Capítulo 1
El ritual del llanthu: una experiencia del orden cósmico
A pesar de la estática, el Big Ben estaba llegando hasta mis oídos. Después de un día de arduo trabajo, labrando la tierra con don Julián, me encontraba recostado en mi cama escuchando el servicio internacional de la BBC a través de mi radio Sony. Fue una jornada decepcionante. Habíamos cosechado el único terreno pequeño de la familia con michkha, papa cultivada con riego. Lo que pudimos recoger era una lástima, la mayor parte había sido comida por el urogallo. En términos generales, la papa por cosechar se encontraba en estado lamentable. No había llovido durante más de un mes desde los primeros días de diciembre.
El radionoticioso había terminado cuando abrí los ojos. A la luz tenue de la lámpara de parafina que iluminaba nuestro pequeño dormitorio y despensa familiar de granos y tubérculos, me di cuenta de que algo importante estaba ocurriendo. Don Julián y Remo estaban sentados al borde de la otra cama, hablando quedamente. Se encontraban leyendo hojas de coca extendidas sobre una pequeña tela en el regazo de don Julián. No hace mucho que había estado preocupado por una herida en uno de sus toros y la falta de lluvia. Mediante las hojas de coca, Wirjina, la Virgen tierra, estaba hablando con él, aconsejándole qué hacer.
La
experiencia del llanthu
Nunca pude saber lo que Wirjina decía sobre el toro porque me quedé absorto en el ritual que ella había recomendado para atraer la lluvia a Yaykunaqa: junt’achay llanthuman, “llenar el llanthu”, o simplemente llanthu. Fue el primer ritual prolongado en el que pude participar en toda su extensión durante mi trabajo de campo. Me permitió contar con una interiorización privilegiada de las técnicas rituales y el orden cósmico, poblado por dioses como Tata Mustramu (Dios) y los Kumbres (dioses del cerro), los cuales juegan un papel clave en los dos modelos culturales que examina este libro. [1]
Don Julián, Remo y yo empezamos discretamente, acullicando coca y libando licor de caña (con 96% de grado alcohólico) durante varias horas, por una diversidad de deidades. Hacia la medianoche, nos trasladamos a otro cuarto de adobe al costado del canchón de la casa. Fue la primera vez que entré a este cuarto puesto que la puerta estaba siempre cerrada. Entre los implementos agrícolas, pieles de oveja y cabra, botellas de plástico vacías, bolsas de sal, un viejo tambor lleno de trigo y otros ítems no fáciles de identificar, mis ojos se posaron en una estructura tipo altar con dos velas que proyectaban su luz titilante sobre varias estatuas e imágenes pequeñas de los santos (y vírgenes) de la casa. Don Julián los había heredado de su padre o los había adquirido en persona cuando había salido en peregrinaje a los santuarios mayores. Una de las estatuas había sido un regalo de un patrón de Toracari muy respetado.
Las ch’allas (ofrendas rituales de libación) a los santos y otras deidades se volvían cada vez más elaboradas. Cada cierto rato, Remo vertía un poco de alcohol mezclado con azúcar y agua tibia en una pequeña tutuma (media calabaza utilizada como copa), que nos la pasaba a don Julián y a mí. Rociábamos primero unas cuantas gotas al piso, para Wirjina, mascullábamos algunas frases de libación y secábamos la tutuma en un solo trago. Mientras tanto, nos ofrecíamos coca mutuamente, mascando las hojas en homenaje a las fuerzas divinas. Don Julián y Remo llaman a la coca Mama Yungasa Inala o Inala Mama, una divinidad por sí misma. Mientras cada uno mascullaba sus ch’allas, los otros hablaban, reían o lloraban por la mala suerte de algún vecino, la ausencia del profesor o los objetos exóticos del etnógrafo. Era una ocasión feliz y solemne a la sombra de las velas titilantes.
