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martes, 8 de junio de 2021

Traición de la gran tradición, corrupción del cristianismo



Traición de la gran tradición, corrupción del cristianismo, por Jean Robert[1]


Javier Sicilia insistió mucho tiempo en que la revista Ixtus dedicara un número al tema de la Encarnación. Reconozco que fui causa accidental de tal propósito. Había citado alguna vez la expresión griega ensarkosis logou, que significa “encarnación del Logos o del Verbo”. Mea culpa. Entre las circunstancias atenuantes mencionaré que me resistí largo tiempo a dar satisfacción al deseo del director. Olfateaba una aporía o, peor, un peligro de traición de mi parte: al pretender tratar tan difícil tema, ¿no iba yo inevitablemente a confundir la existencia encarnada –una experiencia que va más allá de lo decible—con su aspecto exterior, visible, decible, un objeto que, de Vasalio a las anatomías modernas, ha sido tema de discursos pletóricos? 

         Por aquel tiempo derivaba yo por los meandros de un río del cual una orilla se llamaba “carne” y la otra “cuerpo”. Pero sólo fue después de seguir durante muchos años las indagaciones de Iván Illich y de Bárbara Duden que entendí por fin que ambas riberas pertenecían a territorios epistémicos diferentes que el alemán –pero ¿nos ayuda a saberlo? – designa con las palabras Leib y Körper. Estos autores habían escogido la palabra griega soma para designar este algo que se manifiesta en cada época en conceptos y preceptos diferentes del cuerpo que se ve y de la carne que se autopercibe.

          En otro meandro –pero ¿era del mismo río? – me había topado con el reto del mismo Illich, quien había convocado a sus amigos a reflexionar sobre el ocaso de lo que él llamaba “la gran tradición” a finales del siglo XVII[2]. Finalmente, tampoco sabía bien en qué mapa –¿del Amazonas o del Orinoco?– ubicar sus conversaciones con David Cayley sobre “la corrupción del cristianismo”[3].

          Lo que entendí repentinamente es que yo había navegado con la mirada fija en la orilla del “cuerpo”. Decidí entonces acceder a la petición de Sicilia en la medida en que un recorrido nuevo, más atento a la otra orilla, me ayudaría a percibir la unidad del río a través de sus más sorprendentes meandros. Al manifestarse tal elucidación, el tema de la encarnación se revelaría como el hilo de Ariadna entre varios proyectos de Illich y, quizá, como el centro de una constelación esencial de la historia de Occidente.

          Últimamente pasé unos días en la Library de Nueva York y aquí viene un pequeño reporte sobre mis hallazgos. Entre los libros y los artículos que consulté, uno parece frontalmente responder al mandato de Javier. Es de Michel Henry, Incarnation. Un philosophie de la chair[4].

          Una característica común a todos los seres vivos, dice Henry, es que “tienen un cuerpo”. Hasta cierto punto comparten esta forma de manifestarse con los cuerpos de la física macroscópica, la que permite observaciones sobre, por ejemplo, “los cuerpos susceptibles de entrar en combinaciones” o “todo cuerpo inmerso en un líquido”. No me atrevería a decir que los corpúsculos de la física microscópica comparten esta característica; estrictamente hablando, los átomos o los electrones no son cuerpos porque no tienen manifestación sensorial. Son literalmente a-fenoménicos y a-somáticos, ajenos a todo fenómeno manifiesto, a un soma. En cambio, vivos o inertes, los cuerpos se manifiestan a los sentidos: son por definición visibles, audibles, tangibles, tienen sabor y olor.

          Heidegger solía decir que la mesa no toca la pared. Es un cuerpo, pero no percibe otro cuerpo. Tocar, sentir, ver, oír, respirar, percibir, medir, así como experimentarse a sí mismo, son actos de los que los objetos inertes son incapaces. Su ser es pura exterioridad, sólo son cuerpos. En cambio, un cuerpo capaz de percibir a otro cuerpo y de experimentarse a sí mismo merece ser definido por una palabra que lo distinga del cuerpo inerte. Para Henry, esta palabra es la chair, la carne. Lo que distingue a los seres sensibles que tienen la experiencia del sí mismo, es la encarnación, el estar en el mundo en tanto carne. La carne es aquello cuyo modo de ser consiste en experimentar, sufrir, soportarse a sí mismo y gozar según modalidades siempre nuevas. Por tanto, la encarnación no consiste sólo en “tener un cuerpo”, es decir, en manifestarse como un ser corpóreo, sino en el hecho de “tener una carne” o, más bien, de ser carne y de experimentar sufrimientos, deseos, miedos. La carne es una substancia impresionable que empieza y termina en lo que experimenta. La encarnación define todo aquello de lo que adolece un cuerpo inerte. En esta perspectiva la carne es lo contrario del cuerpo o, más bien, difiere de él como el sentir del no-sentir –como un dolor de muela de un diente muerto, por ejemplo.

          Dentro de los seres encarnados, el hombre es el único que está dotado del verbo: de la capacidad de manifestar sus experiencias en palabras. Sólo así puede hablarse de una relación entre el verbo (la palabra) y la carne. En consecuencia, el análisis del cuerpo no puede ser el principio de explicación de nuestra carne. Lo opuesto es cierto: sólo nuestra carne nos permite reconocer los límites de “algo como un cuerpo” y hablar de ello. Vemos así perfilarse una extraña inversión: el hombre que no sabe nada más que los sufrimientos de su carne magullada, sabe mucho más que un espíritu omnisciente ubicado en el término del desarrollo ideal de la ciencia, desde el cual “el porvenir como el pasado estarían presentes a sus ojos”. Sabe mucho más que Einstein que, al enterarse de que su mejor amigo había muerto, dijo: “Un físico convencido no llora porque para él no hay diferencia entre el pasado, el presente y el porvenir”.

