Traición de la gran tradición, corrupción
del cristianismo, por Jean Robert[1]
Javier Sicilia insistió mucho tiempo en que la revista Ixtus dedicara un número al tema de la Encarnación. Reconozco que fui causa accidental de tal propósito. Había citado alguna vez la expresión griega ensarkosis logou, que significa “encarnación del Logos o del Verbo”. Mea culpa. Entre las circunstancias atenuantes mencionaré que me resistí largo tiempo a dar satisfacción al deseo del director. Olfateaba una aporía o, peor, un peligro de traición de mi parte: al pretender tratar tan difícil tema, ¿no iba yo inevitablemente a confundir la existencia encarnada –una experiencia que va más allá de lo decible—con su aspecto exterior, visible, decible, un objeto que, de Vasalio a las anatomías modernas, ha sido tema de discursos pletóricos?
Por
aquel tiempo derivaba yo por los meandros de un río del cual una orilla se llamaba
“carne” y la otra “cuerpo”. Pero sólo fue después de seguir durante muchos años
las indagaciones de Iván Illich y de Bárbara Duden que entendí por fin que
ambas riberas pertenecían a territorios epistémicos diferentes que el alemán
–pero ¿nos ayuda a saberlo? – designa con las palabras Leib y Körper.
Estos autores habían escogido la palabra griega soma para designar este
algo que se manifiesta en cada época en conceptos y preceptos diferentes del
cuerpo que se ve y de la carne que se autopercibe.
En otro
meandro –pero ¿era del mismo río? – me había topado con el reto del mismo
Illich, quien había convocado a sus amigos a reflexionar sobre el ocaso de lo
que él llamaba “la gran tradición” a finales del siglo XVII[2].
Finalmente, tampoco sabía bien en qué mapa –¿del Amazonas o del Orinoco?– ubicar
sus conversaciones con David Cayley sobre “la corrupción del cristianismo”[3].
Lo que
entendí repentinamente es que yo había navegado con la mirada fija en la orilla
del “cuerpo”. Decidí entonces acceder a la petición de Sicilia en la medida en
que un recorrido nuevo, más atento a la otra orilla, me ayudaría a percibir la
unidad del río a través de sus más sorprendentes meandros. Al manifestarse tal
elucidación, el tema de la encarnación se revelaría como el hilo de Ariadna
entre varios proyectos de Illich y, quizá, como el centro de una constelación
esencial de la historia de Occidente.
Últimamente
pasé unos días en la Library de Nueva York y aquí viene un pequeño reporte
sobre mis hallazgos. Entre los libros y los artículos que consulté, uno parece
frontalmente responder al mandato de Javier. Es de Michel Henry, Incarnation.
Un philosophie de la chair[4].
Una
característica común a todos los seres vivos, dice Henry, es que “tienen un
cuerpo”. Hasta cierto punto comparten esta forma de manifestarse con los
cuerpos de la física macroscópica, la que permite observaciones sobre, por
ejemplo, “los cuerpos susceptibles de entrar en combinaciones” o “todo cuerpo
inmerso en un líquido”. No me atrevería a decir que los corpúsculos de la
física microscópica comparten esta característica; estrictamente hablando, los
átomos o los electrones no son cuerpos porque no tienen manifestación
sensorial. Son literalmente a-fenoménicos y a-somáticos, ajenos a todo fenómeno
manifiesto, a un soma. En cambio, vivos o inertes, los cuerpos se
manifiestan a los sentidos: son por definición visibles, audibles, tangibles,
tienen sabor y olor.
Heidegger
solía decir que la mesa no toca la pared. Es un cuerpo, pero no percibe otro
cuerpo. Tocar, sentir, ver, oír, respirar, percibir, medir, así como
experimentarse a sí mismo, son actos de los que los objetos inertes son
incapaces. Su ser es pura exterioridad, sólo son cuerpos. En cambio, un cuerpo
capaz de percibir a otro cuerpo y de experimentarse a sí mismo merece ser
definido por una palabra que lo distinga del cuerpo inerte. Para Henry, esta
palabra es la chair, la carne. Lo que distingue a los seres sensibles
que tienen la experiencia del sí mismo, es la encarnación, el estar en
el mundo en tanto carne. La carne es aquello cuyo modo de ser consiste en
experimentar, sufrir, soportarse a sí mismo y gozar según modalidades siempre
nuevas. Por tanto, la encarnación no consiste sólo en “tener un cuerpo”, es
decir, en manifestarse como un ser corpóreo, sino en el hecho de “tener una
carne” o, más bien, de ser carne y de experimentar sufrimientos, deseos,
miedos. La carne es una substancia impresionable que empieza y termina en lo
que experimenta. La encarnación define todo aquello de lo que adolece un cuerpo
inerte. En esta perspectiva la carne es lo contrario del cuerpo o, más bien,
difiere de él como el sentir del no-sentir –como un dolor de muela de un diente
muerto, por ejemplo.
Dentro
de los seres encarnados, el hombre es el único que está dotado del verbo: de la
capacidad de manifestar sus experiencias en palabras. Sólo así puede hablarse
de una relación entre el verbo (la palabra) y la carne. En consecuencia, el
análisis del cuerpo no puede ser el principio de explicación de nuestra carne.
Lo opuesto es cierto: sólo nuestra carne nos permite reconocer los límites de
“algo como un cuerpo” y hablar de ello. Vemos así perfilarse una extraña
inversión: el hombre que no sabe nada más que los sufrimientos de su carne
magullada, sabe mucho más que un espíritu omnisciente ubicado en el término del
desarrollo ideal de la ciencia, desde el cual “el porvenir como el pasado
estarían presentes a sus ojos”. Sabe mucho más que Einstein que, al enterarse
de que su mejor amigo había muerto, dijo: “Un físico convencido no llora porque
para él no hay diferencia entre el pasado, el presente y el porvenir”.
