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viernes, 9 de septiembre de 2016

El desarrollo no justifica la destrucción del TIPNIS

por Hernando Calla*


“Cuando queremos construir caminos (...), algunos hermanos indígenas no quieren que se construya el camino; cuando queremos explorar como gobierno más gas o petróleo que nos da la Madre Tierra (...), no quieren algunos hermanos; cuando queremos construir plantas hidroeléctricas (...), no quieren algunos hermanos…” “¿De qué va a vivir Bolivia?...antes nuestras luchas eran por luz, caminos ; queríamos más recursos económicos... [Ahora] en contraposición, las organizaciones indígenas y originarias se oponen a estos planes que generan desarrollo social y económico”, Evo Morales (LR, 26-8-11)


El conflicto entre los pueblos de territorios indígenas y el gobierno de Evo Morales por su decisión unilateral – sin consulta previa e informada – de construir una “carretera” que cruce por el TIPNIS se aproxima estos días a su punto de mayor tensión. Por un lado, se intentó por séptima vez iniciar un diálogo entre una comisión gubernamental, encabezada por el canciller David Choquehuanca, y los indígenas que marchan desde mediados de agosto rumbo a la sede de gobierno. Por otro lado, la exhortación de personeros del oficialismo a un supuesto diálogo se ha convertido hace poco en un amenazador bloqueo de los campesinos “interculturales” (colonizadores) en la población de Yucumo y otras poblaciones del norte paceño que intentan frenar la marcha indígena con la connivencia de un destacamento policial que pretende dizque evitar un enfrentamiento.

Las grietas del desarrollo

Como muchos paisanos recientemente empoderados, el Presidente de Bolivia se orienta por el faro del “desarrollo” que en la segunda mitad del siglo XX fue el credo de las elites de los países del llamado Tercer Mundo, por lo general formadas en universidades del “Primer Mundo”, concepto que ahora se ha vuelto cuestionable por las consecuencias desastrosas para la naturaleza y humanidad cada vez más evidentes – entre ellas, el calentamiento global – y que están estrechamente asociadas con la expansión de la economía productivista a nivel global.

Por lo mismo, hoy el faro muestra grietas y ha comenzado a desmoronarse. La idea del desarrollo se levanta como una ruina en el paisaje intelectual. El engaño y la desilusión, los fracasos y los crímenes han sido compañeros permanentes del desarrollo y cuentan una misma historia: no funcionó, al menos no como el mecanismo/instrumento de bienestar para todos que resultó ser una promesa vacía. Además, las condiciones históricas que catapultaron la idea hacia un sitial prominente han desaparecido: el desarrollo ha devenido anticuado. Pero sobre todo, las esperanzas y los deseos que dieron alas a la idea están ahora agotados: el desarrollo ha devenido obsoleto (aunque ello no sea percibido por todos).

Es cierto que enraizarse en el presente requiere una imagen de futuro. Esa imagen del porvenir ofrece guía, ánimo, orientación, esperanza. Sin embargo, a cambio de imágenes culturalmente establecidas, construidas por hombres y mujeres concretos en sus espacios locales, se ofreció al hombre moderno la expectativa ilusoria de un crecimiento ilimitado, implícita en la connotación de desarrollo y sus afines semánticos: crecimiento económico, progreso social, modernización tecnológica. También se le ofreció una imagen del futuro como mera continuación del pasado: ese es el desarrollo, un mito conservador, si no reaccionario.[1]

Algunos dirán que el desencanto con el “desarrollo”, o el “crecimiento económico”, no elimina la necesidad de una palabra para designar la “generación de riqueza”. En realidad, el acuñar nuevas palabras para el desarrollo ha acompañado la historia de los esfuerzos de gente muy creativa por imaginar nuevos “paradigmas” de desarrollo: integral, alternativo, humano, sustentable, territorial y no se qué más. Pero todos estos “paradigmas” son construcciones imaginarias cada vez más alejadas de las realidades materiales que se imponen a las grandes mayorías, aunque pretendan leer de distinto modo los fragmentos de dichas realidades que todavía captan. En efecto, tanto la riqueza como la pobreza son conceptos tradicionales cuya utilización actual oculta la destructividad de los procesos institucionales modernos de creación del desvalor.[2] Se trata de una desvaloración del entorno como una condición para la acumulación ilimitada de valores mercantiles y del capital transnacional que mal podríamos llamar riqueza en su acepción tradicional de abundancia de bienes y propiedades; por otra parte, esta desvaloración de las condiciones naturales o el contexto cultural implica abismos de miseria para los cuales el concepto tradicional de pobreza es igualmente inadecuado.[3]

La aplicación del concepto de riqueza a la productividad industrial oculta la destructividad inherente a los procesos extractivos e industriales de transformación de la naturaleza en insumos productivos y mercancías de consumo masivo. Refleja la degradación de las cosmovisiones que antaño respetaban la sacralidad de la naturaleza en una visión que convierte los dones de la Madre Tierra en “recursos naturales”: por ejemplo, el gas y petróleo, susceptibles de ser extraídos del fondo de la tierra; pero también los “recursos” maderables u otros que pueden ser explotados de la superficie. La transformación de los dones de la naturaleza en “recursos naturales” es contemporánea del colonialismo que explotaba estos últimos para convertirlos en insumos para las industrias. La filósofa de la India Vandana Shiva extracta una cita de 1870 que proponía la siguiente definición: “Al hablar de los recursos naturales de un país cualquiera, nos referimos al mineral en la mina, la piedra en la cantera, la madera en el bosque, (etc.)”[4]. En esta definición, ya se perfila que la naturaleza se ha convertido en un depósito de materias primas que esperan su transformación en insumos para la producción de mercancías.