          Una elucidación de la carne es una elucidación de las relaciones entre las dos orillas de mi río imaginario: entre la carne que (se) percibe y el cuerpo que sólo se deja ver, oír, oler, tocar o saborear. Es difícil hablar de la carne a los modernos. Sofocados por los cuerpos fantasmagóricos caídos del cielo de la Ciencia –moléculas, átomos, electrones, cada uno con su inevitable “energía”– y otras concretudes fuera de lugar –poblaciones, comunicación, informaciones, “energía sexual”—se han acostumbrado a considerar real lo que no se siente y sólo se “ve” con un microscopio no óptico, electrónico o con el “efecto de túnel” o que se representa en diagramas[5], La cultura cientifizante de la modernidad ha globalizado una anestesia perceptual que hace pasar por Razón. Al enlazar las cosas de la física, ha desvalorado la sensación. La ilusión de la “Cosa en Sí” –que Kant llamaba el noumenon incognoscible, para distinguirla del phenomeno concreto– amuebla la mente contemporánea de certidumbres incuestionables sobre invisibles omnipresentes, mientras que lo que queda de los sentidos carnales es objeto de sospecha académica. En el barro en que se hundió la nave del Saber, es decir, lo que otrora se llamó Scientia, no hay carne, sólo hay cuerpos y corpúsculos indefinidamente divisibles. La carne, en cambio, es indivisible. No está compuesta de partículas o átomos, sino de placeres y sufrimientos, de hambre y de sed, de deseo y de cansancio, de fuerza y de gozo, de impresiones vividas, de las cuales cada una saca su substancia del verbo y sólo ha sido constituida en él. Además, la carne es siempre carne de alguien: parte de mí mismo, por ejemplo, que estoy inmerso en ella sin posibilidad de separarme de ella. Mis palabras –mi “verbo”– sólo pueden atestiguar esta indivisibilidad.

Kai a Logos sarx egeneto ksi eskènôsen en èmin

Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis

“El Verbo se hizo carne y habito entre nosotros” (Jn.1, 14)

       

       Esta afirmación del prólogo de Juan va a ser el nudo de la fe de Occidente. Aceptada antes de ser entendida, fue la sustancia de la vida de las primeras comunidades reunidas alrededor de la comida sagrada que la celebraba. Mucho antes de volverse objeto de una reflexión intelectual específica, se le proclamó como una experiencia. La reflexión se estructuró paulatinamente en “proposiciones fascinantes –dice Henry—de las cuales cada una es una con todas las otras, a pesar de que se encontraban formuladas por primera vez en la historia del pensamiento”. Lo que se gestaba de concilio en concilio y en los escritos de los más eminentes pensadores cristianos era “otro tipo de inteligibilidad, una arqui-inteligibilidad que trastorna las maneras de pensar” heredadas de la antigüedad mediterránea.   

       Trastorna ante todo el Logos griego, cuya esencia se desenvuelve fuera del mundo sensible y de todo lo que le pertenece y se agota en la contemplación de un universo ininteligible, verdadero Logos cósmico al que hace eco el logos de los hombres. El que esta contemplación de un universo intangible haya contribuido a instituir el modo moderno de comprensión de las cosas, de la cual este cosmos intangible se pretende el arquetipo, no cambia nada al conflicto fundamental del origen del pensamiento occidental desde los griegos: la oposición de lo sensible y de lo intangible. El Logos griego era una relación entre los sentidos carnales y el universo, pero no era consubstancial con aquellos. En cambio, el Logos encarnado es una relación consubstancial a la carne en la que se manifiesta, idea inaceptable para los griegos, como se lo hicieron saber al apóstol Pablo en el Aerópago:  Audiemus te de hoc iterum (“De eso hablamos otro día”) (Hch, 17, 32).

La incompatibilidad del concepto griego de Logos con la idea de su eventual encarnación llegó a un paroxismo en el momento en que la Encarnación reveló ser el complemento de la salvación. Para los griegos, el hombre sólo podía salvarse si su logos, capaz de contemplar los arquetipos inteligibles, la luz de lo Absoluto, se desprendía de su carne perceptible y del mundo sensible para unirse al nous eterno. Todos los griegos conocían estas ideas que proclamó Platón y que durante más de un milenio las gnosis y las “herejías” hicieron sobrevivir. Fue frente a ellas que el cristianismo construyó sus primeros andamios intelectuales. Si no disponía de conceptos originales para su más alta verdad, es que ésta, dice Henry, “no es del orden del pensamiento”. Para acreditar “la realidad del cuerpo de Cristo en la Encarnación”, los pensadores cristianos recurrieron a conceptos griegos, Era pedir a estos la conceptualización de la verdad más antigriega que se puede imaginar. “Tal es la contradicción en la cual los Padres de la Iglesia y los Concilios se descarriarían más de una vez”. Era el peligro que pensaron tener que enfrentar para salvaguardar la intuición fundadora de la Encarnación.

Ahora bien, en la medida en que la naciente “filosofía” cristiana se volvía más adecuada a ese objeto, el helenismo era relegado a una posición secundaria. Según Bernard Sesboüé, la helenización del lenguaje fue de la mano con una deshelenización de la fe[6]. A pesar de ello, la tradición cristiana no dejará de arrastrar las aportaciones de la cultura griega, sus resurgimientos, sus sustitutos oblicuos desenmascarados que el cristianismo “reconocerá con horror en sí mismo” y en ocasiones perseguirá como herejías. Desde los inicios, la palabra que dice la Encarnación suscitará un enfrentamiento inevitable entre los que se esforzarán en entender sin tener (aún) los medios conceptuales para ello y los que la rechazan, por incompatibles con su filosofía, la filosofía griega.

Llegado aquí me pregunto en qué este recorrido me ayuda a entender la aseveración de Illich sobre el fin de la gran tradición.

Un siglo antes de la revolución francesa empezó a perderse la noción de proporción como la idea directriz u orientación, como condición para que uno encontrara su posición fundamental. Hasta hoy, no se ha tomado conciencia de esta desaparición en la historia cultural. La correspondencia entre arriba y abajo, derecha e izquierda, lo macro y lo micro fue reconocida intelectualmente y confirmada por los sentidos hasta el fin del siglo XVII[7].