Una elucidación de la carne es una elucidación de las relaciones entre las dos orillas de mi río imaginario: entre la carne que (se) percibe y el cuerpo que sólo se deja ver, oír, oler, tocar o saborear. Es difícil hablar de la carne a los modernos. Sofocados por los cuerpos fantasmagóricos caídos del cielo de la Ciencia –moléculas, átomos, electrones, cada uno con su inevitable “energía”– y otras concretudes fuera de lugar –poblaciones, comunicación, informaciones, “energía sexual”—se han acostumbrado a considerar real lo que no se siente y sólo se “ve” con un microscopio no óptico, electrónico o con el “efecto de túnel” o que se representa en diagramas[5], La cultura cientifizante de la modernidad ha globalizado una anestesia perceptual que hace pasar por Razón. Al enlazar las cosas de la física, ha desvalorado la sensación. La ilusión de la “Cosa en Sí” –que Kant llamaba el noumenon incognoscible, para distinguirla del phenomeno concreto– amuebla la mente contemporánea de certidumbres incuestionables sobre invisibles omnipresentes, mientras que lo que queda de los sentidos carnales es objeto de sospecha académica. En el barro en que se hundió la nave del Saber, es decir, lo que otrora se llamó Scientia, no hay carne, sólo hay cuerpos y corpúsculos indefinidamente divisibles. La carne, en cambio, es indivisible. No está compuesta de partículas o átomos, sino de placeres y sufrimientos, de hambre y de sed, de deseo y de cansancio, de fuerza y de gozo, de impresiones vividas, de las cuales cada una saca su substancia del verbo y sólo ha sido constituida en él. Además, la carne es siempre carne de alguien: parte de mí mismo, por ejemplo, que estoy inmerso en ella sin posibilidad de separarme de ella. Mis palabras –mi “verbo”– sólo pueden atestiguar esta indivisibilidad.
Kai a Logos sarx egeneto ksi eskènôsen en èmin
Et Verbum caro factum est et
habitavit in nobis
“El Verbo se hizo carne y habito entre nosotros” (Jn.1,
14)
Esta afirmación del prólogo de Juan va a ser el nudo de la fe de Occidente. Aceptada antes de ser entendida, fue la sustancia de la vida de las primeras comunidades reunidas alrededor de la comida sagrada que la celebraba. Mucho antes de volverse objeto de una reflexión intelectual específica, se le proclamó como una experiencia. La reflexión se estructuró paulatinamente en “proposiciones fascinantes –dice Henry—de las cuales cada una es una con todas las otras, a pesar de que se encontraban formuladas por primera vez en la historia del pensamiento”. Lo que se gestaba de concilio en concilio y en los escritos de los más eminentes pensadores cristianos era “otro tipo de inteligibilidad, una arqui-inteligibilidad que trastorna las maneras de pensar” heredadas de la antigüedad mediterránea.
Trastorna
ante todo el Logos griego, cuya esencia se desenvuelve fuera del mundo
sensible y de todo lo que le pertenece y se agota en la contemplación de un
universo ininteligible, verdadero Logos cósmico al que hace eco el logos
de los hombres. El que esta contemplación de un universo intangible haya
contribuido a instituir el modo moderno de comprensión de las cosas, de la cual
este cosmos intangible se pretende el arquetipo, no cambia nada al conflicto
fundamental del origen del pensamiento occidental desde los griegos: la
oposición de lo sensible y de lo intangible. El Logos griego era una
relación entre los sentidos carnales y el universo, pero no era consubstancial
con aquellos. En cambio, el Logos encarnado es una relación
consubstancial a la carne en la que se manifiesta, idea inaceptable para los
griegos, como se lo hicieron saber al apóstol Pablo en el Aerópago: Audiemus te de hoc iterum (“De eso
hablamos otro día”) (Hch, 17, 32).
La incompatibilidad del concepto
griego de Logos con la idea de su eventual encarnación llegó a un
paroxismo en el momento en que la Encarnación reveló ser el complemento de la
salvación. Para los griegos, el hombre sólo podía salvarse si su logos,
capaz de contemplar los arquetipos inteligibles, la luz de lo Absoluto, se
desprendía de su carne perceptible y del mundo sensible para unirse al nous eterno.
Todos los griegos conocían estas ideas que proclamó Platón y que durante más de
un milenio las gnosis y las “herejías” hicieron sobrevivir. Fue frente a ellas
que el cristianismo construyó sus primeros andamios intelectuales. Si no
disponía de conceptos originales para su más alta verdad, es que ésta, dice
Henry, “no es del orden del pensamiento”. Para acreditar “la realidad del
cuerpo de Cristo en la Encarnación”, los pensadores cristianos recurrieron a
conceptos griegos, Era pedir a estos la conceptualización de la verdad más
antigriega que se puede imaginar. “Tal es la contradicción en la cual los
Padres de la Iglesia y los Concilios se descarriarían más de una vez”. Era el
peligro que pensaron tener que enfrentar para salvaguardar la intuición
fundadora de la Encarnación.
Ahora bien, en la medida en que la
naciente “filosofía” cristiana se volvía más adecuada a ese objeto, el
helenismo era relegado a una posición secundaria. Según Bernard Sesboüé, la
helenización del lenguaje fue de la mano con una deshelenización de la fe[6]. A
pesar de ello, la tradición cristiana no dejará de arrastrar las aportaciones
de la cultura griega, sus resurgimientos, sus sustitutos oblicuos
desenmascarados que el cristianismo “reconocerá con horror en sí mismo” y en
ocasiones perseguirá como herejías. Desde los inicios, la palabra que dice la
Encarnación suscitará un enfrentamiento inevitable entre los que se esforzarán
en entender sin tener (aún) los medios conceptuales para ello y los que la
rechazan, por incompatibles con su filosofía, la filosofía griega.
Llegado aquí me pregunto en qué este
recorrido me ayuda a entender la aseveración de Illich sobre el fin de la gran
tradición.
Un siglo antes de la revolución
francesa empezó a perderse la noción de proporción como la idea directriz u
orientación, como condición para que uno encontrara su posición fundamental.
Hasta hoy, no se ha tomado conciencia de esta desaparición en la historia
cultural. La correspondencia entre arriba y abajo, derecha e izquierda, lo
macro y lo micro fue reconocida intelectualmente y confirmada por los sentidos
hasta el fin del siglo XVII[7].
Dos observaciones son necesarias:
1) Esta gran tradición no es la tradición cristiana propiamente dicha, sino algo que se originó anteriormente a ella.