La guerra contra la subsistencia

A dónde nos ha llevado el mentado desarrollo se puede describir mejor como la guerra contra la subsistencia [5] de la gente sencilla que había declarado el Estado moderno desde mucho antes que fueran colocados sus cimientos teóricos en el siglo XVII.[6] A partir de los años 1950s, el desarrollo fue concebido como cierto tipo de ingeniería social cuya meta era la instalación de un conjunto creciente de equipamientos: construcción de más escuelas, de más hospitales modernos, de extensas autopistas para vehículos de alta velocidad, de nuevas fábricas e industrias, de plantas generadoras y redes de energía, y además, junto con todo esto, la creación de una población capacitada para su manejo y entrenada para necesitar estas cosas.

Actualmente, el imperativo moral de hace cincuenta años atrás parece una ingenuidad y son muy pocos los pensadores críticos que tienen una visión tan instrumentalizada de la sociedad deseable, aunque estas ideas perviven en el imaginario colectivo de nuestras sociedades – tanto en el Norte sobre-endeudado como en el Sur sub-industrializado – mentalmente “subdesarrolladas” y que intentan estabilizar sus finanzas, o modernizar su tecnología, desesperadamente a cualquier costo. Dos son las razones que les han hecho cambiar de parecer: la primera, la existencia de externalidades indeseables que exceden los supuestos beneficios del desarrollo económico: una muestra son las ciudades congestionadas de motorizados que avanzan cada vez más lentamente – no obstante estar implementadas con autopistas de alta velocidad –, contaminan el aire hasta volverlo irrespirable, lanzan a la atmósfera enormes cantidades de gases de efecto invernadero (los que provocan el calentamiento global) y empobrecen el paisaje urbano y rural con su patente fealdad.

La segunda razón, quizá la más difícil de articular convincentemente, la aparición de la contraproductividad paradójica al interior de las metas de producción de determinado sector económico: los usuarios del transporte y los que conducen su propia “fuerza de trabajo” hasta su fuente laboral todos los días terminan desplazándose a velocidades cada vez menores no obstante estar equipados con vehículos cada vez más veloces y, en consecuencia, encontrarse crecientemente endeudados (en tiempo y dinero) para pagar los gastos correspondientes (no únicamente los pasajes del transporte o el combustible sino los impuestos y las cuotas mensuales del financiamiento para su automotor), además de sentirse psicológicamente frustrados por la creciente dificultad para volver a poner los pies sobre la tierra y valerse de sus propias piernas para llegar a destino. (En cambio, aunque suene a poesía, no importa cuán distante sea el destino que se propone el caminante, los pies lo llevarán hacia el mismo como lo han vuelto a demostrar, para volver al tema que nos preocupa estos días, los indígenas del TIPNIS que marchan desde la amazonía rumbo a la ciudad de La Paz).

¿Una “carretera” de integración regional?

Si bien no todos los que marchan o apoyan la marcha indígena están plenamente conscientes de la caída del desarrollo como justificación legítima para la construcción de la “carretera” que pretende vincular la región del Beni con el eje troncal (por el Chapare cochabambino, en vez de hacerlo mejorando el camino ya existente por los Yungas de La Paz), el actual conflicto por el TIPNIS ilustra la confluencia de múltiples iniciativas de ciudadanos (indígenas de tierras bajas y altas, defensores de la naturaleza y la biodiversidad, activistas por los derechos de los pueblos indígenas) cada vez más lúcidos respecto a los peligros reales que implican los proyectos de mega infraestructuras, y menos propensos a confiar en las promesas vacías del “desarrollo económico”. Estos sectores indígenas y activistas que defienden sus derechos están dispuestos a resistir activamente las arremetidas del capitalismo global que, en colusión con el Estado boliviano y los intereses creados de masas crecientemente empoderadas (cocaleros, colonizadores, campesinos que apuestan por los monocultivos), pretenden vaciar espacios cada vez mayores (y áreas potenciales para una extracción ampliada de recursos naturales) para la circulación sin interferencias de los valores mercantiles y la acumulación del capital.