En algún momento, armamos una Iskina cerca del altar de los santos. Sobre una pequeña mesa de piedra que llegaba a la altura de la rodilla, Remo puso una cajita de madera, del tamaño de un diccionario gordo, lleno de maíz, mientras don Julián la cubría con una inkuña, un pequeño pedazo de tela. La inkuña era doblada en dos pliegues y el viejo Julián puso unas cuantas hojas de coca en los pliegues mientras su hijo añadía unas cuantas monedas grandes, principalmente monedas de 50 centavos de los 70. Sobre la inkuña colocaron dos pequeños turuwasus (tazones de madera con un par de bueyes forjados al medio), uno lleno con vino dulce y el otro con licor de caña. Con esto, la fuerza divina de la Iskina materializó. Continuamos challando y acullicando coca por las deidades. Luego, antes del amanecer, escuchamos las primeras gotas de lluvia deslizándose por la puerta de calamina oxidada de la casa de los santos. Me sentí eufórico por la coca, el alcohol y la divina providencia.
No
obstante, después de dormir algunas horas, el sol había vuelto a abrasar los
campos de Yaykunaqa. Encontré a don Julián sentado fuera de casa. Supe de inmediato
que se había trasnochado, continuando con más ch’allas, ya que no había
salido para arrear el ganado de toros, vacas, dos caballos y dos burros que tenía
la familia. Como persona mayor, esta se había vuelto su principal labor doméstica,
aunque esta vez uno de sus nietos se había encargado de ello. Estaba rondando
por la casa, preparándose para una noche decisiva, como él mismo dijo. Me senté
en una piedra próxima, disfrutando de la espléndida vista de los altos cerros
de Mallku Quta y el ayllu Takawani frente a nosotros, el río Sak’ani hacia
abajo y el pueblo de Toracari a unos 5 kilómetros río abajo. Don Julián me
señaló al cerro a mis espaldas, Tata Qalaqala. El Padre Qalaqala se yergue sobre
la comunidad de Yaykunaqa que se extiende sobre sus laderas. Se volvería de
gran importancia en las ch’allas al llanthu.
Cuando cayó la noche otra vez, volvimos a la casa de los santos. Esta vez nos acompañaban los tres hijos de Remo. Retomamos donde lo habíamos dejado la noche anterior, ch’allando y mascando coca tranquilamente. Al poco tiempo Remo y su hijo Edelberto desaparecieron en la oscuridad por unas horas, llevándose consigo dos baldes de manzana trozada remojando en agua. Don Julián me dijo que ellos iban a lavar, mayllay, los campos con ch’uwa (claro, transparente), como llamaba al agua de manzana, rodándola sobre los cercanos campos de ocas, papas y maíz para moldear los estados de ánimo de Wirjina y el Kumbre Qalaqala: este dúo divino tenía que conectarse, para escuchar nuestras ch’allas.
Don Julián, con quien me quedé en casa, se concentró en preparar llamp’aqha o llamp’aq, un elemento central de las ofrendas. [2] Llamp’aqha es un brebaje ceremonial basado en maíz machacado. Ayudé a don Julián a desgranar el maíz, seis yuraq q’urunta, choclos blancos (o amarillos) y seis puka q’urunta, choclos rojos (o marrones). El maíz desgranado era machacado con una pizca de copal (resina aromática), utilizando para ello una piedra de moler en un batán que el día anterior había servido como la Iskina de la familia. Por separado, don Julián molía conjuntamente q’uwa, confite, canela y romero. [3] Muchos ingredientes se habían comprado en la ciudad de Cochabamba, a un día de distancia en bus. Cuando se terminó de moler y mezclar, don Julián se dirigió otra vez a la harina de maíz y copal triturado, a los cuales les añadió agua hasta que se formó una sustancia viscosa. [4] Por último, las dos mezclas fueron combinadas ambas removiendo con un marlo blanco y otro rojo, dando como resultado la llamp’aqha. Antes de dormitar, don Julián armó otra vez la Iskina, colocando el brebaje junto a los dos turuwasus.
Repentinamente –aunque ha debido ser mucho más tarde– unas balas estaban golpeando contra el suelo. Don Julián estaba pegando dos balas contra el suelo de tierra y entre sí: una era una piedra negra reluciente del tamaño de un puño, la otra una concha fosilizada. Los yaykunaqa encuentran balas en el campo donde consideran que un rayo ha pegado contra la tierra. Yo no salía de mi asombro cuando, repentinamente, el sonido cambió a un tono más alto de pequeñas hojuelas metálicas cimbrando entre ellas. Don Julián había reemplazado una de las balas con su anti. Con una mano siguió golpeando la piedra del rayo contra el suelo, mientras su otra mano agitaba una sonaja metálica, el anti. El golpeteo y sonajeo se hicieron cada vez más intensos.