2) Su meollo es lo que Illich llama la proporcionalidad. En su última obra publicada[8] hay muchas referencias a ello
Lo que vemos son epifanías,
manifestaciones reveladoras del mundo en el ojo. Lo que aparece son visibilia
cualidades del mundo que corresponden al sentido de la visión. Estos
conceptos son desconocidos en nuestro mundo televisual. En el mundo griego, las
cosas mismas poseen una propiedad que corresponde al ojo. Esta situación es
radicalmente opuesta a la de la Bildwelt (el “mundo de las imágenes”)
que las técnicas, desde el grabado en madera hasta el hipertexto, han generado.
La visión griega presupone una co-naturalidad entre el ojo y las cosas. La
visión en este mundo que se manifiesta por sí mismo, es una forma de
contemplación[9]
Si el
ojo ve, si el oído oye, si la mano toca es que existe una correspondencia, una
co-naturalidad entre el mundo y los sentidos. El mundo está hecho a la medida
de los órganos sensoriales que lo perciben. Es esta correspondencia, analogía o
medida que Illich propone llamar proporcionalidad. Su más antigua
exposición se encuentra en la teoría musical de la escuela pitagórica. Para
entenderla debemos deshacernos de la idea moderna de nota, de unidad individual
de sonido, así como de la escala de intervalos iguales (do re mí fa sol…) que
la Antigüedad ignoraba casi por completo. En cambio, tenía el concepto de tonos,
palabra que puede entenderse como “justa medida”, “carácter de lo que es
razonable” o “proporción”[10].
Los
pitagóricos experimentaban los tonoi sobre el monocordio, un instrumento
de una sola cuerda que un traste móvil permitía dividir según varias
relaciones. Si se coloca el traste de manera de dejar dos segmentos de cuerda
tales que la longitud de uno sea el doble de la del otro, al tocarla simultáneamente
se escucha una octava. La octava corresponde a la relación 1:2. Si se coloca el
traste de tal manera que las longitudes respectivas de las cuerdas estén en
relación 2:3, se oirá una quinta. Una relación 3:4 dejará oír una cuarta[11].
La armonía musical se basaba así en una serie de relaciones entre los cuatro
primeros números, 1, 2, 3, 4, que constituían el tetraktys que se
representaba así:
.
..
…
….
Ahora
bien, la octava requiere dividir la cuerda en 3 (1+2) segmentos iguales, la
quinta requiere dividirla en 5 y la cuarta en 7 segmentos iguales. Así es que,
además del tetratkys, hay que considerar los cuatro primeros números
primos 2, 3, 5 y 7. Por definición, un número es llamado primo cuando es
inconmensurable como cualquier otro. 4 y 6 no son primos, porque ambos pueden
–en términos griegos—ser medidos por 2 y así 15 y 20 por 5 o 14 y 21 por 7. No
se entiende la música griega si no se entiende que es una música de tonos y no
de notas. La proporcionalidad supone una analogía fuerte entre el tono (relación
fónica) y el arithmos (número) Se puede decir que, según la teoría
pitagórica de las proporciones, la música o tekhnè mousikè era una arritmofonía.
Pero la proporcionalidad tiene un sentido que va más allá de las simples
relaciones entre números. Las consonancias que en el monocordio
corresponden a relaciones geométricas y en el tetraktys a relaciones
aritméticas (octava, 1:2; quinta, 2:3; cuarta, 3:4) están a su vez en armonía
con el orden o Logos cósmico mismo. Si se añaden los números del tetraktys
se obtiene el número perfecto 10. 1 no es un número propiamente dicho. Es la
unidad el origen de todos los números. 2 es el primer número propiamente dicho.
“Su significado particular consiste en que representa los principios de
igualdad, pero también de oposición polar porque tanto la suma de dos y dos
como del producto de dos por dos tienen como resultado cuatro”[12].
El 3 es el primer número perfecto. Corresponde a las tres dimensiones
espaciales, a la triada “comienzo, mitad y fin” o “pasado, presente, porvenir”.
El 4 tiene varios significados cósmicos: los cuatro elementos “fuego, agua,
aire y tierra”, las cuatro estaciones, los cuatro puntos cardinales, pero
también las cuatro partes del mundo, En geometría el 1 es el punto original, el
2 una recta, el 3 una superficie y el 4 un volumen. Para los oídos griegos, las
consonancias musicales derivadas del tetraktys evocan todos estos
significados cósmicos. La consonancia es esta simetría inherente, que resultaba
de la vibración ordenada de dos cuerdas en consonancia. Es la proporción lo que
se apreciaba en la música antigua[13].
Toda la
música, la que se hace como la que se contempla en las esferas del cosmos es en
sí un orden de relaciones armónicas.
La
proporción es el principio constitutivo, el logos del universo. Lo que
llamamos “las palabras”, los griegos las llamaban logoi, es decir,
“relaciones”. Y lo que comprendemos como intervalos entre sonidos eran
entendidos como analogías, concordancia de las cuerdas[14].
Pero al
mismo tiempo la música era local. Era coherente con una comunidad concebida
como un ethos (palabra que llegó a significar modo de ser o costumbre) y
no como un conglomerado de individuos, lo que hoy se llama una población[15].
La
música era una armonía inimitable entre un ethos (palabra cuya
etimología indoeuropea es “modo de caminar”, pero que también designa el modo
musical) local y su proporción. El espíritu griego descansaba sobre dos bases,
la propiedad en la expresión –encontrada en la regla del ethos (modo
musical) – y el tonos como ana-logía, proporción o ratio[16].
En este
mundo, el monstruoso deseo de un acuerdo global se habría percibido como una
forma de hybris expuesta al castigo de Némesis. Según Platón, la
política como la música requiere afinarse con el ethos particular de un
lugar. EL mal político es el que confunde la medición con la proporción y toma
medidas desproporcionadas con el ethos local.
Durante
toda la época clásica y la helenística, esta teoría musical fue poco
cuestionada. Alrededor de 300 a.C., Euclides todavía elaboraba una verdadera
aritmética, con sus teoremas, sus lemas y recíprocas sobre la idea de que
sonidos (tonoi) y relaciones entre números (logoi, ana-logías)
son una misma cosa[17].