Dos observaciones son necesarias:

1)  Esta gran tradición no es la tradición cristiana propiamente dicha, sino algo que se originó anteriormente a ella.

2) Su meollo es lo que Illich llama la proporcionalidad. En su última obra publicada[8] hay muchas referencias a ello

Lo que vemos son epifanías, manifestaciones reveladoras del mundo en el ojo. Lo que aparece son visibilia cualidades del mundo que corresponden al sentido de la visión. Estos conceptos son desconocidos en nuestro mundo televisual. En el mundo griego, las cosas mismas poseen una propiedad que corresponde al ojo. Esta situación es radicalmente opuesta a la de la Bildwelt (el “mundo de las imágenes”) que las técnicas, desde el grabado en madera hasta el hipertexto, han generado. La visión griega presupone una co-naturalidad entre el ojo y las cosas. La visión en este mundo que se manifiesta por sí mismo, es una forma de contemplación[9]

          Si el ojo ve, si el oído oye, si la mano toca es que existe una correspondencia, una co-naturalidad entre el mundo y los sentidos. El mundo está hecho a la medida de los órganos sensoriales que lo perciben. Es esta correspondencia, analogía o medida que Illich propone llamar proporcionalidad. Su más antigua exposición se encuentra en la teoría musical de la escuela pitagórica. Para entenderla debemos deshacernos de la idea moderna de nota, de unidad individual de sonido, así como de la escala de intervalos iguales (do re mí fa sol…) que la Antigüedad ignoraba casi por completo. En cambio, tenía el concepto de tonos, palabra que puede entenderse como “justa medida”, “carácter de lo que es razonable” o “proporción”[10].

          Los pitagóricos experimentaban los tonoi sobre el monocordio, un instrumento de una sola cuerda que un traste móvil permitía dividir según varias relaciones. Si se coloca el traste de manera de dejar dos segmentos de cuerda tales que la longitud de uno sea el doble de la del otro, al tocarla simultáneamente se escucha una octava. La octava corresponde a la relación 1:2. Si se coloca el traste de tal manera que las longitudes respectivas de las cuerdas estén en relación 2:3, se oirá una quinta. Una relación 3:4 dejará oír una cuarta[11]. La armonía musical se basaba así en una serie de relaciones entre los cuatro primeros números, 1, 2, 3, 4, que constituían el tetraktys que se representaba así:

.

..

…. 

          Ahora bien, la octava requiere dividir la cuerda en 3 (1+2) segmentos iguales, la quinta requiere dividirla en 5 y la cuarta en 7 segmentos iguales. Así es que, además del tetratkys, hay que considerar los cuatro primeros números primos 2, 3, 5 y 7. Por definición, un número es llamado primo cuando es inconmensurable como cualquier otro. 4 y 6 no son primos, porque ambos pueden –en términos griegos—ser medidos por 2 y así 15 y 20 por 5 o 14 y 21 por 7. No se entiende la música griega si no se entiende que es una música de tonos y no de notas. La proporcionalidad supone una analogía fuerte entre el tono (relación fónica) y el arithmos (número) Se puede decir que, según la teoría pitagórica de las proporciones, la música o tekhnè mousikè era una arritmofonía. Pero la proporcionalidad tiene un sentido que va más allá de las simples relaciones entre números. Las consonancias que en el monocordio corresponden a relaciones geométricas y en el tetraktys a relaciones aritméticas (octava, 1:2; quinta, 2:3; cuarta, 3:4) están a su vez en armonía con el orden o Logos cósmico mismo. Si se añaden los números del tetraktys se obtiene el número perfecto 10. 1 no es un número propiamente dicho. Es la unidad el origen de todos los números. 2 es el primer número propiamente dicho. “Su significado particular consiste en que representa los principios de igualdad, pero también de oposición polar porque tanto la suma de dos y dos como del producto de dos por dos tienen como resultado cuatro”[12]. El 3 es el primer número perfecto. Corresponde a las tres dimensiones espaciales, a la triada “comienzo, mitad y fin” o “pasado, presente, porvenir”. El 4 tiene varios significados cósmicos: los cuatro elementos “fuego, agua, aire y tierra”, las cuatro estaciones, los cuatro puntos cardinales, pero también las cuatro partes del mundo, En geometría el 1 es el punto original, el 2 una recta, el 3 una superficie y el 4 un volumen. Para los oídos griegos, las consonancias musicales derivadas del tetraktys evocan todos estos significados cósmicos. La consonancia es esta simetría inherente, que resultaba de la vibración ordenada de dos cuerdas en consonancia. Es la proporción lo que se apreciaba en la música antigua[13].

          Toda la música, la que se hace como la que se contempla en las esferas del cosmos es en sí un orden de relaciones armónicas.

          La proporción es el principio constitutivo, el logos del universo. Lo que llamamos “las palabras”, los griegos las llamaban logoi, es decir, “relaciones”. Y lo que comprendemos como intervalos entre sonidos eran entendidos como analogías, concordancia de las cuerdas[14].

          Pero al mismo tiempo la música era local. Era coherente con una comunidad concebida como un ethos (palabra que llegó a significar modo de ser o costumbre) y no como un conglomerado de individuos, lo que hoy se llama una población[15].

          La música era una armonía inimitable entre un ethos (palabra cuya etimología indoeuropea es “modo de caminar”, pero que también designa el modo musical) local y su proporción. El espíritu griego descansaba sobre dos bases, la propiedad en la expresión –encontrada en la regla del ethos (modo musical) – y el tonos como ana-logía, proporción o ratio[16].

          En este mundo, el monstruoso deseo de un acuerdo global se habría percibido como una forma de hybris expuesta al castigo de Némesis. Según Platón, la política como la música requiere afinarse con el ethos particular de un lugar. EL mal político es el que confunde la medición con la proporción y toma medidas desproporcionadas con el ethos local.

          Durante toda la época clásica y la helenística, esta teoría musical fue poco cuestionada. Alrededor de 300 a.C., Euclides todavía elaboraba una verdadera aritmética, con sus teoremas, sus lemas y recíprocas sobre la idea de que sonidos (tonoi) y relaciones entre números (logoi, ana-logías) son una misma cosa[17].