Frente a la guerra declarada contra la subsistencia de los indígenas del TIPNIS por parte de los poderes dominantes, es urgente librar pequeñas batallas epistémicas para tomar conciencia de la usurpación sufrida por el lenguaje ordinario a manos de aquellos que detentan el poder, sean estos tecnócratas que “venden su charque” a los políticos que se justifican con obras, o bien ideólogos que intentan convencer a las masas de sus propósitos loables. Es el caso de la pretendida “carretera” que quieren construir por el TIPNIS: ¿quién podría oponerse a una carretera que permite conectarnos con nuestros parientes que viven más allá del cerro (o del parque)? Agucemos el oído: carretera viene de carreta que el diccionario define como “carro bajo y alargado de madera, con dos ruedas, con una vara larga a la que se ata el yugo [de bueyes]”. ¿Será legítimo seguir utilizando este término de otras épocas para referirse a ese tipo de autopistas destinadas a vehículos que circulan a velocidades superiores a 80 km/hora? Lo mismo puede argumentarse sobre lo inapropiado de referirse a estas autopistas como si fueran “caminos” por donde la gente camina a pie o marcha a paso firme (como los marchistas del TIPNIS). Pero incluso si ambos términos pueden seguir utilizándose perfectamente para referirse a la mayor parte de los caminos de tierra o ripio que conectan nuestras comunidades y pueblos con las carreteras troncales o asfaltadas de la red fundamental, lo cierto es que existe un punto de quiebre donde la utilización de estos términos constituye un abuso del lenguaje a favor de empresas y gobiernos cuya principal justificación es venderle a la sociedad este tipo de mega “herramientas” usando los términos más familiares a los oídos de sus actuales y potenciales electores.

Consideraciones similares se podrían hacer respecto a muchos ‘lugares comunes’ o ‘palabras trilladas’ que dificultan la percepción e impiden entender lo que verdaderamente está en juego. Por ejemplo, cuando se habla de que la carretera permitirá la “integración regional” y la “unidad nacional”, lo que ocurre es que se utilizan términos con una connotación tradicional que ha dejado de reflejar la realidad. Antes que una verdadera integración entre dos regiones, la autopista permitirá una conexión más directa entre productores y consumidores que podrían estar no en la región próxima sino en el país vecino o en otro continente; o como lo han denunciado otros analistas, la pretendida “carretera” forma parte de una estrategia regional de infraestructura “caminera” (IIRSA) que facilitará la vinculación de la economía del Brasil con los mercados emergentes de la China. Tampoco el ensalzar la unidad nacional impedirá que, de implementarse el tramo II de la ruta San Ignacio de Moxos –Villa Tunari, el impacto resultante sean múltiples divisiones: entre comunidades a un lado y otro de la autopista, entre las comunidades indígenas y los pueblos “interculturales” que seguirán invadiendo el parque, entre los departamentos del Beni y Santa Cruz; además de dividir y dañar el entorno ecológico de fauna y flora inextricablemente ligadas en las condiciones naturales del parque tropical o TIPNIS.

El imaginario del desarrollo fue construido a mediados del siglo XX. A este imaginario le corresponde, según Iván Illich, una imagen del hombre actual y una autoimagen como homo transportandus: el hombre que está en un lugar y siente que en el siguiente momento debe estar en otro lugar.[7] A la luz de este conflicto crítico para la sociedad boliviana sobre la que se ciernen serias amenazas a la vida y la democracia, es cada vez más evidente que el Presidente aymara del Estado Plurinacional ha dejado de ver el mundo con los ojos del marchista indígena que otea el horizonte para encaminarse a su destino, y ha terminado adoptando la visión del hombre que se hace transportar y mira la realidad a través de la ventanilla de su avión presidencial.

*Publicado originalmente por Bolpress.com, 24 de septiembre, 2011

[1] Ver Wolfgang Sachs (comp.), El diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder. Lima: PRATEC (Proyecto Andino de Tecnologías Apropiadas), 1996. Particularmente, la introducción del ecologista alemán W. Sachs y el ensayo sobre el “Desarrollo” escrito por el mexicano Gustavo Esteva.
[2] Ver Jean Robert, La crisis: el despojo impune. Cómo evitar que el remedio sea peor que el mal. México: Editorial Jus, 2010 (Serie Conspiratio), p. 171. En los 1980s, Iván Illich intentó dar un nombre y forjar un concepto para el instrumento de nivelación de las culturas mediante el cual el mercado moderno amplía su poder destruyendo la autonomía de la gente: el desvalor, que no es un simple despojo de bienes o territorios sino una desvaloración previa de sus dueños legítimos. Ver I. Illich “El desvalor y la creación social del desecho”. Tecno-política. Doc. 87-03; o también en “OBRAS REUNIDAS II”. México: FCE, 2008.
[3] Ver Majid Rahnema, “Quand la pauvreté chasse la misere” [Cuando la miseria expulsa a la pobreza], Actes Sud, París, 2003
[4] Vandana Shiva, Recursos. En Wolfgang Sachs (comp.), op. cit., p. 319
[5] Ver Iván Illich, La guerra contra la subsistencia. Cochabamba: Ediciones Runa, 1991.
[6] Ver: Thomas Hobbes, Leviathan, or the Matter, Form and Power of a Commonwealth, ecclesiastical and civil. London, 1951.
[7] Ver Jean Robert, La lucha de resistencia contra la modernidad- Congreso Carfree documentado por Iván Alejandro M. Zazueta.

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