Las
antinomias surgieron cuando se pretendió dividir la octava en intervalos
iguales. La llamada escala cromática que predominó en Occidente después
del Medioevo la dividió arbitrariamente en 12 intervalos iguales
correspondiendo cada uno a un “medio tono” (expresión moderna contraria a la
idea antigua de tonos). A su vez, cada uno de los tonos se imaginó dividido
en 9 komata o comas. Por ejemplo, para el oído de la mayor parte de los
violinistas hay cinco comas del do al do sostenido y otras cinco del re al re
bemol, lo que significa que el do sostenido y el re bemol difieren por una
coma. En el piano, en cambio, el do sostenido y el re bemol se tocan con la
misma tecla negra. Se dice que el piano es templado y el violín no.
Cuando
las consonancias musicales se limitan al registro de la voz, las sucesiones de
octavas, de quintas o de cuartas no son disonantes. Se puede, por ejemplo,
tocar una sucesión de dos, tres o más quintas en la lira sin que haya
disonancias. Pero si se pudieran tocar doce, la última sería disonante con la
primera[18].
Esta disonancia –más hipotética que real– los griegos la llamaban “komma pitagórico”
o, a veces, “lobo”. A partir del siglo XVII, el “lobo” será un obstáculo mayor
al desarrollo de la sinfonía, consonancia ideal de instrumentos que tocan más
allá del registro de la voz natural. La respuesta a este obstáculo será el
invento del temperamento musical. Después de ello, la sinfonía no se
pensará como armonía de tonoi en consonancia con el ethos y con
las voces carnales de un lugar particular, sino como acuerdo global –es decir,
fuera de todo lugar particular– de notas producidas por instrumentos. Como hoy
la “globalización” de las “culturas”, “los usos y costumbres locales”, el
temperamento musical viola la armonía local en pro de un acorde supralocal.
El
musicólogo Matthias Rieger, amigo y colega de Iván Illich, ha estudiado la
música desde los pitagóricos hasta la reducción del acuerdo musical a una
concordancia de frecuencias vibratorias a mediados del siglo XIX por Helmholtz,
aquel físico alemán también considerado como uno de los padres del concepto de
energía. El estudio de Rieger sintetiza el auge y el declive de lo que Illich
llamaba la gran tradición.
Examinar cómo la teoría musical antigua fue retomada por la
tradición cristiana ayuda a entender cómo la Gran Tradición de la
Proporcionalidad fue transmitida al mundo cristiano. Como una hipótesis de
trabajo que requiere verificación, podemos arriesgar la aseveración siguiente: La
teoría musical cristiana realizará una síntesis de la proporcionalidad con la
encarnación del Verbo. Pero la música antigua es el paradigma de una
tradición que abarca más: la arquitectura, la política, la práctica de las
virtudes, la buena vida y hasta la comida[19],
la misma filosofía. En todos estos dominios, la transmisión de la gran
tradición al Occidente cristiano debe entenderse como una continuidad a través
de una discontinuidad esencial. En tanto su declive, a finales del siglo XVII,
es quizás el ocaso de lo mejor de la tradición occidental y de la tradición de
su institución fundadora: una negación simultánea de la proporcionalidad y de
la Encarnación.
Los primeros pensadores cristianos, a través de intuiciones
fulgurantes, captaron la verdad del cristianismo en su afirmación más
desconcertante para la filosofía predominante, la de la Encarnación. Pero
cuando Michel Henry dice que recurrieron para ello a los conceptos de esta
misma filosofía, creo que hay que añadir que lo que le pidieron prestado era el
vocabulario de la proporcionalidad. Vocabulario más musical que filosófico para
dar cuenta de un acontecimiento histórico: la revelación del Verbo encarnado.
Pareciera que la Encarnación del Verbo pudiera interpretarse
de dos maneras: o el Verbo tomó carne para revelarse a los hombres, en
tal caso, la carne se rebaja a instrumento de la revelación del Verbo, o bien,
la revelación es obra del mismo Verbo, auto-revelación; pero, ¿por qué tuvo
entonces que encarnarse? De hecho, no faltaron los que pretendieron que la
“carne” del Verbo era una ilusión, una especie de artilugio mágico. Pero Juan
afirma que el Verbo vino entre nosotros como carne (Jn. 4,1-3) y
Tertuliano precisa: “Cristo no sería llamado hombre si no tuviera carne, una
carne semejante a la nuestra”[20].
Como los tonoi de la música, la carne y el Verbo
están en una relación de proporcionalidad. Y tal como el ethos
particular de un lugar está en armonía con el cosmos, el verbo y la carne de
cada persona particular están en una relación de proporcionalidad con el Verbo
Encarnado. El creyente afirma esta armonía. La obra del Verbo en él consiste en
cumplir la revelación de Dios en el interior de la carne en vez de toparse con
ella como un término opaco y extraño. En el lenguaje teológico, esta relación
es el camino de la salvación. En el siglo XII, los alumnos de Hugo de San
Víctor en París vivían esta relación en las askesis (disciplina) de la
lectura, cuyo fin, la Sabiduría, no era otra que Jesús, el Verbo Encarnado: lo
mismo que para Agustín, la sabiduría para Hugo no era algo, sino alguien. La
sabiduría en la tradición agustina es la Segunda Persona de la Trinidad,
Cristo. “Es la sabiduría a través de quien (Dios) ha hecho todas las cosas […]
Él es la Forma, Él es la medicina, Él es el ejemplo, Él es vuestro Remedio.”[21]
En la obra de Boecio, primer gran “musicólogo” cristiano
influido por Agustín, podemos observar la trasmisión de la tradición antigua en
sus continuidades y discontinuidades. Boecio[22]
relata a su manera la leyenda de Pitágoras: “Guiado por la Providencia
(Pitágoras) pasó frente a un taller de herreros y prestó atención a los golpes
de los martillos. Una armonía se desprendía de sus diversos tonos […] sumido en
una profunda reflexión, pensó primero que las diferencias entre los tonos se
debían a las fuerzas diferentes de los herreros. Para estar seguro de ello, les
pidió que intercambiaran sus martillos. Las propiedades de los martillos no
dependían de los brazos de los hombres, sino que acompañaban a los mismos
martillos. Tomó el peso de los mismos martillos” y constató que entre sus pesos
reinaban las mismas relaciones que entre los miembros del tetraktys,
1:2, 2:3, 3:4, y que, cuando tocaban juntos de dos en dos en el mismo orden,
dejaban oír sucesivamente una octava, una quinta y una cuarta. Si pasamos por
alto la sustitución de las longitudes de una cuerda por los pesos de martillos,
encontraremos el ejemplo casi puro
de la transmisión de una tradición antigua al Medioevo temprano.
