero también con las huellas de sus muertos, sus tradiciones y su sentido de lo que es la buena vida, con sus fiestas, su manera de hablar, sus lenguas o giros, hasta sus maneras de caminar. Su cosmovisión. La territorialidad no es un nuevo chovinismo, no es un llamado a encerrarse en un santuario de tradiciones puras e inamovibles, y menos a “engentarse” temerosamente al modo de los de arriba en sus fortalezas campestres y sus residencias con albercas y canchas, o como los del medio agazapados en sus condominios, fraccionamientos o campos de concentración para ricos venidos a menos o pobres que tratan de lanzarse al asalto de la pirámide social.
Los que diseñan esas residencias campestres amuralladas, esos guetos clasemedieros y campos de concentración para burócratas y obreros merecedores, los que fraccionan el campo antes y los que los pueblan después son todos, lo quieran o no, reinas, alfiles, caballos o peones en el tablero de una despiadada contienda territorial. La territorialidad rechaza la lógica de esta guerra. Es arraigamiento, apego al suelo y a la tierra nodriza, respeto de las tradiciones y capacidad de transformarlas en forma tradicional. Es capacidad de subsistir a pesar de los embates del mercado capitalista. Es reflexión crítica sobre el hoy y el aquí que viene de abajo. La imposición desde arriba de residencias diseñadas para permanecer ajenas al lugar que ocuparán y construidas después de que los trascabos [retroexcavadoras] hayan borrado todas las huellas de vidas pasadas es el contrario exacto de la territorialidad. Hoy en día, este contrario de la territorialidad se llama desarrollo urbano y se enseña en las universidades como diseño arquitectónico.
Las guerras territoriales modernas no dicen su nombre. Se disfrazan atrás de eufemismos: el ya mencionado diseño urbano, el urbanismo, la planificación, con sus cartas urbanas y reglamentos, la extensión, a manera de brazos de estrella de mar que proliferan desde los centros urbanos, de servicios de transporte, de agua, de salud, educación y de diversión. De clubs de golf, de “juegos de números” que son casinos disfrazados, de hoteles donde los cuartos se rentan por hora, de voraces mega-tiendas. El diseño urbano se ha transformado en una especie de roza y quema cuyo instrumento es el trascabo. Lo que luego se edifica en el espacio vacío dejado por las máquinas se parece en el mundo entero: de Acámbaro a Che-Chen, de Bangalore a Sillicone Valley. En cambio, los frutos de la territorialidad se distinguen, en cada sitio particular, por su íntima compenetración con el espíritu de un lugar único.
Si bien el otro bando, el bando de la “antiterritorialidad” no tiene camiseta propia sino que cambia de color según sus intereses del momento, la guerra que lleva sí tiene nombre. Se llama guerra contra la subsistencia. Desde que empezó, hace más o menos quinientos años, ha tenido varias manifestaciones, pero su resultado siempre ha sido la devastación de los territorios donde subsistían y siguen subsistiendo los pueblos. Guerra de gente de arriba contra gente de abajo, materialmente, de gente a caballo contra gente a pie y, hoy, de automovilistas contra peatones.
¿Qué tiene que ver la territorialidad con la crisis? Primero el hecho histórico de que, desde por lo menos cinco siglos, la guerra contra la subsistencia ha sido una guerra de devastación de los territorios de subsistencia de la gente “de abajo”. Segundo el inmenso peligro de que las políticas de rescate de la economía se parezcan a las políticas de desarrollo de las infraestructuras de transporte que usurpan superficies de banqueta y otros espacios peatonales para acomodar más coches en las calles. La gran amenaza inherente a las políticas de rescate, recuperación y normalización de la economía es que usurpen ámbitos de subsistencia para construir en su lugar super-mercados en y lucrativos fraccionamientos o en aras del sueño de los economistas profesionales, el mercado perfecto en que todos los actos de subsistencia serían reducidos a transacciones económicas formales generadoras de divisas y sujetas a impuestos. Si no somos vigilantes, si bajamos la guardia, los sueños de los economistas pueden engendrar monstruosidades sociales aún desconocidas. No faltará quien alabe esos monstruos como prueba de la “creatividad del capitalismo”. Éste autor esta en desacuerdo con toda alabanza al capitalismo que, según él, no es un sujeto o una entidad que1 manipularía y transformaría las sociedades desde afuera. El capitalismo no es otra cosa que la forma de la despiadada guerra contra la subsistencia que caracteriza los tiempos modernos. Su expansión siempre ocurre a costa de territorios, saberes y talentos de subsistencia. Por ejemplo, hay cada vez más señales de que se está fomentando una guerra sucia contra modos de supervivencia hasta ahora tolerados en las márgenes: sobrevivir vendiendo flores en las calles, limpiando parabrisas, pepenando, construyendo su propia casa.
En la « Guía bibliográfica » que concluye su ensayo sobre el trabajo fantasma, Ivan Illich escribía:
La era moderna es una guerra sin tregua que desde hace cinco siglos se lleva a cabo para destruir las condiciones del entorno de la subsistencia y remplazarlas por mercancías producidas en el marco del nuevo Estado-nación. En esta guerra contra las culturas populares y sus estructuras, al Estado le ayudó la clerecía de las diversas Iglesias; luego, los profesionales y sus procedimientos institucionales. A lo largo de esta guerra, las culturas populares y los dominios vernáculos – áreas de subsistencia – fueron devastados en todos los niveles. Pero la historia moderna – desde el punto de vista de los vencidos de esta guerra – queda todavía por escribirse.3
So peligro de seguir aceptando pasivamente la destrucción de los territorios de subsistencia, de los lazos sociales, de las culturas y de la naturaleza bajo el impacto de un nuevo arrebato de crecimiento económico, es absolutamente necesario replantear la cuestión del @ referente real de los discursos económicos. Parte de la cortina de humo atrás de la cual se disimula la ciencia llamada « economía », definida ahí arriba como « teoría de la asignación de medios limitados a fines alternativos » (léase ilimitados) o como « observación de fenómenos de formación de valor bajo la presión de la escasez », emana de la confusión sabiamente mantenida entre la economía y la subsistencia. Léaseme bien: la mentira según la cual la subsistencia – la canasta, la obtención de los medios de supervivencia – es el objeto de la ciencia económica, genera la confusión que es el secreto de su poder.
* Este texto que Jean Robert escribió en el otoño de 2009 forma parte de la Introducción a "La crisis: el despojo impune. Cómo evitar que el remedio sea peor que el mal". México: Editorial Jus, 2010. Serie Conspiratio.
** En la Introducción del libro ya publicado en 2010, Jean reproduce algunas de esas palabrotas (@@@): "subprimas, fondos de inversión libre, venta al descubierto, regla de 2 y 20, especulación a la baja, entidades de propósito especial, permutas de riesgos de insolvencia de créditos, etc."
*** Entre corchetes son algunos ajustes o añadidos al texto del propio autor que aparecen en el libro "La crisis...". Las negrillas añadidas son mías (HC).
1 Ivan Illich, Némesis médica, México: Joaquín Mortiz/Planeta, 1978 [1976], p. 347, reproducido en Obras reunidas, México: Fondo de Cultura Económica, 2007, 2008.
2 Op. cit., p. 348.
3 Obras reunidas , vol. II, México : Fondo de Cultura económica, 2008, p. 166.
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