Una voz baja surgió de don Julián, murmurando, susurrando, hablando melodiosamente. El anti sonajeaba, las balas golpeteaban. El sonido vocal profundo siguió murmurando. Una voz alta emergió de don Julián, murmurando, susurrando, hablando rítmicamente. El anti siguió sonajeando, las balas golpeteando. Las voces altas y bajas se turnaban. El hombre Kumbre Qalaqala y la mujer Wirjina se estaban conectando, conversaban a través de don Julián, decidiendo si hacer llover en Yaykunaqa o no.
Un balido se hizo escuchar. Metieron un carnero blanco en la casa y lo carnearon. La sangre se recogió en una tutuma grande. La carne, hígado y riñones eran para nuestro consumo. Don Julián separó cuidadosamente los pulmones, sunqu. Doña Reina –la esposa de Remo– limpió las tripas, mientras don Julián cortaba los pulmones en pedacitos. Una parte de los pulmones y la sangre fueron mezclados con parte de la llamp’aqha que habíamos preparado hace poco. En ese momento, don Julián mandó ir a Remo y su nieto mayor Pablo hasta la punta de Qalaqala. En este lugar, al amanecer, ellos tenían que hacer una ofrenda de intestinos y otros órganos al Mallku Tunari, el cóndor que vive en el cerro Tunari (cerca de la ciudad de Cochabamba), y la llamp’aqha mezclada con sangre y sunqu a Qalaqala. Si entendí bien a don Julián, el dios del cerro Qalaqala compartiría su ofrenda con varias cumbres cercanas, que él me había señalado el día anterior cuando contemplábamos absortos el sensacional paisaje de Mallku Quta y el ayllu Takawani desde su casa en Yaykunaqa. Además, se dejó dos manzanas sin pelar para Qalaqala.
Don Julián
mezcló tres pequeños atados adicionales de sangre, pulmones y llamp’aqha.
Luego salió al sayanku de la familia para ofrendar los atados a Acha[1]chila. El sayanku
es un tipo de santuario familiar que está bien oculto y cobija al dios
Achachila, quien se encuentra en contacto con el distante cerro Tata Tunari. Con
frecuencia, se refieren al Achachila simplemente como Sayanku.
Temprano
por la mañana, Remo volvió de su peregrinaje a la cumbre del Qalaqala. Había
empezado nuevamente a llover. Las gotas refrescantes del día anterior fueron
reemplazadas por una fuerte llovizna que duró como media hora. No suficiente
para tener cierta relevancia agrícola, pero de cualquier manera más de lo que
había llovido todo el mes anterior. Remo mezcló la mayor parte de los saldos de
llamp’aqha, sangre y pulmones, y desapareció otra vez rumbo a sus
cultivos. Más tarde dijo que había visitado todos sus campos, cavando un pequeño
hoyo en el suelo para dejar una parte de la ofrenda ritual para Wirjina. [5] Además
ella recibió –no sé cómo ni cuándo– una manzana sin pelar.
Me resigné a mi estatus de observador relativamente externo, obligado a quedarme atrás en la casa de los santos y aguantando mi curiosidad por lo que estuvieran haciendo precisamente don Julián y Remo. Mi trabajo consistía en ayudar a doña Reina y Pablo a deshuesar el carnero cocinado con un cuchillo que apenas tenía filo. Ese mismo día comeríamos la carne hervida de cordero pero sin sal en honor a los chullpas, las criaturas antropomórficas que habían vivido sobre la tierra antes que Dios creara a la humanidad. Don Julián me dijo que ellos aún deambulan por la punta de los cerros. Los chullpas solían vivir en permanente oscuridad, comiendo los frutos de la naturaleza, sin agricultura ni ganado, sin civilización. Debido a su condición prehumana, no conocían la sal y no había posibilidad de que les gustase en el presente. [6]
Después de comer en abundancia y continuar bebiendo, don Julián, Remo, Pablo y Milton, el tercer hijo de Remo, abrieron finalmente el llanthu de la casa; fue en la tarde del tercer día. Habíamos seguido ch’allando a los dioses. Según don Julián, el dios Llanthu es el hermano sullk’a, el hermano menor del Sayanku. En medio de un campo, sacamos varias piedras planas ocultas bajo la tierra que cubrían el llanthu, un hoyo llenado con huesos de oveja dispuestos ordenadamente dentro de un pequeño cuadrado dibujado con piedras. Claramente los huesos se habían estado acumulando aquí por muchos años. Rodeando de rodillas al hoyo, pusimos algo de llamp’aqha, sangre y pulmones –esta vez por separado– con algo de extra q’uwa al lado de la vieja calavera de oveja que estaba depositada en el llanthu.