Al cambiar cuerdas por martillos, Boecio significa que las
proporciones no se limitan a la música, sino que dan cuenta del orden del mundo
mismo.
Matthias Rieger escribe: “Dos conceptos centrales para la
interpretación de la leyenda (de Pitágoras contada por Boecio) son ‘armonía y
consonancia […]. Otro término fundamental es ‘proporción’, que Helmholtz
traduce como ‘relación entre números’. Boecio […] usa este último término al
referirse a la relación entre los tonos de una consonancia. Hasta el siglo
XVIII, el concepto de proporción fue uno de los más fundamentales de la teoría
musical, así como la ‘doctrina de lo bello’, destronada por la ‘estética’ a
partir de ese mismo siglo. La proporción, visible como relación mutua de los
segmentos de una cuerda y audible como consonancias, manifestaba la belleza.
Según Platón (en el “Timeo”), la proporción es la más bella de las relaciones
entre dos elementos. ‘El que dos elementos se relacionen solos, sin un tercero,
es imposible, pues cierta liga en medio debe crear la relación entre ambos. La
más bella de las ligas es aquella que, de ser posible, se hace una con lo que
relaciona. Eso, porque es conforme a su naturaleza, lo hace mejor que otra la
proporción”. La palabra proportio es la traducción latina del término
griego logos, que puede significar relación, habla (“verbo”), equilibrio
de las masas o proporción. En su acepción matemática, el logos se
refiere desde Euclides (cerca de 300 a. C.) a la relación mutua de dos
elementos (por ejemplo a:b), mientras que la ana-logía expresa la
similitud entre dos o más relaciones (por ejemplo, a:b::c:d). Logos y ana-logía
fueron frecuentemente traducidos al latín como ratio y proportio,
respectivamente. Sin embargo, Boecio, 900 años después de Euclides, en su De
institutione música, precisa la diferencia. Insiste en que la relación
mutua de dos elementos (logos, como a:b) debe rendirse como proportio,
mientras que la relación entre relaciones (ana-logía, como a:b::c:d)
debe llamarse proportionalitas.
La importancia de la proporción se revela desde otro
ángulo si el análisis histórico del concepto no se limita a la música, sino a
la “doctrina de lo bello”. Aquí se manifiesta una tradición que se remonta
hasta Platón, para la cual algo es “bello” cuando corresponde a las
proporciones musicales. Este concepto de la belleza no sólo repercutirá en
escritos filosóficos y teológicos, sino también en tratados sobre el arte de
construir y la pintura[23].
Retomando un tema de San Agustín, Bonaventura (1221-1274),
amén del convenio de los desiguales (convenientia disparium), considera
la igualdad rítmica numérica (aequalis numerosa) como característica
esencial de lo bello. Esta “similitud arritmofónica” (como me gustaría traducir
acuaelitas numerosa) fue la base de una teoría de la percepción de la cual
ya se encuentran elementos en la obra de Aristóteles, que define la percepción
sensorial como una proporcionalidad activa entre el que percibe y lo percibido.
Bonaventura va un paso más lejos y postula que la percepción sensorial de una
cosa sólo agrada cuando lo percibido y el que percibe están afinados. La
belleza es por ende una armonía entre el órgano de percepción y la forma y la
especie del objeto. El ojo, el oído, como también los otros sentidos, están en
relación proporcional con la realidad, son afinados por ella[24].
El mundo sensible no es una ilusión, los sentidos carnales no mienten, sino que
vibran en armonía con el verdadero orden del mundo. Este mundo, que se refleja
en las proporciones musicales, está dado, no inventado o construido mentalmente.
Tampoco se manifiesta en magnitudes inaccesibles a los sentidos desnudos. Hugo
enseña a sus alumnos que el acto de la lectura consiste en armonizar las
percepciones propias con ese orden dado, en “ordenar”las. “’Ordenar’ es la
interiorización de esta armonía cósmica y simbólica que Dios ha establecido en
el acto de la creación. ‘Ordenar’ no significar organizar y sistematizar el
conocimiento de acuerdo con esquemas preconcebidos, ni administrarlo. El orden
del lector no se impone sobre la historia, sino que la historia coloca al
lector en este orden. La búsqueda de la sabiduría es una búsqueda de los
símbolos del orden que encontramos en la página”[25]
Para los cristianos, el evento más significativo de la historia es la Encarnación. El Verbo encarnado es la sabiduría en persona. La lectura, que es una forma de oración y una peregrinación en la página hacia la sabiduría, tal como la peregrinación en la tierra hacia un lugar dotado de una perfectio celestial y finalmente la peregrinación en la estabilidad de los fieles, son disciplinas que afinan el verbo en la carne propia y estos en la Encarnación del Verbo. En la teología medieval, la relación entre verbo y carne y entre estos y el Verbo Encarnado ha sido constantemente elucidada en el lenguaje de la proporcionalidad heredado de la Antigüedad griega. El abad Sugerius, iniciador de la arquitectura gótica, comienza su relato de la construcción de la basílica de Saint-Denis inaugurada en 1140, con estas palabras:
La disparidad entre lo divino y lo humano sólo puede ser puesta en proporción por la fuerza admirable de la […] más alta razón que, para decirlo así, la ‘templa’ mediante una substancia extraordinaria. Por lo que por su origen bajo y su ser contradictorio por estar en lucha intestina está ligado por la consonancia magnífica de una armonía superior bien afinada. Los que buscan la iluminación por la participación en esta razón superior y eterna, como si su espíritu penetrante hubiese tomado asiento en una silla de juez, se esfuerzan sin cesar en reconciliar lo idéntico y lo diferente y en dejar la justicia reinar entre cosas que de por sí repugnan a ello, Gracias al amor encuentran la fuerza que los protege de la guerra intestina y de la sedición […]”[26].