          Las antinomias surgieron cuando se pretendió dividir la octava en intervalos iguales. La llamada escala cromática que predominó en Occidente después del Medioevo la dividió arbitrariamente en 12 intervalos iguales correspondiendo cada uno a un “medio tono” (expresión moderna contraria a la idea antigua de tonos). A su vez, cada uno de los tonos se imaginó dividido en 9 komata o comas. Por ejemplo, para el oído de la mayor parte de los violinistas hay cinco comas del do al do sostenido y otras cinco del re al re bemol, lo que significa que el do sostenido y el re bemol difieren por una coma. En el piano, en cambio, el do sostenido y el re bemol se tocan con la misma tecla negra. Se dice que el piano es templado y el violín no.

          Cuando las consonancias musicales se limitan al registro de la voz, las sucesiones de octavas, de quintas o de cuartas no son disonantes. Se puede, por ejemplo, tocar una sucesión de dos, tres o más quintas en la lira sin que haya disonancias. Pero si se pudieran tocar doce, la última sería disonante con la primera[18]. Esta disonancia –más hipotética que real– los griegos la llamaban “komma pitagórico” o, a veces, “lobo”. A partir del siglo XVII, el “lobo” será un obstáculo mayor al desarrollo de la sinfonía, consonancia ideal de instrumentos que tocan más allá del registro de la voz natural. La respuesta a este obstáculo será el invento del temperamento musical. Después de ello, la sinfonía no se pensará como armonía de tonoi en consonancia con el ethos y con las voces carnales de un lugar particular, sino como acuerdo global –es decir, fuera de todo lugar particular– de notas producidas por instrumentos. Como hoy la “globalización” de las “culturas”, “los usos y costumbres locales”, el temperamento musical viola la armonía local en pro de un acorde supralocal.

          El musicólogo Matthias Rieger, amigo y colega de Iván Illich, ha estudiado la música desde los pitagóricos hasta la reducción del acuerdo musical a una concordancia de frecuencias vibratorias a mediados del siglo XIX por Helmholtz, aquel físico alemán también considerado como uno de los padres del concepto de energía. El estudio de Rieger sintetiza el auge y el declive de lo que Illich llamaba la gran tradición.

         Examinar cómo la teoría musical antigua fue retomada por la tradición cristiana ayuda a entender cómo la Gran Tradición de la Proporcionalidad fue transmitida al mundo cristiano. Como una hipótesis de trabajo que requiere verificación, podemos arriesgar la aseveración siguiente: La teoría musical cristiana realizará una síntesis de la proporcionalidad con la encarnación del Verbo. Pero la música antigua es el paradigma de una tradición que abarca más: la arquitectura, la política, la práctica de las virtudes, la buena vida y hasta la comida[19], la misma filosofía. En todos estos dominios, la transmisión de la gran tradición al Occidente cristiano debe entenderse como una continuidad a través de una discontinuidad esencial. En tanto su declive, a finales del siglo XVII, es quizás el ocaso de lo mejor de la tradición occidental y de la tradición de su institución fundadora: una negación simultánea de la proporcionalidad y de la Encarnación. 

         Los primeros pensadores cristianos, a través de intuiciones  fulgurantes, captaron la verdad del cristianismo en su afirmación más desconcertante para la filosofía predominante, la de la Encarnación. Pero cuando Michel Henry dice que recurrieron para ello a los conceptos de esta misma filosofía, creo que hay que añadir que lo que le pidieron prestado era el vocabulario de la proporcionalidad. Vocabulario más musical que filosófico para dar cuenta de un acontecimiento histórico: la revelación del Verbo encarnado.

         Pareciera que la Encarnación del Verbo pudiera interpretarse de dos maneras: o el Verbo tomó carne para revelarse a los hombres, en tal caso, la carne se rebaja a instrumento de la revelación del Verbo, o bien, la revelación es obra del mismo Verbo, auto-revelación; pero, ¿por qué tuvo entonces que encarnarse? De hecho, no faltaron los que pretendieron que la “carne” del Verbo era una ilusión, una especie de artilugio mágico. Pero Juan afirma que el Verbo vino entre nosotros como carne (Jn. 4,1-3) y Tertuliano precisa: “Cristo no sería llamado hombre si no tuviera carne, una carne semejante a la nuestra”[20].

         Como los tonoi de la música, la carne y el Verbo están en una relación de proporcionalidad. Y tal como el ethos particular de un lugar está en armonía con el cosmos, el verbo y la carne de cada persona particular están en una relación de proporcionalidad con el Verbo Encarnado. El creyente afirma esta armonía. La obra del Verbo en él consiste en cumplir la revelación de Dios en el interior de la carne en vez de toparse con ella como un término opaco y extraño. En el lenguaje teológico, esta relación es el camino de la salvación. En el siglo XII, los alumnos de Hugo de San Víctor en París vivían esta relación en las askesis (disciplina) de la lectura, cuyo fin, la Sabiduría, no era otra que Jesús, el Verbo Encarnado: lo mismo que para Agustín, la sabiduría para Hugo no era algo, sino alguien. La sabiduría en la tradición agustina es la Segunda Persona de la Trinidad, Cristo. “Es la sabiduría a través de quien (Dios) ha hecho todas las cosas […] Él es la Forma, Él es la medicina, Él es el ejemplo, Él es vuestro Remedio.”[21]

         En la obra de Boecio, primer gran “musicólogo” cristiano influido por Agustín, podemos observar la trasmisión de la tradición antigua en sus continuidades y discontinuidades. Boecio[22] relata a su manera la leyenda de Pitágoras: “Guiado por la Providencia (Pitágoras) pasó frente a un taller de herreros y prestó atención a los golpes de los martillos. Una armonía se desprendía de sus diversos tonos […] sumido en una profunda reflexión, pensó primero que las diferencias entre los tonos se debían a las fuerzas diferentes de los herreros. Para estar seguro de ello, les pidió que intercambiaran sus martillos. Las propiedades de los martillos no dependían de los brazos de los hombres, sino que acompañaban a los mismos martillos. Tomó el peso de los mismos martillos” y constató que entre sus pesos reinaban las mismas relaciones que entre los miembros del tetraktys, 1:2, 2:3, 3:4, y que, cuando tocaban juntos de dos en dos en el mismo orden, dejaban oír sucesivamente una octava, una quinta y una cuarta. Si pasamos por alto la sustitución de las longitudes de una cuerda por los pesos de martillos, encontraremos el ejemplo casi puro  de la transmisión de una tradición antigua al Medioevo temprano.