De pronto,
don Julián entró en pánico cuando descubrió que 5 de los 8 talones del carnero
que acabábamos de descuartizar estaban desaparecidos. Nos mandaron a buscarlos
a mí y a Pablo en la casa de los santos, encontrando los 5 faltantes. Este era
un asunto delicado puesto que había que enterrar todo el esqueleto para que el
ritual tuviera el efecto esperado. Don Julián separó 3 montoncitos de huesos,
enlazándolos con hilos de q’aytu teñido de rojo, de lana natural llamada
panti millma (lana roja). En los ojos de la calavera del carnero recién
sacrificado, colocó algodón, rodeado de panti millma. La calavera estaba
dispuesta en primer lugar, luego la espina dorsal a un lado, flanqueada en ambos
lados por los huesos de las piernas y pezuñas. Luego venían las costillas encima
de la columna y las piernas, ordenadamente hueso por hueso en el lugar
adecuado, hasta que todos los huesos estuvieron dentro del llanthu.
Luego los últimos restos de sangre y pulmones se rociaron sobre este;
entretanto la restante llamp’aqha, a la que se le añadió q’uwa,
coronaba el pequeño montón ordenado de huesos de oveja enterrados. Habíamos
terminado de llenar el llanthu, cerrándolo nuevamente con las piedras
planas grandes y cubriendo todo con tierra fértil.
Casi no
habíamos hablado todo este tiempo, solo acullicábamos coca. Solo al final, don
Julián nos pidió que hiciéramos algunas ch’allas finales para las deidades
Llanthu, Sayanku, Kumbres, Iskina y, en particular, Wirjina. Las últimas ofrendas
al llanthu habían estado destinadas a la diosa tierra, a las que se
referían como Wirjinaquqawi, la merienda de Wirjina.
Cayó una
lluvia fuerte, salvando una parte de la cosecha de papa. “Yachani” –“Yo sé”–,
dijo don Julián, de pie en la entrada de nuestro cuarto con su ropa empapada,
mirándome con una expresión que daba la impresión de confianza, propósito
logrado y alivio. Después de más de 2 días de intenso ritual, me tocó presenciar
un ejemplo ilustrativo de máximo bienestar a través del ritual.
El
orden cósmico
El ritual
del llanthu roza muchos aspectos de la cosmología campesina. Los momentos de
mayor intensidad y los silencios del ritual expresan poderosamente las
características de cada una de las fuerzas divinas en el valle. Al presentar
los detalles de la divinidad, preparo el terreno para los siguientes capítulos
que se enfocan en la relación entre Dios (Segunda parte) y los dioses del cerro
(Tercera parte), por un lado, y la población campesina, por el otro. Mi
argumento es que este orden cósmico, en última instancia, proporciona a los
campesinos de Toracari un repertorio mental que les permite hacer sentido de
las diferentes relaciones sociales, así como interactuar con ellas (Cuarta
parte).
[.....]
Capítulo 2.
Orar a Gobierno:
distanciamiento campesino del Estado boliviano
[….]