Difícilmente se podría
dar un ejemplo más claro de la convenientia disparium. A este pasaje
inicial corresponde, como un canto responsorial, el último párrafo del mismo
relato, en el que el escritor se dirige a un Jesús concopulans que,
además de traducirse como el que une, puede también traducirse como el
templador y armonizador:
Bendita gloria de Dios en su lugar; bendito, alabado y exaltado sea tu nombre, señor Jesucristo, que Dios Padre ungió […] como sumo lazo [pontifex: hacedor de puentes] entre los que participan de ti. En la degustación del santo óleo sacramental y la recepción de la santísima Eucaristía, al unir (al templar) [concopula(n)s] lo corporal con lo espiritual, lo humano con lo divino, regeneras sacramentalmente su pureza original; en la gracia de bendiciones visibles, los transformas de manera invisible en primicias del cielo, para que, cuando establezcas el Reino por Dios Padre, unas potente y misericordiosamente a estos tus servidores y a las creaturas angélicas, a la tierra y el cielo, en una república; tú que vives y reinas por los siglos de los siglos, Amén.[27]
Advertencia: la mente moderna, como ya lo apunté en mi ensayo “Proporcionalidad, amistad y presencia”, donde cito también en traducción mía este párrafo de Sugerius, difícilmente puede evitar traducir el texto citado desde una razón instrumental con locuciones tales como “para”, “por”, “a fin de que”, “mediante” y hacer traducciones como esta:
[…] mediante el óleo sacramental y […] la santa eucaristía une (o templa) lo material con lo inmaterial, lo corpóreo con lo incorpóreo, lo humano con lo divino y los reconcilias. Regeneras la pureza original mediante los sacramentos; mediante bendiciones visibles los transformas de manera invisible, a fin de que, cuando vuelvas con el reino de Dios, en tu compasión nos unas en una comunidad con los ángeles
Estas distorsiones semánticas oscurecen el sentido del texto
medieval. Cuando Sugerius usa términos como contemperando concopilans,
ministrante, ut o el caso ablativo, se refiere explícitamente a
ese tercer miembro en medio de dos elementos dispares que es la
proporcionalidad, “la más bella de las ligas”, “que se hace una con lo que
liga”. No se refiere, por ejemplo, a una razón instrumental entre una razón
superior y una fuerza admirable. La proporcionalidad es tan poco instrumento
del espíritu o de la razón como la carne lo es del Verbo. Sin embargo, la degradación
de la proporcionalidad en instrumentalidad (que disuelve la unidad de la
liga con lo ligado) ya había empezado a manifestarse durante la vida de
Sugerius, por ejemplo, en “la instrumentalización de los sacramentos”[28].
Hasta qué punto el vocabulario de la instrumentalidad ha contaminado el
lenguaje de la proporcionalidad queda ejemplificado por el uso moderno de las
palabras medio y mediante que, de significar lo que, en medio de
dos términos, los liga haciéndose uno con ellos, se han vuelto palabras clave
de la razón instrumental, como, por ejemplo, en las locuciones “los medios
técnicos” o “mediante tal herramienta”. Para prepararse a entender esta primera
perversión de la gran tradición de la Proporcionalidad, se recomienda
compararla con la historia del “canto llano” o canto gregoriano. Todos los especialistas,
sin embargo, coinciden en algo: exhibe peculiaridades que no pueden detectarse
en ningún otro tipo de música; peculiaridades tan marcadas que es casi
imposible que no atraigan la atención del oyente más superficial, y tan
constantes que es muy fácil rastrearlas a través de los sucesivos estadios del
desarrollo por los que el canto llano pasó desde el siglo III al siglo XIX[29].
Entre estas características destacan dos:
1) Una estrecha vinculación con el latín eclesiástico,
2) Los llamados acentos también utilizados en la lectura y que pueden concebirse como “la reducción según leyes musicales de los acentos ordinarios del lenguaje hablado” (los acentos no son notas).
3) La jerarquía entre varios estilos de acentos, propios del canto lectioni de las glosas, del tonus propheticus, del tonus epistolae, del tonus evangelio, que permitía que cualquiera supiera si lo que se estaba leyendo o cantando “era parte del Antiguo Testamento, de San Pablo o del Evangelio, respectivamente”.
4) Las características musicales distintivas, según la estación en las que se leen, que las partes más solemnes de la liturgia tenían y siguen teniendo.
La liturgia armoniza diferentes dominios: “La celebración
ceremonial del libro, el latín, el canto y la recitación forman así un fenómeno
acústico inmenso en una compleja arquitectura de ritmo, espacio y gestos” [30].
La
instrumentalización del lenguaje de la proporcionalidad va significar una
primera ruptura de la armonía entre música, canto, lectura, arquitectura y
gestos litúrgicos. Para Platón, Aristóteles y, más aún para Boecio o Sugerius,
la música instrumental sólo tenía sentido en armonía con la voz carnal de los
cantantes. De la misma manera la página estaba destinada a ser leída en voz
alta: leer era escuchar las voces paginarum. Sin embargo, el fin del
siglo XII está marcado por una serie de innovaciones que van a llevar al lento
divorcio de la página y de la voz, permitiendo esa cosa impensable para
Agustín: la lectura silenciosa. De ahora en adelante el arte de leer se
dividirá en dos vertientes: la lectio divina de los monjes que
permanecen fieles a la lectura en voz alta y la lectio spiritualis y
pronto escolática propagada a partir de las universidades desde el siglo
XIII. Iván Illich escribe al respecto: “A mi parecer, el permitir que la lectio
spiritualis predominara sobre la lectio divina fue una traición a la
gran tradición. Que haya podido ocurrir rebasa mi entendimiento y permanece
para mí como un misterio. Pero ello no libra al historiador de la tarea de
tratar de entender las condiciones en las cuales esta traición tuvo lugar. Y no
conozco ejemplo más antiguo, más claro y mejor documentado para examinar la
interacción de hybris y tecnología característica de la modernidad”[31].