         Al cambiar cuerdas por martillos, Boecio significa que las proporciones no se limitan a la música, sino que dan cuenta del orden del mundo mismo.

         Matthias Rieger escribe: “Dos conceptos centrales para la interpretación de la leyenda (de Pitágoras contada por Boecio) son ‘armonía y consonancia […]. Otro término fundamental es ‘proporción’, que Helmholtz traduce como ‘relación entre números’. Boecio […] usa este último término al referirse a la relación entre los tonos de una consonancia. Hasta el siglo XVIII, el concepto de proporción fue uno de los más fundamentales de la teoría musical, así como la ‘doctrina de lo bello’, destronada por la ‘estética’ a partir de ese mismo siglo. La proporción, visible como relación mutua de los segmentos de una cuerda y audible como consonancias, manifestaba la belleza. Según Platón (en el “Timeo”), la proporción es la más bella de las relaciones entre dos elementos. ‘El que dos elementos se relacionen solos, sin un tercero, es imposible, pues cierta liga en medio debe crear la relación entre ambos. La más bella de las ligas es aquella que, de ser posible, se hace una con lo que relaciona. Eso, porque es conforme a su naturaleza, lo hace mejor que otra la proporción”. La palabra proportio es la traducción latina del término griego logos, que puede significar relación, habla (“verbo”), equilibrio de las masas o proporción. En su acepción matemática, el logos se refiere desde Euclides (cerca de 300 a. C.) a la relación mutua de dos elementos (por ejemplo a:b), mientras que la ana-logía expresa la similitud entre dos o más relaciones (por ejemplo, a:b::c:d). Logos y ana-logía fueron frecuentemente traducidos al latín como ratio y proportio, respectivamente. Sin embargo, Boecio, 900 años después de Euclides, en su De institutione música, precisa la diferencia. Insiste en que la relación mutua de dos elementos (logos, como a:b) debe rendirse como proportio, mientras que la relación entre relaciones (ana-logía, como a:b::c:d) debe llamarse proportionalitas.

         La importancia de la proporción se revela desde otro ángulo si el análisis histórico del concepto no se limita a la música, sino a la “doctrina de lo bello”. Aquí se manifiesta una tradición que se remonta hasta Platón, para la cual algo es “bello” cuando corresponde a las proporciones musicales. Este concepto de la belleza no sólo repercutirá en escritos filosóficos y teológicos, sino también en tratados sobre el arte de construir y la pintura[23].

         Retomando un tema de San Agustín, Bonaventura (1221-1274), amén del convenio de los desiguales (convenientia disparium), considera la igualdad rítmica numérica (aequalis numerosa) como característica esencial de lo bello. Esta “similitud arritmofónica” (como me gustaría traducir acuaelitas numerosa) fue la base de una teoría de la percepción de la cual ya se encuentran elementos en la obra de Aristóteles, que define la percepción sensorial como una proporcionalidad activa entre el que percibe y lo percibido. Bonaventura va un paso más lejos y postula que la percepción sensorial de una cosa sólo agrada cuando lo percibido y el que percibe están afinados. La belleza es por ende una armonía entre el órgano de percepción y la forma y la especie del objeto. El ojo, el oído, como también los otros sentidos, están en relación proporcional con la realidad, son afinados por ella[24]. El mundo sensible no es una ilusión, los sentidos carnales no mienten, sino que vibran en armonía con el verdadero orden del mundo. Este mundo, que se refleja en las proporciones musicales, está dado, no inventado o construido mentalmente. Tampoco se manifiesta en magnitudes inaccesibles a los sentidos desnudos. Hugo enseña a sus alumnos que el acto de la lectura consiste en armonizar las percepciones propias con ese orden dado, en “ordenar”las. “’Ordenar’ es la interiorización de esta armonía cósmica y simbólica que Dios ha establecido en el acto de la creación. ‘Ordenar’ no significar organizar y sistematizar el conocimiento de acuerdo con esquemas preconcebidos, ni administrarlo. El orden del lector no se impone sobre la historia, sino que la historia coloca al lector en este orden. La búsqueda de la sabiduría es una búsqueda de los símbolos del orden que encontramos en la página”[25]

         Para los cristianos, el evento más significativo de la historia es la Encarnación. El Verbo encarnado es la sabiduría en persona. La lectura, que es una forma de oración y una peregrinación en la página hacia la sabiduría, tal como la peregrinación en la tierra hacia un lugar dotado de una perfectio celestial y finalmente la peregrinación en la estabilidad de los fieles, son disciplinas que afinan el verbo en la carne propia y estos en la Encarnación del Verbo. En la teología medieval, la relación entre verbo y carne y entre estos y el Verbo Encarnado ha sido constantemente elucidada en el lenguaje de la proporcionalidad heredado de la Antigüedad griega. El abad Sugerius, iniciador de la arquitectura gótica, comienza su relato de la construcción de la basílica de Saint-Denis inaugurada en 1140, con estas palabras:

La disparidad entre lo divino y lo humano sólo puede ser puesta en proporción por la fuerza admirable de la […] más alta razón que, para decirlo así, la ‘templa’ mediante una substancia extraordinaria. Por lo que por su origen bajo y su ser contradictorio por estar en lucha intestina está ligado por la consonancia magnífica de una armonía superior bien afinada. Los que buscan la iluminación por la participación en esta razón superior y eterna, como si su espíritu penetrante hubiese tomado asiento en una silla de juez, se esfuerzan sin cesar en reconciliar lo idéntico y lo diferente y en dejar la justicia reinar entre cosas que de por sí repugnan a ello, Gracias al amor encuentran la fuerza que los protege de la guerra intestina y de la sedición […]”[26].