Similitud
entre Gobierno y Dios
El Día de
la Patria –el día de la independencia de Bolivia– es la principal jornada cívica
que se celebra en el campo boliviano. Cada 6 de agosto, todas las escuelas en
el país celebran la creación de la República en 1825. Los campesinos y sus hijos
en Toracari celebran intensamente este día, ya que los estudios históricos muestran
que en el Potosí rural el Día de la Patria fue una celebración común en la
segunda mitad del siglo XIX (Platt 1993). Los toracareños consideran al Día de
la Patria una de sus festividades anuales más importantes. Por ejemplo, don
Julián lo coloca a la par de Carnaval y la fiesta del Tata Espíritu, Pentecostés.
Esta última es la única fiesta de alcance regional que se celebra en su propia
comunidad Yaykunaqa, fiesta que atrae gente de comunidades aledañas y patrones
del pueblo de Toracari. Lo cual nos advierte a que cuidemos de no interpretar
las celebraciones del Día de la Patria como simples actos de la élite mestiza
local para imponer la ideología estatal, que la población campesina se ocupa de
socavar (Gose 2001: 73-79; Wilson 2001). El Día de la Patria tiene la misma
importancia que otras fiestas y es vital para la reproducción del orden cósmico
y social de la población local.[1]
Las
celebraciones del Día de la Patria duran unos seis días, tres días en comunidades
que tienen una escuela primaria y tres días en el pueblo de Toracari, empezando
allí el 5 de agosto.[2] Las celebraciones comunales se desarrollan a través de
ceremonias oficiales organizadas por los profesores: entonación del himno
nacional, discursos a cargo de profesores y estudiantes, números artísticos de
los alumnos, competencias divertidas entre estudiantes y padres de familia, e interpretación
de zampoñas por los músicos de la comunidad. Muchas actividades se realizan en
los patios escolares sobre una tarima elevada decorada con los colores de la
bandera y los retratos de los próceres de la patria: Simón Bolívar y José
Antonio de Sucre. Se alternan elementos patrióticos como la marcha de los colorados
–alumnos vestidos con uniforme de la antigua infantería– con prácticas campesinas
comunes como la ejecución de rituales para las Iskinas de la escuela local, las
cuales garantizan su bienestar para que los profesores enseñen bien. Por
ejemplo, durante la primera noche de festejos, la comunidad participa en
un solemne desfile de teas, realizando un recorrido amplio en torno a la escuela, encabezado por los retratos de Bolívar, Sucre y el escudo nacional de armas, el estandarte de la escuela y la bandera boliviana. La comunidad atraviesa cuatro arcos armados de ramas en los cuatro extremos del recorrido patriótico, los cuales representan a las cuatro Iskinas de la escuela. Al día siguiente, se sacrifica ritualmente un cordero en la principal Iskina del patio escolar. Es de destacar que los participantes enfatizan las referencias al Día del indígena originario campesino, o lo que se solía llamar el Día del Indio, del campesino o de la reforma agraria. Este día se celebra oficialmente el 2 de agosto pero en las comunidades de Toracari se combina con el Día de la Patria en un solo gran evento. En los discursos, los profesores enfatizan la importancia de la creación de la primera escuela indigenal en Bolivia, realizada por el profesor Elizardo Pérez y el jatun jilanku Avelino Siñañi en 1931, razón por la cual el gobierno de entonces había instituido en primer lugar este día oficial en 1937.
El Día de
la Patria –incluido el día del indígena originario campesino– difiere en dos
sentidos significativos de otras festividades importantes. En primer lugar,
durante y después de las conmemoraciones, la gente ora o realiza actos parecidos
a los rezos; y en segundo, los patrones y los campesinos enfatizan su comunalidad,
e incluso su igualdad, durante los rituales. Para el propósito de mi análisis,
la diferencia entre orar y ch’allar (ofrendar, hacer ofrendas de
libación) es una distinción importante. En todas las fiestas, incluido el Día
de la Patria, los campesinos de Toracari rocían ritualmente ofrendando a una
variedad de fuerzas divinas, pero es solo durante el Día de la Patria, Todos
Santos y en los velorios de las almas (de los difuntos) que ellos también
elevan cierto tipo de oraciones. Cuando declaman oraciones públicas en voz
alta, los transeúntes dejan de charlar o chismear para asumir un silencio
respetuoso. Las ch’allas (ofrendas rituales de libación), por otro lado,
consisten en tomar un trago de chicha de maíz (u otra bebida alcohólica)
después de haber rociado unas gotas a Wirjina (la diosa tierra) y murmurando
unos cuantos versos dedicados a las fuerzas divinas relevantes. No es que los
versos de ch’alla sean entonados con menor dedicación o inspiración que
las oraciones, pero ellos tienen un carácter más privado.