Otra
etapa de esta traición fue la separación del instrumento musical de su
compañera atávica: la voz humana. Como el divorcio de la lectura y de la
escucha de las voces paginarum, el desempotramiento de la música del
entramado de voces, ritmos, gestos rituales y arquitectura que caracteriza a la
liturgia es a la vez un paso hacia la desencarnación y una ruptura de la
proporcionalidad. Pero aún en el siglo XV, los himnos compuestos por Guillaume
Dufay para la inauguración del Duomo de Brunelleschi en Florencia “[…]
reflejaba(n) las proporciones del edificio, y las voces estaban igualmente en
concordancia con el espacio”[32].
Dufay todavía sabía prescindir de una escala de tonos iguales. Para él, “el
orden cósmico e inmanente de todas las cosas seguía siendo la fuente de la
creación artística”[33].
Sin embargo, otros empezaban a considerar la música como una obra de arte fabricada
a partir de sonidos ordenados en una escala de intervalos iguales. Pero en el
momento de liberarse de los registros restringidos de la voz, los músicos
debieron enfrentar el “lobo”, la “coma pitagórica” que arruina las consonancias
de los acordes transvocales. De ahora en adelante, cada siglo aportará su
contribución al problema del temperamento de repetición igual[34],
que culminará poco después de la época de Bach con la invención del piano
forte, verdadera máquina productora de notas que terminó por bloquear la
percepción de lo que había significado la proporción armoniosa. Desincrustada
de la voz carnal, del ethos específico de un lugar, de su complemento
cósmico, de las estaciones y otros eventos, la música se volvió acorde global
entre sonidos individuales. El saberlo no me destruye el placer de escuchar una
fuga de Bach, pero me hace poner atención en la gran traición de la modernidad. Con toda su belleza y sus complejidades, la música
instrumental ejemplifica la traición de la Encarnación y de la gran tradición
que dio paso a los tiempos modernos. El acorde global se pagó con una violación
del ethos local y de la armonía de sus consonancias proporcionales.
Matthias Rieger atribuye a Helmholtz el haber postulado un oído con
temperamento de distribución igual y haber con ello modificado definitivamente
la manera de oír. “El análisis de cómo Helmholtz reacuñó no solamente el
significado de la consonancia, del sonido y del oír, sino también la percepción
del lector muestra cómo, aún más allá de trastornar la comprensión de la
música, la objetivación helmholtziana fue una estrategia de transformación de
la audición y de la visión misma”[35].
Esta
estrategia de desarraigo sistemático de la percepción por uno de los inventores
–otros dicen “descubridores”—del concepto moderno de energía es contemporánea
de la invasión de la ciencia por invisibilia: moléculas y átomos, entidades
estadísticas como la entropía de los físicos o, en la medicina, entidades
patológicas abstractas sólo detectadas en el laboratorio, conceptos
desencarnados de toda concretud sensorial. A partir de estas irrealidades se
elaboró una realidad de laboratorio.
La realidad social moderna es el intento grotesco de adaptar la carne a un neo-Logos
desencarnado y fuera de proporción con el cosmos. Una tradición de dos mil
seiscientos años, la Proporcionalidad, y otra de dos mil años, la fe en la
Encarnación, fueron negadas por sus herederos más legítimos. Al misterio de la
Encarnación ha respondido el enigma de su traición.[36]
[1] Publicado en la revista Ixtus. Espíritu y Cultura, núm. 55, Y el Verbo se hizo carne, 2006.
[2] Ver algunas huellas de ello en www.pudel.uni-Bremen.de, en
particular los estudios musicológicos de Matthias Rieger.
[3] Ver, The Rivers North of the Future, conversaciones de Iván Illich
con David Cayley, House of Anansi Press, Canada, 2005 (N. de E.).
[4] Seuil, París, 2000,
[5] En los diagramas, “el texto se reduce a una simple leyenda que [lo]
explica. Además, el ojo se acostumbra a abarcar objetos que son invisibles en
la naturaleza; por ejemplo, moléculas, que son más pequeñas que la menor
longitud de onda de la luz. Pero hay algo aún más importante: nociones
abstractas reciben “formas” en cuadros y gráficas que engañan al ojo haciendo
creer en concretudes desplazadas. Nos hemos acostumbrado a ser horrorizados,
angustiados o animados por representaciones gráficas de datos cuantitativos a
los que no corresponde nada que el ojo pueda captar: el producto nacional
bruto, el crecimiento demográfico, la incidencia del SIDA”, Iván Illich, La
perte des sens, Fayard, París, 2004, p. 230 (la traducción es mía)
[6] Bernard Sesboüé, “Jésus Christ dans la
Tradition de l’Église », en Jésus et Jésus Christ, núm, 17,
Desclée, París, 1993, p. 100. La frase citada se
refiere al concilio de Nicea.
[7] Iván Illich, op. cit., p. 243.
[8] La perte des sens, op. cit.
[9] Ibid., p. 209.
[10] Ibid., p. 243.
[11] Esta notación es una concesión al hábito moderno. Hasta el Medioevo
se definía la octava por la relación 2:1, la quinta por 3:2 y la cuarta por
4:3.
[12]Matthias Rieger, Helmholtz Musicus. Eine
Studie über Helmholtz’Objektiverung der Gndlagen der Musik, dargestelt anhand
einer Textanalyse der Tonempfindungen (1877),
Bremen, Agosto 200i, disponible en www.pudel.uni-bremen.de
[13] Iván Illich, op. cit., 246.
[14] Ibid.
[15] Ibid., p. 248.
[16] Ibid., citando a Matthias Rieger, “Music before and after Solesmes” en Ivan
Illich, Matthias Rieger, Lee Hoinacki y Joseph Mokos, Papers on Proportionality,
State College, S.T.S, Working Papers 8; disponible en Science, Technology, and
Society Studies, Wilard Dldg. 133, Pennsilvanya State University Park, PA
16802, Septiembre 1996, p. 16.
[17] Oliver Busch, Logos Synteseôs. Die
Euklidische Sectio Cannonis, Aristogenos, und die Rolle der Mathematik in der
antiken Musiktheorie, Staatliches Institut für Musikforschung PreuBischer
Kulturbesitz, Berlín, 1998.