     

    Difícilmente se podría dar un ejemplo más claro de la convenientia disparium. A este pasaje inicial corresponde, como un canto responsorial, el último párrafo del mismo relato, en el que el escritor se dirige a un Jesús concopulans que, además de traducirse como el que une, puede también traducirse como el templador y armonizador: 


Bendita gloria de Dios en su lugar; bendito, alabado y exaltado sea tu nombre, señor Jesucristo, que Dios Padre ungió […] como sumo lazo [pontifex: hacedor de puentes] entre los que participan de ti. En la degustación del santo óleo sacramental y la recepción de la santísima Eucaristía, al unir (al templar) [concopula(n)s] lo corporal con lo espiritual, lo humano con lo divino, regeneras sacramentalmente su pureza original; en la gracia de bendiciones visibles, los transformas de manera invisible en primicias del cielo, para que, cuando establezcas el Reino por Dios Padre, unas potente y misericordiosamente a estos tus servidores y a las creaturas angélicas, a la tierra y el cielo, en una república;  que vives y reinas por los siglos de los siglos, Amén.[27]

        Advertencia: la mente moderna, como ya lo apunté en mi ensayo “Proporcionalidad, amistad y presencia”, donde cito también en traducción mía este párrafo de Sugerius, difícilmente puede evitar traducir el texto citado desde una razón instrumental con locuciones tales como “para”, “por”, “a fin de que”, “mediante” y hacer traducciones como esta:

[…] mediante el óleo sacramental y […] la santa eucaristía une (o templa) lo material con lo inmaterial, lo corpóreo con lo incorpóreo, lo humano con lo divino y los reconcilias. Regeneras la pureza original mediante los sacramentos; mediante bendiciones visibles los transformas de manera invisible, a fin de que, cuando vuelvas con el reino de Dios, en tu compasión nos unas en una comunidad con los ángeles   

         Estas distorsiones semánticas oscurecen el sentido del texto medieval. Cuando Sugerius usa términos como contemperando concopilans, ministrante, ut o el caso ablativo, se refiere explícitamente a ese tercer miembro en medio de dos elementos dispares que es la proporcionalidad, “la más bella de las ligas”, “que se hace una con lo que liga”. No se refiere, por ejemplo, a una razón instrumental entre una razón superior y una fuerza admirable. La proporcionalidad es tan poco instrumento del espíritu o de la razón como la carne lo es del Verbo. Sin embargo, la degradación de la proporcionalidad en instrumentalidad (que disuelve la unidad de la liga con lo ligado) ya había empezado a manifestarse durante la vida de Sugerius, por ejemplo, en “la instrumentalización de los sacramentos”[28]. Hasta qué punto el vocabulario de la instrumentalidad ha contaminado el lenguaje de la proporcionalidad queda ejemplificado por el uso moderno de las palabras medio y mediante que, de significar lo que, en medio de dos términos, los liga haciéndose uno con ellos, se han vuelto palabras clave de la razón instrumental, como, por ejemplo, en las locuciones “los medios técnicos” o “mediante tal herramienta”. Para prepararse a entender esta primera perversión de la gran tradición de la Proporcionalidad, se recomienda compararla con la historia del “canto llano” o canto gregoriano. Todos los especialistas, sin embargo, coinciden en algo: exhibe peculiaridades que no pueden detectarse en ningún otro tipo de música; peculiaridades tan marcadas que es casi imposible que no atraigan la atención del oyente más superficial, y tan constantes que es muy fácil rastrearlas a través de los sucesivos estadios del desarrollo por los que el canto llano pasó desde el siglo III al siglo XIX[29]. Entre estas características destacan dos:

1)    Una estrecha vinculación con el latín eclesiástico,

2)  Los llamados acentos también utilizados en la lectura y que pueden concebirse como “la reducción según leyes musicales de los acentos ordinarios del lenguaje hablado” (los acentos no son notas).

3)    La jerarquía entre varios estilos de acentos, propios del canto lectioni de las glosas, del tonus propheticus, del tonus epistolae, del tonus evangelio, que permitía que cualquiera supiera si lo que se estaba leyendo o cantando “era parte del Antiguo Testamento, de San Pablo o del Evangelio, respectivamente”.

4)    Las características musicales distintivas, según la estación en las que se leen, que las partes más solemnes de la liturgia tenían y siguen teniendo.

         La liturgia armoniza diferentes dominios: “La celebración ceremonial del libro, el latín, el canto y la recitación forman así un fenómeno acústico inmenso en una compleja arquitectura de ritmo, espacio y gestos” [30].

          La instrumentalización del lenguaje de la proporcionalidad va significar una primera ruptura de la armonía entre música, canto, lectura, arquitectura y gestos litúrgicos. Para Platón, Aristóteles y, más aún para Boecio o Sugerius, la música instrumental sólo tenía sentido en armonía con la voz carnal de los cantantes. De la misma manera la página estaba destinada a ser leída en voz alta: leer era escuchar las voces paginarum. Sin embargo, el fin del siglo XII está marcado por una serie de innovaciones que van a llevar al lento divorcio de la página y de la voz, permitiendo esa cosa impensable para Agustín: la lectura silenciosa. De ahora en adelante el arte de leer se dividirá en dos vertientes: la lectio divina de los monjes que permanecen fieles a la lectura en voz alta y la lectio spiritualis y pronto escolática propagada a partir de las universidades desde el siglo XIII. Iván Illich escribe al respecto: “A mi parecer, el permitir que la lectio spiritualis predominara sobre la lectio divina fue una traición a la gran tradición. Que haya podido ocurrir rebasa mi entendimiento y permanece para mí como un misterio. Pero ello no libra al historiador de la tarea de tratar de entender las condiciones en las cuales esta traición tuvo lugar. Y no conozco ejemplo más antiguo, más claro y mejor documentado para examinar la interacción de hybris y tecnología característica de la modernidad”[31].