Curiosamente, en el Día de la Patria de 2003 varios campesinos oraron al gobierno, rezando el Padrenuestro y el Ave María, las únicas oraciones que se saben de memoria en los ayllus de Toracari. Puede que esta práctica no sea generalizada pero llama la atención a los paralelismos entre las oraciones católicas y el himno nacional. El himno siempre lo cantan todos en el Día de la Patria. En ambos casos –oraciones católicas e himno nacional– los campesinos se expresan en voz alta para ser escuchados por todos, mientras que los oyentes suspenden las actividades que realizan en ese momento; en ambos casos, ellos ejecutan secuencias rituales de estilo formal cuyo significado literal es de segunda importancia, siendo que la mayoría de los participantes no entienden las complicadas frases en castellano que están orando y entonando (p. ej., el primer verso del himno reproducido al inicio de este capítulo). Estas secuencias rituales de las oraciones públicas muestran un contraste marcado con las estrofas de las ofrendas rituales que se murmuran sin seguir mayor orden muchas veces (ver Capítulo 1). Las oraciones y el himno son técnicas rituales parecidas para comunicarse con Dios o Gobierno. En este sentido, el himno nacional constituye una oración específica dedicada al gobierno mediante la cual este último asume rasgos de Dios a los ojos de los campesinos indígenas que practican rituales.
Durante las celebraciones del Día de la Patria y las conmemoraciones de las almas, los campesinos también crean el imaginario de un lugar en el que ellos son iguales a los patrones. Como lo sugiere la distribución de la tierra (ver Capítulo 6), esta igualdad no se refleja en la realidad social de Toracari en el presente. En general, las celebraciones rituales en el valle recrean las diferencias sociales entre campesinos y patrones (ver Capítulo 4). Es más, el aspecto igualitario del Día de la Patria es relativo puesto que los patrones tienden a sentarse en las primeras filas para ver las actuaciones en el patio escolar del pueblo de Toracari, y los principales protagonistas de estas actuaciones son sus hijos e hijas. A pesar de estos detalles, los discursos de los profesores en el Día de la Patria están llenos de homenajes a héroes indígenas como Túpac Katari y Bartolina Sisa, los líderes revolucionarios del siglo XVIII, y a los logros nacionales importantes como ser la primera escuela indigenal y la reforma agraria de 1953. Los profesores –que son, como veremos, mayoritariamente patrones– repiten una y otra vez la consigna movilizadora de esta reforma: “la tierra es de quien la trabaja”.
Es muy
revelador que, durante la segunda noche de festejos del Día de la Patria en las
comunidades, los campesinos vistan a su profesora patrona con ropas indígenas
tradicionales y bailen con ella. Está claro que esto contrasta con la ceremonia
del Día de la Patria en Santa Bárbara de Culta, en el altiplano andino del departamento
de Oruro, colindante con el Norte de Potosí. Allí, muchos indios se sacan sus
atuendos tradicionales y se visten con ropa comprada de tienda para identificarse
con la cultura nacional urbana, para “volverse civilizados” según lo manifiestan
ellos (Abercrombie 1998: 95). De este modo, aunque de maneras opuestas, las
poblaciones indígenas tanto de Santa Bárbara como de Toracari se imaginan en
igualdad de condiciones con los “otros poderosos” (urbano, patrón) durante el Día
de la Patria. Es curioso, algunos comunarios enfatizan que el Día de la Patria
es “para todos los bolivianos, patrones y campesinos”. Un campesino de una
comunidad aledaña fue más preciso: “La fiesta es de la patria donde todos, campesinos
y patrones, somos iguales”.
La patria
está en el centro de lo que experimentan los campesinos durante las fiestas
patrias y parece ofrecer cierto tipo de alternativa utópica a las relaciones sociales
y políticas. Las principales figuras relacionadas con la patria son Bolívar y
Sucre, y la bandera o escudo bolivianos. [3] Hay una referencia constante a
todos ellos en los discursos públicos oficiales de los profesores y durante las
ofrendas rituales de libaciones campesinas que acompañan las celebraciones
formales y que se ofrendan fuera de escenario (Arnold et al. 2000: 254-265).