[18] Matthias Rieger, “Über die Entstehung der
Möglichkeit zu fragen : was istC ?, en Barbara Duden, Lee
Hoinacki, Matthias Rieger y Sebastian Trapp, Über Proportionalität,
Schriften Bremen 1994-1997, vol. III, p. 2.
[19] Ver Martina Keller, Macht über Mägen (Poder sobre los estómagos), Promedia,
Viena, 2002, p. 167. Relata cómo doña Refugio, una campesina de San Pablo Etla
en el estado de Oaxaca, cuando prepara la comida compra con parientes y vecinos
las verduras y las frutas que no cultiva en su jardín, de tal manera que
“detrás de cada ingrediente está un miembro de su red de relaciones
personales”. Bello ejemplo de la proporcionalidad en el mundo indígena
mexicano.
[20] Tertuliano, La chair du Christ,
citado por Michel Henry en op. cit., p. 18.
[21] Iván Illich, En el viñedo del texto. Etiología de la lectura: un
comentario al “Didascalicon” de Hugo de San Víctor, Fondo de Cultura
Económica, México, 2002. El comentario de Hugo sobre San Agustín puede
encontrarse en De tribus diebus, PL, 176, 834.
[22] Boethius, De institutionenusicae libri quinque, citado por
Matthias Riger, Helmholtz Musicus, op. cit., pp. 69-70.
[23] Ibid., p. 72.
[24] Ibid., p. 74, nota 57.
[25] Iván Illich, En el viñedo del texto, op. cit., pp. 44 y 45.
[26] Divinorum humanuromque
disparatem unius et singularis summaeque rationis vis admirabilis
contemperando coaequat : et qua originis inferioritate et naturae
contrarietate invicem repugnare videntur, ipsa sola unius superioris moderatae
armoiae convenentia gratia concopulant. Cujus profecto summae et aeternae
rationis participatione qui gloriosi effici innitintur crebror in solio mentis
argutae quasi pro tribunali residentes, de concertatione contnua similium et
dissimilium , et contrarium inventioni
et judicio insistunt ; in aeterna sapentiae rationis fonte, charitate
ministrante, unde bello intestino et seditioni interiori obstinant, salubriter
exhauriunt, spiritualia corpralibus, aeterna deficientibus praepotentes […].
Párrafo inicial de De consecratione ecclesiae Sancti Dionyssi, de
Sugerius, editado por A. Lecoy de la Marche, Oeuvres comppletes de Suger,
París, 1867. Reimpresión Hildesheim, Georg Olms Verlag, 1979, pp- 213-214. (La
traducción es mía).
[27] Benedicta gloria Domini de loco suo; benedictum y laudabile et
superesaltatum nomen tuum, Domine Jesu Christo, quem summum Pontificem unxit
Deus Pater oleo exultationis prae participibus tuis. Quae sacramentali sanctissimi Chrismatis
deliberationes et sanctissimae Eucharistiae susceptione materialia
immaterialibus, corporalia spiritualibus humana divinis uniformiter
concopulans, sacranentaliter reforma ad suum purioris principium; his et
hujusmodi benedictionibus visibilibus invisibilter, etiam praesentatem in regnum craturam, coelum et
terram, unam republicam potenter et misericorditer efficias ; qui vivis et
regans Deus per omnia saecula saecularum, Amen, Ibid, p. 238.
[28] Ver Iván Illich, La perte des sens,
op. cit., p. 282 y David Cayley, Die Korruption des Christentums. Ivan
Illich im Gesprächt mit David Cyley über Evangelium, Kirche und
Gesellschaft, transcripción bilingüe de Ideas 3-7, enero 2000,
disponible con la Canadian Broadcasting Corporation.
[29] Iván Illich, En el viñedo del texto, op. cit., p. 92.
[30] Ibid., p. 94.
[31] Iván Illich, La perte des sens, op.
cit., p. 183.
[32] Ibid., p. 248.
[33] Ibid., p. 249.
[34] El paso decisivo hacia el invento del temperamento de intervalos
iguales fue dado por el matemático y musicólogo sordo Joseph Sauveur
(1653-176), iniciador de la “acústica musical” moderna. “Los descubrimientos de
Sauveur se fundamentan en la posibilidad, establecida en 1630 por Johann
Faulhaber, de dividir la octava en 12 intervalos iguales en forma puramente
numérica mediante los logaritmos. Estos permiten transformar las
proporciones en valores comparables con los cuales es más fácil realizar
operaciones […] El ‘lobo’ puede así repartirse entre los doce tonos de la
escala de intervalos iguales”, Matthias Rieger, “Über die Entstehung der
Möglichjeit zu fragen was ist C”, op. cit., p. 4.
[35] Matthias Rieger, Helmholtz Musicus,
op. cit., p. 18.
[36] Ver al respecto el artículo de Daniel Cérézuelle, “La técnica y la carne”, revista Ixtus núm. 55, Y el Verbo se hizo carne, 2006: “Apenas pasada la segunda guerra mundial, el teólogo Karl Barth lamentaba que la teología no había dado la importancia debida a la cuestión de la encarnación y sus implicaciones morales; sugería que esta negligencia había contribuido a la indiferencia de los modernos hacia el trato bárbaro que sufre la naturaleza en nosotros y alrededor de nosotros en la sociedad industrial. ‘Existe una teología de la espiritualización que propone a la libertad humana una orientación diametralmente opuesta a la tradición de la teología de la Encarnación. Esa teología espiritualizante preconiza la movilización de todos los recursos para proseguir la ‘obra de Dios’ mediante la transformación de la naturaleza por la técnica […] Este objetivo [instrumental] favorece en ciertos pensadores cristianos un prejuicio resueltamente tecnófilo y progresista […] Es así como el jesuita Teilhard de Chardin pudo saludar la explosión de la bomba atómica en Hiroshima como manifestación de la ‘expansión de lo divino en la materia’”. Otro pensador preso de una teología tecnosófica negadora de la encarnación, Emmanuel Mounier, fundador de la revista Esprit, no vacilaba en escribir que “la naturaleza se ofrece a ser recreada por el hombre”. Corruptio optimi quae est pessima (“La corrupción de lo mejor es lo peor”).
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