        

      Otra etapa de esta traición fue la separación del instrumento musical de su compañera atávica: la voz humana. Como el divorcio de la lectura y de la escucha de las voces paginarum, el desempotramiento de la música del entramado de voces, ritmos, gestos rituales y arquitectura que caracteriza a la liturgia es a la vez un paso hacia la desencarnación y una ruptura de la proporcionalidad. Pero aún en el siglo XV, los himnos compuestos por Guillaume Dufay para la inauguración del Duomo de Brunelleschi en Florencia “[…] reflejaba(n) las proporciones del edificio, y las voces estaban igualmente en concordancia con el espacio”[32]. Dufay todavía sabía prescindir de una escala de tonos iguales. Para él, “el orden cósmico e inmanente de todas las cosas seguía siendo la fuente de la creación artística”[33]. Sin embargo, otros empezaban a considerar la música como una obra de arte fabricada a partir de sonidos ordenados en una escala de intervalos iguales. Pero en el momento de liberarse de los registros restringidos de la voz, los músicos debieron enfrentar el “lobo”, la “coma pitagórica” que arruina las consonancias de los acordes transvocales. De ahora en adelante, cada siglo aportará su contribución al problema del temperamento de repetición igual[34], que culminará poco después de la época de Bach con la invención del piano forte, verdadera máquina productora de notas que terminó por bloquear la percepción de lo que había significado la proporción armoniosa. Desincrustada de la voz carnal, del ethos específico de un lugar, de su complemento cósmico, de las estaciones y otros eventos, la música se volvió acorde global entre sonidos individuales. El saberlo no me destruye el placer de escuchar una fuga de Bach, pero me hace poner atención en la gran traición de la modernidad. Con toda su belleza y sus complejidades, la música instrumental ejemplifica la traición de la Encarnación y de la gran tradición que dio paso a los tiempos modernos. El acorde global se pagó con una violación del ethos local y de la armonía de sus consonancias proporcionales. Matthias Rieger atribuye a Helmholtz el haber postulado un oído con temperamento de distribución igual y haber con ello modificado definitivamente la manera de oír. “El análisis de cómo Helmholtz reacuñó no solamente el significado de la consonancia, del sonido y del oír, sino también la percepción del lector muestra cómo, aún más allá de trastornar la comprensión de la música, la objetivación helmholtziana fue una estrategia de transformación de la audición y de la visión misma”[35].

          Esta estrategia de desarraigo sistemático de la percepción por uno de los inventores –otros dicen “descubridores”—del concepto moderno de energía es contemporánea de la invasión de la ciencia por invisibilia: moléculas y átomos, entidades estadísticas como la entropía de los físicos o, en la medicina, entidades patológicas abstractas sólo detectadas en el laboratorio, conceptos desencarnados de toda concretud sensorial. A partir de estas irrealidades se elaboró una realidad de laboratorio. La realidad social moderna es el intento grotesco de adaptar la carne a un neo-Logos desencarnado y fuera de proporción con el cosmos. Una tradición de dos mil seiscientos años, la Proporcionalidad, y otra de dos mil años, la fe en la Encarnación, fueron negadas por sus herederos más legítimos. Al misterio de la Encarnación ha respondido el enigma de su traición.[36]  

 


[1] Publicado en la revista Ixtus. Espíritu y Cultura, núm. 55, Y el Verbo se hizo carne, 2006.

[2] Ver algunas huellas de ello en www.pudel.uni-Bremen.de, en particular los estudios musicológicos de Matthias Rieger.

[3] Ver, The Rivers North of  the Future, conversaciones de Iván Illich con David Cayley, House of Anansi Press, Canada, 2005 (N. de E.).

[4] Seuil, París, 2000,

[5] En los diagramas, “el texto se reduce a una simple leyenda que [lo] explica. Además, el ojo se acostumbra a abarcar objetos que son invisibles en la naturaleza; por ejemplo, moléculas, que son más pequeñas que la menor longitud de onda de la luz. Pero hay algo aún más importante: nociones abstractas reciben “formas” en cuadros y gráficas que engañan al ojo haciendo creer en concretudes desplazadas. Nos hemos acostumbrado a ser horrorizados, angustiados o animados por representaciones gráficas de datos cuantitativos a los que no corresponde nada que el ojo pueda captar: el producto nacional bruto, el crecimiento demográfico, la incidencia del SIDA”, Iván Illich, La perte des sens, Fayard, París, 2004, p. 230 (la traducción es mía)

[6] Bernard Sesboüé, “Jésus Christ dans la Tradition de l’Église », en Jésus et Jésus Christ, núm, 17, Desclée, París, 1993, p. 100. La frase citada se refiere al concilio de Nicea.

[7] Iván Illich, op. cit., p. 243.

[8] La perte des sens, op. cit.

[9] Ibid., p. 209.

[10] Ibid., p. 243.

[11] Esta notación es una concesión al hábito moderno. Hasta el Medioevo se definía la octava por la relación 2:1, la quinta por 3:2 y la cuarta por 4:3.

[12]Matthias Rieger, Helmholtz Musicus. Eine Studie über Helmholtz’Objektiverung der Gndlagen der Musik, dargestelt anhand einer Textanalyse  der Tonempfindungen (1877), Bremen, Agosto 200i, disponible en www.pudel.uni-bremen.de

[13] Iván Illich, op. cit., 246.

[14] Ibid.

[15] Ibid., p. 248.

[16] Ibid., citando a Matthias Rieger, “Music before and after Solesmes” en Ivan Illich, Matthias Rieger, Lee Hoinacki y Joseph Mokos, Papers on Proportionality, State College, S.T.S, Working Papers 8; disponible en Science, Technology, and Society Studies, Wilard Dldg. 133, Pennsilvanya State University Park, PA 16802, Septiembre  1996, p. 16.

[17] Oliver Busch, Logos Synteseôs. Die Euklidische Sectio Cannonis, Aristogenos, und die Rolle der Mathematik in der antiken Musiktheorie, Staatliches Institut für Musikforschung PreuBischer Kulturbesitz, Berlín, 1998.