Aparte de los rituales en las Iskinas de la escuela, estos versos de ch’alla se
enfocan en los padres fundadores de la patria. [4] Don Julián me dice que son
ellos los que constituyen el Gobierno, explicando que todos los presidentes
muertos debieran ser incluidos en las ofrendas rituales a la patria. Otros
restringen el concepto de gobierno al presidente del momento, ofrendando
ritualmente en su nombre.
La
evocación del imaginario de una relación igualitaria entre campesinos y patrones,
combinada con la recitación de oraciones, ocurre también durante los velorios
de las almas y Todos Santos. Estas son las únicas ocasiones rituales en las que
Dios se encuentra en el centro de la práctica ritual local. Por lo general, Dios
no es objeto principal de los ritos en Toracari (ver Capítulo 1) pero, en estos
eventos rituales, son él y su contraparte femenina, la Virgen María (la luna)
–en lugar del gobierno– los que reciben las oraciones, en este caso el
Padrenuestro y el Ave María. [5] Al mismo tiempo, la gente realiza innumerables
ch’allas que acompañan a las almas que van y vienen desde takna
(‘cielo’), un lugar paradisiaco donde Dios los está esperando y donde llegarán
a estar en la otra vida. A destacar, los que participan en estos rituales están
convencidos que todas las personas –o más propiamente, las almas– serán iguales
en takna: campesinos y patrones. El parecido entre gobierno y Dios,
entre patria igualitaria y takna, es evidente.
¿Pero qué
significa el gobierno para los hogares campesinos que viven en las comunidades
alrededor de Toracari? ¿Qué tipo de fuerza tiene el presidente, o los difuntos
presidentes? Cuando se les pregunta, los campesinos siempre tienden a subrayar
la importancia del gobierno. Sin embargo, si inquiero más incisivamente normalmente
provoco perplejidad. Ellos se dan cuenta que el gobierno no hace nada concreto
para sus comunidades. Al tratar de encarar este aparente dilema, resultan
saliendo con dos tipos de respuestas. En primer lugar, se le atribuye al gobierno
haber creado las escuelas. A este respecto, los campesinos en Toracari mencionan
con frecuencia algunos ex presidentes como Víctor Paz Estenssoro (1952-1956,
1960-1964, 1985-1989) y, particularmente, Gualberto Villarroel (1943-1946). Don
Julián me mostró los escombros de la que había sido la primera escuela para los
campesinos en la región, construida en el ayllu Qullana durante la presidencia
de Villarroel. En segundo, al gobierno se lo considera responsable de los
decretos o las leyes. Ellos expresan esta idea en términos muy genéricos,
sin
especificar ninguna ley o decreto gubernamental en particular; lo que añade un
dejo abstracto a una entidad ya percibida como muy impotente (Bigenho 2000:
967). En realidad, su fuerza es tan intangible que los campesinos de Tora[1]cari no saben al
principio cómo responder cuando les pregunto sobre el impacto del gobierno. Le
atribuyen al gobierno cierta clase de norma moral y justicia social, una fuerza
ordenadora principalmente benigna que orienta sus vidas. En este sentido, el
gobierno tiene algunas de las cualidades “sublimes” del “mito de Estado” que
Hansen (2001), inspirado por Kantorowicz, encuentra en Mumbai, India. Sin
embargo, los campesinos de Toracari no asocian con el gobierno ni la sublime
capacidad estatal para la violencia, ni tampoco aquellas dimensiones estatales
“profanas” de Kantorowicz como la parcialidad y la incoherencia.