[18] Matthias Rieger, “Über die Entstehung der Möglichkeit zu fragen : was istC ?, en Barbara Duden, Lee Hoinacki, Matthias Rieger y Sebastian Trapp, Über Proportionalität, Schriften Bremen 1994-1997, vol. III, p. 2.

[19] Ver Martina Keller, Macht über Mägen  (Poder sobre los estómagos), Promedia, Viena, 2002, p. 167. Relata cómo doña Refugio, una campesina de San Pablo Etla en el estado de Oaxaca, cuando prepara la comida compra con parientes y vecinos las verduras y las frutas que no cultiva en su jardín, de tal manera que “detrás de cada ingrediente está un miembro de su red de relaciones personales”. Bello ejemplo de la proporcionalidad en el mundo indígena mexicano.

[20] Tertuliano, La chair du Christ, citado por Michel Henry en op. cit., p. 18.

[21] Iván Illich, En el viñedo del texto. Etiología de la lectura: un comentario al “Didascalicon” de Hugo de San Víctor, Fondo de Cultura Económica, México, 2002. El comentario de Hugo sobre San Agustín puede encontrarse en De tribus diebus, PL, 176, 834.

[22] Boethius, De institutionenusicae libri quinque, citado por Matthias Riger, Helmholtz Musicus, op. cit., pp. 69-70.

[23] Ibid., p. 72.

[24] Ibid., p. 74, nota 57.

[25] Iván Illich, En el viñedo del texto, op. cit., pp. 44 y 45.

[26] Divinorum humanuromque  disparatem unius et singularis summaeque rationis vis admirabilis contemperando coaequat : et qua originis inferioritate et naturae contrarietate invicem repugnare videntur, ipsa sola unius superioris moderatae armoiae convenentia gratia concopulant. Cujus profecto summae et aeternae rationis participatione qui gloriosi effici innitintur crebror in solio mentis argutae quasi pro tribunali residentes, de concertatione contnua similium et dissimilium , et contrarium  inventioni et judicio insistunt ; in aeterna sapentiae rationis fonte, charitate ministrante, unde bello intestino et seditioni interiori obstinant, salubriter exhauriunt, spiritualia corpralibus, aeterna deficientibus praepotentes […]. Párrafo inicial de De consecratione ecclesiae Sancti Dionyssi, de Sugerius, editado por A. Lecoy de la Marche, Oeuvres comppletes de Suger, París, 1867. Reimpresión Hildesheim, Georg Olms Verlag, 1979, pp- 213-214. (La traducción es mía).

[27] Benedicta gloria Domini de loco suo; benedictum y laudabile et superesaltatum nomen tuum, Domine Jesu Christo, quem summum Pontificem unxit Deus Pater oleo exultationis prae participibus tuis. Quae sacramentali sanctissimi Chrismatis deliberationes et sanctissimae Eucharistiae susceptione materialia immaterialibus, corporalia spiritualibus humana divinis uniformiter concopulans, sacranentaliter reforma ad suum purioris principium; his et hujusmodi benedictionibus visibilibus invisibilter, etiam  praesentatem in regnum craturam, coelum et terram, unam republicam potenter et misericorditer efficias ; qui vivis et regans Deus per omnia saecula saecularum, Amen, Ibid, p. 238.

[28] Ver Iván Illich, La perte des sens, op. cit., p. 282 y David Cayley, Die Korruption des Christentums. Ivan Illich im Gesprächt mit David Cyley über Evangelium, Kirche und Gesellschaft, transcripción bilingüe de Ideas 3-7, enero 2000, disponible con la Canadian Broadcasting Corporation.

[29] Iván Illich, En el viñedo del texto, op. cit., p. 92.

[30] Ibid., p. 94.

[31] Iván Illich, La perte des sens, op. cit., p. 183.

[32] Ibid., p. 248.

[33] Ibid., p. 249.

[34] El paso decisivo hacia el invento del temperamento de intervalos iguales fue dado por el matemático y musicólogo sordo Joseph Sauveur (1653-176), iniciador de la “acústica musical” moderna. “Los descubrimientos de Sauveur se fundamentan en la posibilidad, establecida en 1630 por Johann Faulhaber, de dividir la octava en 12 intervalos iguales en forma puramente numérica mediante los logaritmos. Estos permiten transformar las proporciones en valores comparables con los cuales es más fácil realizar operaciones […] El ‘lobo’ puede así repartirse entre los doce tonos de la escala de intervalos iguales”, Matthias Rieger, “Über die Entstehung der Möglichjeit zu fragen was ist C”, op. cit., p. 4.

[35] Matthias Rieger, Helmholtz Musicus, op. cit., p. 18.

[36] Ver al respecto el artículo de Daniel Cérézuelle, “La técnica y la carne”, revista Ixtus núm. 55, Y el  Verbo se hizo carne, 2006: “Apenas pasada la segunda guerra mundial, el teólogo Karl Barth lamentaba que la teología no había dado la importancia debida a la cuestión de la encarnación y sus implicaciones morales; sugería que esta negligencia había contribuido a la indiferencia de los modernos hacia el trato bárbaro que sufre la naturaleza en nosotros y alrededor de nosotros en la sociedad industrial. ‘Existe una teología de la espiritualización que propone a la libertad humana una orientación diametralmente opuesta a la tradición de la teología de la Encarnación. Esa teología espiritualizante preconiza la movilización de todos los recursos para proseguir la ‘obra de Dios’ mediante la transformación de la naturaleza por la técnica […] Este objetivo [instrumental] favorece en ciertos pensadores cristianos un prejuicio resueltamente tecnófilo y progresista […] Es así como el jesuita Teilhard de Chardin pudo saludar la explosión de la bomba atómica en Hiroshima como manifestación de la ‘expansión de lo divino en la materia’”. Otro pensador preso de una teología tecnosófica negadora de la encarnación, Emmanuel Mounier, fundador de la revista Esprit, no vacilaba en escribir que “la naturaleza se ofrece a ser recreada por el hombre”. Corruptio optimi quae est pessima (“La corrupción de lo mejor es lo peor”).

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