La concepción local de Dios tiene un paralelo con las ideas de los decretos gubernamentales y la aspiración campesina a la educación. Al igual que el gobierno, se considera que Dios es muy importante pero se lo percibe como un poder remoto que tiene poca influencia concreta sobre las vidas cotidianas (cf. Bouysse-Cassagne y Harris 1987: 50). Si quieren buenas cosechas, hijos inteligentes, ganado saludable o buena fortuna personal, los campesinos organizan rituales complejos para los dioses del cerro, para Wirjina, los santos y otras fuerzas cósmicas, sin oraciones y con escasa mención a Dios. A Dios y la Virgen María solo se los nombra en las primeras frases de las ch’allas y luego desaparecen cuando los rituales más serios ocupan el centro de la atención. Esta correspondencia entre Dios y gobierno confirma anteriores hallazgos en los Andes. Szeminski (1987: 174) corrobora explícitamente el parecido entre Dios y el rey de España –la versión colonial del presidente de la república, diríamos– para los revolucionarios Inka del siglo XVIII. Abercrombie (1998: 399) muestra una asociación similar entre el Estado y los “dioses del cielo” –particularmente el Cristo-Solar, Tatala para la población actual de k’ulta que habita en el departamento de Oruro–. Adicionalmente, la gente del gran ayllu de Macha en el norte potosino sostiene que las viejas monedas de España y del Estado boliviano en la primera mitad del siglo XIX fueron producidas bajo los auspicios del sol y la luna, legitimando el poder del Estado (Platt 1985).
[.....]
Notas de pie de página (Cap. 1)
1. Llanthu significa, literalmente, nube o sombra. Se refiere al propio ritual, al hoyo en el suelo (santuario), donde tienen lugar los procedimientos finales, y a la deidad asociada con él. El llanthu parece ser un ritual que puede ser utilizado para otros propósitos y no solo la lluvia. Es diferente de rituales de lluvia específicos que se encuentran en otras partes de los Andes (cf. Van den Berg 1990: 108-118).
2. En la literatura andina, también se refieren a la llamp’aqha como llampu (Isbell 1985: 155-156; Gose 2001: 214), llumpaja (Bouysse-Cassagne y Harris 1987: 50) y llumpaka (Mariño Ferro 1989: 31).
3. La q’uwa es una planta herbácea que se encuentra en tierras altas de Bolivia cerca de la frontera con Chile. El confite son pequeñas bolitas blancas y rojas de azúcar.
4. En otras ocasiones, la gente mezcla esta sustancia con chicha y vino dulce de uvas en vez de agua.
5. En otra ocasión –cuando se me permitió participar plenamente–, Remo cavó pequeños hoyos en 4 lugares de sus campos (entre ellos, una cuesta reforestada), alineados con las 4 Iskinas de su casa.
Notas
de pie de página (Cap. 2)
1. No
obstante los hallazgos de Harvey (1997) acerca del Estado, son bastante
diferentes a los míos, su análisis de las celebraciones del Día de la Patria en
los Andes peruanos confirma la importancia social y cosmológica de esta fiesta
cívica.
2. En
2012, los campesinos celebraron el Día de la Patria por primera vez recién
desde el 5 de agosto, en sus propias comunidades o en el pueblo. Los jóvenes
alumnos de las escuelas en las comunidades y sus padres ya no bajaron a sumarse
a las festividades de la principal escuela en el pueblo de Toracari. Esto resultó
de un instructivo oficial emitido por el director del distrito escolar de San
Pedro de Buena Vista.
3. No me
he topado con una comprensión local específica de la bandera nacional como la
que muestra Orlove (1986) en el pueblo de Sicuani en el departamento Cusco del
Perú.
4. Lo
interesante es que tanto Platt (1993), para Bolivia, como Taussig (1997), para
un imaginario país latinoamericano (una combinación entre Colombia y
Venezuela), también muestran cómo la gente le asigna poderes divinos a Simón
Bolívar a quien identifican con el Estado republicano.
5. No he
podido identificar el complemento femenino del gobierno, su Virgen María,
digamos. Platt (1993: 181-182) encuentra paralelismos entre la Virgen María y
los territorios libres de América, a los cuales se asocia con Bolívar.
Extractado
de Into A. Goudsmit, Reverencia andina. Motivos rituales y consecuencias
políticas en el Estado plurinacional. La Paz: IFEA/Plural editores, 2020 (Traducido
por Hernando Calla del original publicado como “Deference Revisited: Andean
Ritual in the Plurinational State”, Carolina Academic Press, Durham, NC, 2016)
No hay comentarios:
Publicar un comentario